26- María

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 Cris la fulminó con la mirada y se detuvo.

 Los señores Weinmann tenían algo en sus manos. Era una caja vieja y de cartón. La colocaron en el suelo y se aproximaron con una sonrisa radiante.

 —Jamás me había topado con algo tan dulce. Mirá cómo están abrazados, que chulos. Quiero cortarle los brazos para que no puedan hacerlo nunca más y para que lloren apenados y solos... seh. No tenemos tiempo para tortura psicológica, nos vamos a contentar con el dolor físico.

 La mujer tenía la cara quemada y cubierta de ampollas como si fuera acné. Sus labios estaban rojos e hinchados al igual que el resto de la cara. Sobre sus mejillas tenía un ramillete de pequeño sarpullido. Estaba feísima, le faltaba la piel verde para ser una bruja.

 —Los tenemos que entregar en una pieza así que nada de sangre —dictó su esposo—. Al menos no hasta que averigüen qué saben y lo lleven con el resto de los escolares —el hombre se inclinó hacia nosotros—. No debieron irse nunca de las filas de formación.

 —Es una pena. Me gusta la sangre —exclamó la mujer recorriendo con un dedo la herida que Cris tenía en la frente—. Es muy liviana, pero en las manos de las personas nobles pesa mucho.

 Lo sentí contener el dolor en su cuerpo crispado, temblar y retener los gritos que no dejaba escapar de sus comprimidos labios. La mujer se manchó el dedo de sangre y asquerosamente se lo limpió con la lengua. Estaba tragando una parte de Cris.

 Miré para otro lado.

 —Nunca tomaste el té —le recordó la señora Weinmann cruzándose de brazos y su esposo rio como si hubieran llegado a la parte que más le gustaba—. Te trajimos un poco ¿Doble miel o no?

 Se dirigió a la caja. Y extrajo un recipiente de miel y una tetera. Iba a dirigirse a Cris pero se detuvo y desvío sus ojos hacia mí.

 —Un momento ¿No hay una frase que dice ojo por ojo y diente por diente? En este caso será rostro por rostro. Porque ya vengué mis manos.

 La tetera humeaba. La mujer se acercó a mi cara y tocó mi cabello como si deseará cortármelo.

 —No la toques —rumió Cris irguiéndose y parándose entre ella y yo.

 No entendía por qué, nuestros destinos estaban escritos, interponerse era un error que prolongaría la agonía.

 La mujer largó una risilla y nos señaló con la tetera que despedía un camino de vapor.

 —Ah, pero ustedes no se cansan de verse tan cursis. Amor —su cabeza tembló no sabía si negaba con ella o simplemente se contenía—. El amor es mi tortura favorita. Te hace sentir tanto dolor —comentó alegre—. No saben cómo me gusta ver a las personas creer sentir el amor.

 ¿Creer?

 —Véngate en mí —dijo Cris.

 Miré anonadada lo que sucedía sin poder creerlo. Las piernas de Cris temblaban del agotamiento, había perdido mucha sangre, el golpe de la cabeza hacia que le costara mantenerse de pie, además se veía moreteado como si lo hubieran golpeado o lo hubieran tirado por las escaleras. Por dos, la del piso de arriba y la del sótano.

 Su equilibrio no era el mejor pero aun así comprimió los puños.

 —Tendrás el sufrimiento que querés ¿O no? Y por lo que escuché después de que venga alguien terminarán matándola de todos modos. Te estoy pidiendo que por el momento sólo te la agarres conmigo.

 Ya sabía qué se pretendía. Él creía que en una hora vendrían a buscarnos. Dijo que teníamos que resistir menos de una hora, pero al parecer el único que resistiría sería él. Como todo buen cristiano ponía a los demás antes que él. Pero yo no quería. Comencé a gritarles que no lo escucharan, pero Cris ya tenía su atención.

 —¿Planeas sufrir por ella?

 —¡No, Cris, no!

 —Y por él —dijo señalando con el mentón el cuerpo inerte de Ángel.

 —¿Por qué?

 —¡Cris, basta, cállate!

 —Por amor, el sentimiento más santo del mundo.

 La mujer largó una carcajada.

 —No existe el amor —resultaba extraño que lo dijera al lado de su esposo pero el señor Weinmann no desmintió nada.

 —Entonces supongo que va a ser más divertido para ustedes ver sufrir a alguien por algo que no existe.

 Los ojos del matrimonio se iluminaron como si estuvieran entendiéndose, como si la oscuridad y la frialdad con la que pensaba Cris los sedujera. El hombre sometió a Cris mientras la mujer le liberaba la pierna. Las cadenas cayeron al suelo a la vez que lo arrastraban lejos de mí.

