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 Los domingos eran días de ocio en cualquiera de los niveles, nunca nadie nos explicó por qué, éramos el único nivel echado a nuestra suerte. Sabíamos que debería haber otros niveles porque ahí faltaba gente como los grandes genocidas, violadores, asesinos, ladrones, drogadictos y demás.

 Luego de un tiempo el demonio disfrazado de anciano me explicaría que los domingos libres y no darnos mucha atención, eran medidas tomadas por un sindicato que se preocupaba por la salud mental de los torturados.

 En fin, a la gente de mi nivel le gustaban los juegos de suerte y azar.

 Cada domingo se emprendían partidas de póker, fumaban y bebían.

 Se podía comer en el Nivel de Picos, pero no era una buena opción, prefería pasar hambre para el resto de la eternidad que aventurarme a probar las cosas que había en la cueva.

 Todas las hierbas o las pocas plantas que creían eran narcóticos, el agua de ahí estaba estacada, con larvas o peor, era soda de dieta o licor sin alcohol.

 Los únicos objetos del lugar venían con los muertos, luego había solo rocas o hierbas chamuscadas y venenosas. Creaban naipes con piel vieja de serpiente, tela, rocas u hojas.

 La música de ambiente siempre estaba hecha para irritar, por veinte años se oyeron villancicos cantados por niños chillones, por treinta sintonizaron música de elevador y por diez la canción de feliz cumpleaños que se cantaba en China.

 A Alan le gustaba cada cosa que sintonizaran, tenía un oído musical un poco atrofiado. No se puede ser matemático, lógico, científico de computación, especialista en criptología, filosofo, maratoniano y corredor de ultradistancia británica y a la vez tener buen gusto en la música.

 Nunca dejó de comer la manzana, lo hacía cuando estaba aburrido o cuando no la usábamos de pelota.

 Como aquella vez que estábamos jugando golf con los picos y la manzana. Yo quise hacer un tiro largo al hoyo cinco que era un agujero en la cabeza de Mercedes Blanco, una viuda que se había dado un tiro en el cráneo. Ella llevaba veinte horas meditando y la usamos como punto de referencia cuando supimos que no iba a moverse en un buen tiempo.

 La manzana de Alan no terminó en la cabeza de Mercedes, en su lugar fue a parar a un hombre gordo de unos sesenta años mojado. Era Joyce Ferrec él creía haber terminado ahí porque había visto cómo su padre se desangraba por un accidente con la podadora y no dijo nada, Joyce corrió por el teléfono y llamó a la policía cuando se aseguró de que estaba muerto, él odiaba a su padre porque engañaba a su madre. Más tarde se enteró de que era al revés.

 Que cayera en la cabeza de Joyce no era noticia, ese nivel estaba repleto de gente, lo que sí me sorprendió fue que él estaba usando unas zapatillas como pantuflas porque le quedaban demasiado chicas.

 Esas zapatillas tenían luces y eran mías.

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