Capítulo 33

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Abandoné la casa de Taiyari a toda prisa, sin dar vuelta atrás, luchando con mis deseos de regresar. Por más golpes recibidos seguía siendo débil, no aprendía la lección. Le entregué el mando a mi corazón, a sabiendas que no sabía conducir y se estrellaría ante el primer obstáculo. 

Era el mismo mundo, pero lucía diferente. Las sonrisas carecían de motivos, el sol fue insuficiente para calentar el frío que comenzaba a helar mi piel, no encontré por ningún lado la razón de dar otro paso. Reflexionando, tal vez yo era la única que había cambiado. Me convertí en la pieza que no encajaba en ninguna parte.

Sin rumbos, ni planes en mente, analicé por primera vez a dónde podía ir. Las posibilidades me atraparon en una emboscada que desorientaron mi avance hasta que alguien se atravesó en mi camino. Pegué un respingo retornando a la realidad. Llevé mis manos al pecho intentando recomponerme del sobresalto, pero al descubrir de quien se trataba el sentimiento no disminuyó.

—Me asustaste —lo acusé sin una pizca de gracia.

—Así tendrás la conciencia, Amanda —chistó hiriente. Negué entrecerrando los ojos, intentando reconocer a Ernesto en aquel sujeto. Quizás también él seguía siendo el mismo, solo me engañó al inicio para convertirme en su marioneta.

—Ya no quiero pelear —le aseguré cansada. Traté de rodearlo, pero él lo impidió tomándome del brazo—. Déjame en paz —le pedí severa—. Lo nuestro terminó, eso incluyo tenerte lejos.

—¿Creíste que podías mandarme al diablo cuando se te pegue la gana? —me reclamó enfadado. Quise soltarme, pero mientras menos cooperaba más fuerza aplicaba—. Solo me usabas de consuelo.

—Eso no es cierto —me defendí. Lo había querido mucho. Por eso estuve a su lado incluso cuando me estaba arrancando la luz, las ganas de vivir. Fue abrazarme al pasado lo que me hizo soportarlo—. ¡Tú a mí sí! ¿Ya se te olvidó que siempre te salías con la tuya? No vengas a decirme que perdiste cuando el único que ganó todo este tiempo fuiste tú —le acusé para que dejara de hacerse la víctima. No le quedaba.

—Te harás la santa ahora. ¿Crees que soy un imbécil? Viniste hasta aquí con la fantasía de revolcarte con este tipejo en mis narices —se inventó. Yo solté un resoplido por su absurdo cuento. Dibujó una sonrisa socarrona—, pero mira como es el karma, vas a tener que quedarte con las ganas. La vida te cobró.

—Ya quisieras ser la mitad de hombre que es él —escupí, empujándolo para que me dejara, hiriendo su ego. Ernesto no se rindió, sus dedos se clavaron en mis hombros obligándome a verlo a la cara. Tuve miedo cuando sus ojos me retaron a que me retractara—. Escuchaste lo que dije, no me arrepiento, de lo único que me arrepiento es de no darme cuenta antes —mencioné sin elevar la voz, estando tan cerca podía escucharme.

—No puedo creer que perdiera el tiempo contigo —soltó rabioso. Su voz se atoró en su garganta presa del coraje—. Quién sabe desde cuándo me veías la cara jugando con ese infeliz. Me volví loco al pensar en convertir en mi esposa a una maldita cualquiera.

Yo fruncí las cejas al escucharlo. Forcejeamos en mi intento de liberarme con un deseo ferviente de abofetearlo. Percibí el enfado latente que nublaba su juicio cuando me zarandeó violentamente exigiendo que le diera la cara. Mientras mayor era mi resistencia menos juicio tenían sus acciones. Era como si gozara mi temor, deseaba hacerme pagar por su frustración. Quise ponerme a llorar de la impotencia, de la facilidad que tenía de lastimarme.

—¿Todo bien?

Ernesto me soltó en seco cuando una voz le recordó que estábamos en público. Yo bajé la mirada avergonzada, escondiendo el dolor, con unas lágrimas nacidas de la rabia asomándose. Tardé unos segundos en recordar aquel tono familiar, comprobé que se trataba de aquel hombre que me recibió en su casa, con algunas canas y arrugas encima. El padre de Taiyari nos analizó curioso a los dos buscando respuestas que ninguno le daría.

