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 Me bajé de un salto de la roca donde estaba sentado y traté de mantener distancia entre nosotros. Cuando estaba con abstinencia no solía respetar el espacio personal y vomitaba más por favor y gracias de lo común.

—Ya te dije que no me gusta hablar de eso —respondí mirando hacia otro rincón, avergonzado, incapaz de sostenerle la mirada.

—Ojalá no te gustara hablar de nada —se quejó Jenell.

Ruslan juntó sus manos detrás de la espalda y me intimidó como si fuera un cuervo carroñero que quiere hurgar entre mis entrañas.

—¿Cómo moriste? Por favor, serías tan amable de decirnos. Gracias.

—Me ahogué porque el barco en el que viajaba se hundió y mi novia Rosa no compartió la tabla.

—Puede que hayamos muerto antes que tú, pero conocemos Titanic, imbécil —atacó Jenell quitándome el cigarrillo de mis labios e inhalando una prolongada calada.

—¿Moriste a mano de alguien a quien amabas? —interrogó Ruslan.

Cómo lo había adivinado no lo sé, a veces Ruslan era tan misterioso como loco. Mi silencio le concedió la afirmación que él necesitaba. Se alejó y sonrió satisfecho. Caminó hacia el último escritorio de la oficina que seguía en pie y fisgoneó entre sus cajones mientras decía:

—Eso lo explica todo. Leviatán, ese demonio, quiere ser tu amigo porque es una de sus torturas. Si fuiste traicionado y asesinado por alguien que amabas entonces él planea que lo quieras para romperte el corazón y no en forma romántica. —Encontró un tenedor y lo blandió el en aire, sobre todo cerca de la cara de Jenell—. Para hacerte picadillo emocionalmente, para demolerte, quiere que lo quieras para que sufras otra pérdida.

Tenía sentido. Tal vez había subestimado a Leviatán, ese horrible niño podía ser malicioso. No había que subestimar a los protagonistas de las historias, puede que fuera un simple niño, pero una serpiente había condenado a toda la humanidad.

Jenell asintió y no dijo nada sarcástico ni nos expresó su odio, eso significaba que estaba de acuerdo. Me observó con sus ojos azules y se encogió de hombros.

—Si te hace sentir mejor jamás tendrás amigos en el infierno.

—¿Y ustedes?

—No soy tu amiga —masculló arrancándole el tenedor a Ruslan y tirándolo lejos del grupo.

Miré a Ruslan, él siguió el trayecto del cubierto y meneó la cabeza mientras suspiraba, iba a decirme que éramos amigos o tal vez pedirme drogas, pero antes de contar algo empalideció, se desplomó en el suelo y vomitó como alcohólico en montaña rusa. Si alguien quisiera hacer un folleto para que los niños pandilleros se alejaran de sustancias estupefacientes, entonces sin duda debían poner en la portada a Ruslan. Si lo veían vomitar nadie jamás volvería a tomar si quiera una aspirina.

Jenell alzó el labio asqueada.

—Eso no me hace sentir mejor —le dije.

—Me alegro —respondió escueta.

Pero Jenell en el fondo tenía un buen corazón, así que agregó:

—Escucha, finge ser su amigo como actúas que sus torturas te duelen. Él luego va a traicionarte y entonces interpretas el papel de amigo dolido, dices una frase como —miró al cielo y apretó sus puños— «Diablos por qué todo lo que amo me lástima» Si lo puedes gritar de rodillas mejor, todo se siente más fuerte cuando estás de rodillas.

Se repantigó sobre la roca y Ruslan se rio de su comentario desde el suelo, iba a burlarse de ella, pero volvió a vomitar. Asentí pensando en su plan.

—Al menos no tendré que verlo bebiendo esa pastilla otra vez —me quejé.

—Aguarda ¿qué?

Jenell se incorporó alarmada. Se quitó el cigarrillo de los labios y lo sostuvo en sus dedos mientras se desintegraba. Observé sus ojos bien abiertos.

—Su medicina...

—¿Tu demonio toma pastillas?

—S-sí.

—Ohhh. Asher, Asher, Asher —comentó malintencionadamente, como si se le ocurriera demoler un puente.

Entonces Jenell me explicó que su demonio torturador, hace unas semanas, había alardeado con ella de que él era pura sangre. Le contó que había por el infierno demonios defectuosos, que eran mitad humanos. La mayoría habían muerto porque no eran inmortales como el resto de sus congéneres puros, vivían miles de años y luego fallecían. Pero sus descendientes, los hijos de los hijos de los hijos de mestizos nacían enfermos y su defecto era que sentían como humanos.

Eso era una leyenda vieja, un mito urbano como el chupacabras, la astrología o que el uniforme de un oficial de policía es sexi. La verdad era que simplemente no había demonios crueles.

Eran como gente, había de todo tipo, existían malos, feos, buenos, pacientes, inflexibles, amargados, amorosos, eruditos, tontos, listos, graciosos, aburridos, extrovertidos, generosos... La lista era larga, tanto como mi desgracia, si Gorgo estuviera aquí haría otra comparación, pero no lo estaba.

En fin, había bichos de todo tipo y algunos para llevar a cabo las torturas y no sentir lástima tomaban medicación. Algo que les neutralizaba la empatía, abnegación y todo lo que podría sentir un humano.

Y Leviatán tenía mucho por sentir y mucho más por neutralizar.

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