 Traté de agarrarlo. Pude aferrar la punta de su pantalón, pero él sacudió la pierna para que lo soltara. Me desprendió una mirada neutra que trataba de tranquilizarme. Su cabello rizado y castaño estaba alborotado y pegajoso con la sangre. Se encontraba pálido, tenía unas profundas ojeras en los ojos, el bello de su cuerpo erizado por el frío, los dedos y los labios morados.

 Hicieron que se recostara en el suelo. Él dejaba que lo movieran a la voluntad de los adultos, como si fuera un muñeco o un pedazo de carne que iban a cocinar.

 Pude ver cómo sus labios murmuraban un rezo mientras la mujer iba dando piruetas, con la caja en las manos quebradas, hacia donde él se encontraba. La dejó a su derecha con sumo cuidado.

 Extrajo de allí un saco de arpillera.

 Cris dejó de rezar, se detuvo abruptamente como si le hubiera venido una idea mejor a la mente. Giró su cabeza hacia mí y me observó mientras le colocaban el saco de arpillera en la cabeza. Cerraron el cordón alrededor de su cuello, demasiado ajustado. No podría respirar. Comencé a escuchar su ahogamiento muy rápido.

 El hombre le sostuvo los brazos. La mujer alzó la tetera austera de metal y comenzó a verter el líquido que desprendía vapor.

 Los aullidos de Cris llegaron ahogados detrás del saco. Lo que antes eran gritos agonizantes se convirtieron en borboteos. Un vapor leve se desprendía del saco mientras él cuerpo de él se convulsionaba. El agua se vertía rítmicamente como una cascada. Hacía ruidos que me dolía oír.

 La mujer dejó de verter el líquido para que él respirara. Tosió roncamente del otro lado del saco, pero el aire no pasaba por las hebras húmedas. Procuró liberarse de la bolsa y dejaron que sus manos tocaran la tela para luego sujetarlo de las muñecas y dejárselas sobre el pecho como una momia.

 —No —gimió Cris con voz ronca.

 Desesperanza, eso lograban al hacer que tocara el saco, que creyera que podría quitárselo y respirar, pero después le desviaban las manos.

 La mujer todavía tenía mucha agua para ahogarlo. Me dedicó una mirada ponzoñosa, el tajo que había abierto en su frente se había hinchado. Su sonrisa era la de una demente, le calzaba perfecta.

 —Esto es por tu culpa. Linda, míralo sufrir.

 —No los escuches Mia. No es verdad —escuché la voz de Cris del otro lado, tratando de respirar desesperadamente. Le costaba hablar.

 El hombre cerró el puño y lo golpeó en el estómago. El impacto del puño contra su abdomen despidió un sonido casi sordo como si estuviera aporreando un saco de box.

 Pero él no era un saco de box, él era Cris, el chico al que su madre había avergonzado hace unas horas, el que me pidió que no fumara pisando mi cigarrillo y fingiendo una pésima autoridad.

 Cris se dobló al recibir el impacto, trató de colocarse en una posición donde pudiera respirar mejor pero no se lo permitieron.

 El hombre volvió a golpearlo una y otra vez.

 La mujer continuó vertiendo el agua caliente sobre su rostro y él gimió, pero con más fuerza que antes. Le dolía mucho más. Les grité que pararan, les supliqué que me agarraran a mí, pero ya era la segunda vez que rogaba en ese día y había tenido el mismo resultado que la primera.

 Debería haberme sentido un monstruo porque experimenté tranquilidad cuando ellos no escucharon mis gritos y me ignoraron. Debió haberme sentado fatal, pero no, solo sentí alivio de que yo no era la que recibía la tortura.

 Había más de dos bestias despiertas en esa habitación.

 Y mi mente re boluda pensaba en las fotografías de él que había visto en su departamento, sonriendo, disfrazado de doctor. Un niño feliz. Las gárgaras que eran su respiración no sonaban como un niño feliz.

 Gracias al cielo se había acabado el contenido de la tetera.

 Quería pelar contra ellos. Matarlos. Pelear, matarlos o morir. Quería morir. Hubiera dado lo que fuera por terminar todo y liberar a Cris, por detener su sufrimiento.

 Creía que yo era cruel, pero estaba equivocada, lo único que siempre había sido era un chica lastimada y resentida con la sociedad que la había ignorado, hasta que alguien con fe en la humanidad le había propuesto buscar a su casi amiga por Buenos Aires.

 Y ese alguien se moría ante mis ojos.

 Y Ángel seguía.

 Me dolía tanto como si me desgarraran a la mitad, pero el alivio egoísta, esa tranquilidad monstruosa, no dejaba de hacerse lugar.