Ernesto resopló frustrado antes de marcharse para no seguir poniéndose en evidencia, lo único que le importaba era seguir siendo un monstruo en la oscuridad, lejos de quien pudiera juzgarlo. Yo le seguí con la mirada hasta que lo vi perderse. Deseé con todo mi corazón que jamás volviera, poder arrancarlo de mi memoria.

—¿Estás bien, Amanda? —me preguntó preocupado al quedarnos solos.

Asentí aletargada. Acababa de terminar con mi novio, mi mejor amigo me mintió por años y estaba a cientos de kilómetros de casa sin tener la menor idea de a dónde ir porque ni siquiera traje una maleta. «No, no estoy bien». Claro que prefería no contagiarlo de toda la basura que me rodeaba. «Él no tiene la culpa de nada», determiné, pero tampoco podía fingir ante los ojos de quienes más amaban a Taiyari. Quisiera o no, él también era parte de mis líos más pesados.

Pese a mi falta de educación él se mostró comprensivo.

—¿Puedo ayudarte en algo?

—No —respondí con una triste sonrisa alejándome sin darle la espalda—. Solo necesito estar sola.

No mentía, quería esconderme del mundo al menos una eternidad hasta sentirme fuerte para vivir otra.

La confianza es el pilar más fuerte de una relación, al menos así lo pensaba. Desde que papá nos había dejado a la buena de Dios me puse una condición para la seguridad de mi propio corazón: no engañar, ni tolerar una mentira. Porque cuando se permite una, se abre la puerta a muchas más que entran de puntillas. Llega el punto en el que ya nadie sabe qué es falso o cierto.

Taiyari fue mi puerto, precisamente su honestidad me hizo caminar a ojos cerrados hasta donde se hallara. Claro que no todo se reducía a eso.

Llevé mis manos a mi cabeza. El café, antes humeante, ahora descansaba frío a mi costado. Había pasado toda la tarde en la primera cafetería que encontré por el camino, huyendo de mis propios fantasmas y recluyéndome en cualquiera sitio que me diera alojamiento. Un lugar silencioso perfecto para el ruido en mi interior. Tal vez esa sería la comparativa de mi vida.

Había llorado todo lo que necesitaba, pero incluso seca, sentía que el mundo se había estancado frente a mis ojos esperando que le diera cuerda. ¿Valía la pena?

Volviendo a casa tendría que aguantar el sermón de mi madre por perder un matrimonio estable a cambio de mi ridícula amistad de la adolescencia que no resultaba más alentadora. Se vanagloriarían de mi credulidad ante alguien que despertó sospechas en todos menos en mí, porque era tan boba que aun sabiéndolo me impedía a mí misma despreciarlo.

Y es que pese a que el golpe me había desbalanceado, al punto de sacarme del ring de pelea, no encontraba ninguna razón para que Taiyari no formara parte de mi vida.

«Mintió, Amanda», me repetía deseosa de convencerme. Y no era sus acción, sino la causa, lo que me entristecía. Saber que no había creado un lazo a prueba de cualquier dificultad para que se abriera a mí. Que me había forzado a mantenerme ignorante de lo que acontecía cuando siempre había sido clara en que deseaba permanecer a su mundo. Claro que él tenía derecho a negármelo, ¿quién era yo para cambiar aquella condición?

«Tal vez solo estaba asustado». No podía ser tan dura con él cuando yo misma fui una cobarde con Ernesto. Había guardado para mí muchas de las anécdotas dolorosas con él. Cada uno soportó sus demonios a su modo. Y yo mejor que nadie sabía lo paralizante que era el miedo. El apegarme a mis reglas al pie de la letra, quizás me rompería el corazón tantas veces como si no lo hiciera.

—Señorita, vamos a cerrar —me avisó amable el mesero. Me percaté hasta entonces que era la última persona en las mesas y entendí pronto que se debía a la hora, la noche hace un rato se había asomado por el ventanal.

Me puse de pie después de dejarle el dinero sobre una servilleta. La oscuridad me había atrapado, exigiéndome tomar una decisión a contrarreloj. No podía seguir andando de un lado a otro en una ciudad desconocida. Tenía que volver al aeropuerto y regresar a casa a intentar reconstruirme. Eso era lo sensato.

