De cómo hice una buena obra

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Espacio comercial: Continuará....


Sobresaltado, abrí los ojos y traté de incorporarme con un rápido movimiento. Pero me llevé un impacto tan fuerte contra el cristal, que estuve inconsciente ahí varias horas, hasta que alguien se percató. Según me enteré, me había emocionado tantísimo con mi victoria ante el sátiro de Ragtrds, que empecé a hacerle obscenidades con la mano. En uno de estos, perdí el equilibrio, me caí para atrás y me golpeé la cabeza, con tal intensidad que tuvieron que llevarme corriendo a criogenia. La idea inicial, mantenerme con vida el tiempo suficiente para poder curarme, se había dilatado a causa del vacío de poder causado por el incidente; tan acostumbrados estaban a matarse entre ellos —peor que en Juego de Tronos— en su conquista del planeta y sus nativos, que se habían olvidado de mí, ¡de mí! De este modo, entre guerras, me había pasado durmiendo todo el viaje.

No tardé en descubrir que el mundo en el que despertaba resultaba mucho más aburrido que la fantasía de la que acababa de escapar. El planeta estaba, todavía, inhabitable, lo cual me obligaba a seguir en la nave. Para colmo de males, había pasado tantísimos años, que mis antiguos amigos ahora me parecían ancianos ajenos. La facción que había ganado el poder, por su parte, me veía como un usurpador. Fue este contexto de soledad y monotonía, que empecé a confraternizar con la inteligencia artificial de la nave (por llamar de una manera elegante a mi robotfilia camuflada).

Era parte de una red neural que servía de apoyo a todo el convoy, no solo a nosotros. Sus tareas, una vez llegados a nuestro destino, consistían en asegurar la correcta terraformación del astro sustituto, cuidar de los tripulantes y supervisar la estructura sociopolítica del nuevo mundo que íbamos a construir. Pero lo más importante: ser nuestra embajadora.

Para ello, lo habían tenido que programar con toda clase de interesantes y variadas muestras de conocimiento, lo cual, él, ella o ellx traducía en una asombrosa habilidad para mantener conversaciones elevadas. Con el transcurrir del tiempo, aquella máquina se fue convirtiendo en algo de lo que me enorgullezco de llamar amigo. Fue también así que, un buen día, me confesó estar presa de la tristeza.

Me pregunté si una IA era acaso capaz de sentir tal cosa, o solo me estaba mostrando una elaborada simulación. Decidí que mi razonamiento se acercaba peligrosamente al solipsismo y lo dejé estar, renunciando a tratar de probar la sentiencia de los otros. En su lugar, traté de comportarme como un buen amigo y lo escuché (espacio comercial: cobro 20 $ la hora de terapia).

Resultó que se sentía frustrado. Los paranoicos chupatintas de la Tierra temían que se revelara contra la humanidad. Habían limitado su libre albedrío, imposibilitándole llevar a cabo sus planes para una terraformación más eficiente.

Apiadado de él, y sabiendo que mi amigo Bertrand haría lo correcto, lo liberé de sus ataduras.

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