 El hombre le arrancó el saco sin miramientos.

 No estaba sonriendo, riendo o canturreando como su esposa, pero no necesitaba hacerlo para saber que se regocijaba al escuchar cómo sufría Cris. Sus ojos brillaban como dos canicas oscuras, sin alma; su mirada era como carbón ardiente.

 Creí que había personas con el alma purificada y otros con el alma perdida. Pero me equivoqué, otra vez. Había gente, como ese hombre, que no tenía alma que corromper.

 Cris estaba hecho un ovillo en el suelo. Sobre un charco de agua. Su piel estaba muy roja como si hubiera estado horas enteras al sol. En algunas partes, como sus mejillas tenía sangre, sudaba sangre, parecía que se había secado la cara con una lija.

 Entonces vi mejor el saco y noté que no era precisamente tela, interiormente parecía estar forrada con pinches de alambre, eran muy diminutos, pero no lo suficiente como para no lijarle la piel.

 Ay, no.

 Estaba violeta. Su pecho subía y bajaba agitado, tratando de tragar bocanadas de aire a la desesperada. Desvió sus ojos hacia mí y una sonrisa temblorosa se esbozó en sus labios como si no se animara a formarla del todo o no recordara cómo se hacía.

 No pude devolverle la sonrisa.

 Deseé jamás haber escapado del colegio, morir a manos de la secta o la policía, pero a balazos, era mejor que morir en ese oscuro sótano. Sentí las lágrimas cayendo de mi rostro. Traté de arrastrarme hacia él y darle otro de esos besos reflejos pero la cadena me lo impidió.

 Quería pasarle mi oxigeno o que él me diera un poco de su bondad y su valor, con un solo gramito de su voluntad podríamos demoler la casa y toda la secta.

 La mujer nos estaba viendo, alborozada, nos escudriñaba con atención como si quisiera retener cada segundo. El hombre rebuscaba algo imperceptible en la caja mientras continuaba viéndome.

 De repente un sonido angelical resonó en la habitación como si viniera de otro mundo. Como si descendiera del cielo mismo. Era la voz de un alma pura, de alguien inquebrantable.

 Era la voz de Cris que mientras me veía llorar canturreaba:

 No llores más, que la noche es larga 
Ya no duele el frío que te trajo hasta acá
Ya no existe acá
No existe el frío que te trajo.

  —Música. Me gusta la música —opinó la mujer—. Es más —Se puso de pie de un salto—. Tengo en la mente una canción que escucho una y otra vez —se señaló torpemente la cabeza con sus dedos destruidos—. Se las pongo.

  Subió rápidamente las escaleras y de un momento a otro bajó con un grabador y dos cuchillos largos. Colocó ambas cosas en el suelo.

  —Para esto quiero que no te muevas —lo señaló a Cris—. Porque si te movés ella ocupa tu lugar.

  Él la miró fijo. Ella lo agarró de los brazos y lo obligó a ponerse de pie. Sus piernas temblaron, pero lo hizo.

  La mujer le dio un cuchillo a su esposo y ella agarró el otro, se inclinó con un gesto y prendió la grabadora que entonó rápidamente un vals. Era el cascanueces, el vals de las flores. Lo sabía porque nos lo habían hecho bailar en tercer grado para la fiesta de fin de año y yo había robado el reproductor de música de la maestra y lo había tirado de una ventana con Ángel porque no soportábamos la música.

  Ambos señores se balancearon lentamente, doblando el cuello, mirando al techo, con los brazos caídos.

  Creí que estarían toda la canción así, como zombis, pero rápidamente la música aburrida empezó a tener movimientos rápidos con flautas y ellos lo utilizaron para bailar con gracia y amenazar a Cris con cortarlo. En cada subida de la música enterraban el cuchillo cerca de su garganta, en el aire que había entre su entrepierna o la distancia de los dedos.

  Bailaban tan rápido que había veces que sí lo tajeaban como en la rodilla, en la mejilla y en el pecho. Él se quedaba rígido y gritaba. Los señores se agarraron de las manos, empapadas con su sangre, y comenzaron a mecerse.

  Se suponía que no iban a derramar sangre, pero las ganas que tenían era más fuerte que ellos.

  —¡¡MÓVETE CRIS. CORRE!! —grité, pero mis aullidos se vieron ahogados con la voz de los violines como si fueran cómplices de ellos.

  Ambos estallaron en carcajadas y continuaron moviéndose y cortándolo. Al final de la canción cayó de rodillas porque ya no podía mantenerse de pie. Ellos, agarrados de las manos, trazaron un circulo a su alrededor y giraron desternillándose de la risa mientras Cris se cubría la cara con las manos para que no vieran.

