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Pasaron toda la noche en la comisaría.

A ella la encerraron en una celda individual, mi papá compartió espacio con tío Monkey y otros tres maleantes más que olían a cebolla y tenían acento alemán.

Monkey durmió como si fuera un niño sin preocupaciones, papá estaba un poco más nervioso pero no por el lugar o la inminente sentencia, más bien porque no sabía cómo acercarse a ella. No quería dormir porque la chica de sus sueños, por primera vez, la veía estando despierto.

Él se sentó lo más cerca que pudo de ella y mi mamá hizo lo propio. Ambos pegaron espaldas y sin verse, casi en la oscuridad, susurrando, consumieron las horas hablando.

Al principio hablaron de trivialidades como que el lugar olía mal, que no era la primera vez que mi madre terminaba en un sitio como ese, que tenían hambre, que había sido una lástima que semejante bicicleta se rompiera, entre otros asuntos.

Mamá le contó que la bicicleta se llama Rayito y que solía nombrar a las cosas, sobre todo los objetos por los que solía tener aprecio, como las botas gastadas que traía puestas. La izquierda se llama Roma y la derecha Grecia, o que su pañuelo favorito se llama Trinquito y que tenía un gato, Raúl, esperándola en el hostal donde vivía. Su almohada se apellidaba Barrow y su billetera Denise.

Mi papá le contó que una de sus hermanas mayores se llamaba Denise. Y habló largo rato de todos sus hermanos y hermanas y cómo era tener una familia numerosa. Ella se asombró porque sonaba más solitario de lo que hubiera esperado.

Después le contó divertidas historias de cuando era pequeño, todas eran disparatadas y parecía que en su momento eran una tragedia. A mamá le gustó que él supiera hacer del dolor pasado algo divertido, era un talento nato que ella no tenía, deseó poder entregarle todo su pesar para que él lo adornara con palabras bonitas.

Ella le preguntó si esa noche sería, en un futuro, una historia divertida. Él no lo dudó y los dos rieron por eso, como si imaginaran que ambos la contarían juntos en un mañana lejano, a un niño milagroso que brincaba en la cama.

Al final de la séptima hora, cuando estaba amaneciendo, él deslizó los dedos por unos de los barrotes y ella le aferró la mano. Porque mi padre esa noche encontró algo inesperado, sin embargo, mi madre encontró lo que siempre había estado buscando.

Ella tenía dieciséis años así que no podía ir a la cárcel, el comisario en jefe la conocía y le tenía lástima por lo que la soltó con una advertencia. Mi padre explicó que no tenía drogas que vender, que era una broma y como lo revisaron al entrar a la celda pudieron comprobar que era cierto. Lo dejaron marchar cuando mis abuelos y mis tíos y tías juntaron sus ahorros y pagaron la fianza por entrometerse con la policía.

Respecto a tío Monkey... él no tuvo tanta suerte, fue a la cárcel por tres años, él y la nieta del vecino de la amiga del cuñado del primo, que cosechaba marihuana.

De todos modos, tuvieron un final feliz porque terminaron saliendo de la cárcel al mismo tiempo, ambos por buena conducta. Se encontraron en la frontera de Colombia, se reconocieron, salieron un tiempo y se casaron. Ambos son felizmente cosechadores allá pero ya no venden ilegalmente la hierba, se la dan a una farmacia para que haga medicamentos para personas epilépticas. Supongo que aprendieron a medias la lección, también se convirtieron en mis padrinos.

Por suerte morí yo antes que mis padres y no tuve que acabar bajo su tutela.

En fin ¿en qué estaba? Ah, sí, terminé en el infierno por culpa de mis padres.

Pero para eso falta, primero tenemos que hablar de algo importante en mi destino: los ovarios de mi madre.

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