El aire frío me provocó un estremecimiento cuando cerré a mi espalda. Observé el transitar de las personas por la acera y los faros de los rápidos vehículos intentando alcanzar el verde del semáforo. Me quedé quieta un segundo antes de mirar a ambas direcciones, quizás en la absurda idea de encontrar vagando por ahí la respuesta.

Una que ni siquiera yo conocía.

—¿Qué es lo qué quieres tú, Amanda? —me pregunté en un susurro, con ambas manos en los bolsillos, visualizando un taxi desocupado que se aproximaba. Fuera cual fuera mi destino decidí que él me llevaría hasta ahí.

Aquella cuestión encendió un chispazo en mi frío corazón. Ese que por años había mantenido bajo llave para que no sufriera más, asomándose temeroso de un nuevo rasguño. Al margen terminé haciéndolo más débil. Quizás había llegado el momento de transformarlo en mi voz, no en víctima, porque él sabía perfectamente lo que deseaba.

Teniéndolo en cuenta supe exactamente qué decir cuando abordé el vehículo.

«De haberme enterado que haría tanto frío hubiera traído una chamarra gruesa», pensé mientras aguardaba en el exterior atendieran a mi llamado. Apenas tuve tiempo de quejarme, la puerta se abrió dejando a la vista a una mujer. Entrecerré los ojos cegada por la luz del interior.

—¿Amanda? —pronunció incrédula. Debió pensar que se le apareció un fantasma.

—Sí. Lamento mucho molestar a esta hora, pero necesito ver a Taiyari —le pedí deprisa juntando mis manos. Ella dudó un segundo, procesando mis palabras, antes de regalarme una sonrisa que enterneció mi corazón.

—Claro, pasa —dijo cediéndome el paso al calor de su hogar. Mis pies reaccionaron veloces a su invitación adentrándome al pasillo—. ¿Quieres qué...?

No la dejé terminar la frase.

—No tardaré nada —le prometí, corriendo por la casa que hace apenas una hora había atravesado con una emoción amarga dominándome. Necesitaba darle un punto final, no perder más tiempo. Lo último que deseaba era darle más problemas, solo buscaba una respuesta—. Conozco el camino.

«Un minuto bastaría», suspiré justo frente a la puerta que reveló una de las verdaderas más dolorosas de mi vida. Había entrado una Amanda completamente distinta a la que salió. Tenía la corazonada que se repetiría aquella transformación.

Mis dedos dudaron, presos de la adrenalina al dar el primer toque. No esperé una respuesta, abrí despacio a la habitación, asomándome insegura por una pequeña rendija.

Respiré aliviada al darme cuenta de que Taiyari seguía ahí, perdido en la ventana, en el mundo donde nadie podía dañarlo. Toda esa valentía que rigió mi carrera se aplacó cuando sus ojos chocaron con los míos. Nos miramos sin atrevernos a hablar. La única persona más asombrada por mi vuelta fue él. Observé la sorpresa en sus pupilas. Dudé sobre mi siguiente movimiento, porque no encontré esa entereza que me había empujado ahí. El silencio reinó por una eternidad, fue como si el mundo hubiera eliminado cualquier sonido, hasta que su voz derrumbó mi teoría. Era tan cálida como la recordaba.

—Amanda, yo...

No lo escuché.

Mi cuerpo reaccionó por voluntad propia acortando la distancia entre los dos. No lo pensé, de hacerlo me arrepentiría y era lo último que deseaba. Le entregué el volante a mi alma, esa que me conocía mejor que nadie, esa que retenía todos los hubiera. Acuné su rostro entre mis manos temblorosas y busqué sus labios para unirlos con los míos. Un momento de confusión, en el que Taiyari ni siquiera me tocó. Los minutos frenaron su avance, para que todo volviera a girar al responder despacio a mi tierna caricia. Me sorprendí al recordar el sabor de su boca que encajó con la mía en un dulce beso que aceleró el ritmo de mi corazón. Sus dedos acariciaron con suavidad mi mejilla. Había deseado tanto ese momento, lo soñé por muchos años. No había rabia, ni miedo, solo amor. Culpé a esa sentimiento de la sonrisa que nació, sin darle nombre a aquellas mariposas que revolotearon en mi estómago.

Sin palabras lo supe, ahí permanecía.

¡Hola a todos! 

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