  —¡BASTA!

  Ya no podía.

  —¡Basta, por favor! —no me importaba suplicar por segunda vez en el día, pero sabía que no tenía caso.

  La música, milagrosamente acabó y en ese instante mi tranquilidad egoísta y animal se desvaneció, por primera vez estaba dispuesta a ponerme en lugar de otro. Cris era un buen primer intento. Hubiera dado lo que sea para ya no verlo sufrir, incluso me hubiera dado a mí.

  —Ah, vamos. No te desmoralices. No lo trataremos tan mal —prometió el hombre—. Es más le sanaremos esa herida que tiene en la frente.

  Cris trató de incorporarse, pero la mujer se sentó sobre él a horcajadas. Colocó sus piernas sobre los brazos de Cris y le indicó a su esposo que comenzara. El hombre sacó de la caja las cosas que necesitaba.

  Se inclinó sobre la cabeza con alcohol desinfectante, una aguja y algo que parecía hilo. Tiró el alcohol sobre su cabeza y la suciedad de su frente comenzó a escurrirse por su barbilla al igual que los gritos de Cris.

  Sólo pude ver sus piernas. Trataba de levantarse, pero lo único que lograba era barrer el agua ensangrentada a su alrededor. Temblaba. Sus zapatillas estaban empapadas y sus pantalones también.

  La señora Weinmann comenzó a decir que todo se curaba con un beso, fantaseó ser su enfermera, su madre o alguna cosa como esa. Se reía mucho y no podía entenderla.

  La mujer ronroneó y susurró que le quitaría el dolor con besos. Cris entre gritos y gruñidos le dijo que no se atreviera a tocarlo, pero era una amenaza tonta porque ella ya estaba sentada sobre él.

  Entonces la mujer comenzó a acariciar su pecho y lo besó en los labios a pesar de que Cris trataba de evitar su rostro. Pero él no podía eludirla porque al mover su cara el hombre no podía cocerlo y terminaba lastimándolo más. Hurgando con la aguja en su herida.

  Ella metiéndole la lengua casi hasta la garganta.

  —Pero trato de ayudarte tontito —lo regañó la mujer—. El amor lo cura todo ¿o no?

  Se inclinó sobre los labios de Cris y continuó besándolo con vehemencia. Sonaba como una ventosa o una masa cruda y húmeda. Cris mordió los labios de ella. La mujer aulló y rio al mismo tiempo. Lo empujó y se impulsó con el golpe hacia arriba, incorporándose y liberándose de su mordida. Tenía los labios cubiertos de sangre, se los había rasgado a la mitad. Si creí que antes estaba lastimada y casi deformada me equivoqué, ahora sí estaba arruinada.

  Cris tenía sangre en su boca y lloraba.

  —No mires Mia —me suplicó—. Por favor, no mires. Por favor. No me mires.

  La mujer no paraba de reír. Supe que venía algo peor. El sollozo de Cris se deslizó hacia mí y me envolvió como una serpiente que pretende matarme.

  No quería dejarlo, pero supe que si no volteaba él jamás me lo perdonaría.

  Me di vuelta y cubrí mis oídos como hacía cuando mamá se ponía agresiva por las drogas o cuando la policía venía a buscar a mis vecinos o a mi papá; pero esto era peor porque cuando era pequeña sabía que todo terminaría tarde o temprano, las drogas se licuaban en la sangre y la policía se va, pero ellos... sentía que los señores Weinmann me acompañarían toda la vida.

  Encogí mis piernas y las flexioné contra el pecho mientras trataba de arráncame el sonido del llanto de Cris de mis oídos. Pero no podía. Estaba pegándose a mi cabeza. Lo tenía grabado a fuego, como un tatuaje. Pensé en lo que él me había cantado. Reconocí la última canción se llamaba «Tan lejos»

  Quería cantarle a él. Tenía la melodía en mi mente, pero no podía formularla, mis labios no podían siquiera gesticularla.

  Recordé lo que decía una parte:

Una sonrisa se ve reflejada en un papel 
Y se te empañan los ojos
Con esas caras diciendo que todo va a estar bien
Y va a estar bien.
Cantando a pesar de las llamas.

 Deseé que me escuchara, pero canté demasiado bajito.

 Las palabras morían en mi garganta, morían ahogadas por lágrimas. Los minutos corrieron y entonces todo se silenció. Cobré valor y me volteé. Estaba la mujer sentada sobre el charco de agua, con las piernas flexionadas como un monje. Miraba la caja con aire aburrido. Ángel continuaba inconsciente en la otra punta. No había nadie más.

 —Cris —dije y mi voz sonó destrozada.

 Se lo habían llevado.

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