27- María

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 Me odié por hacerle caso y no mirar.

 ¿Se lo habían llevado con vida?

 La respuesta me horrorizó y no quise descubrirlo.

 La mujer levantó sus ojos.

 Los labios completamente rojos y rotos, el inferior colgaba como un péndulo y un babero de sangre le chorreaba hasta el pecho, la camisa mojada y borgoña se le pegaba a los senos como si no trajera nada puesto. Su traje diplomático estaba manchado, con tierra y arrugado. Parecía un zombi en lugar de la mujer fina que había visto esa tarde. Supe que yo me veía igual.

 Dios, como quería matarla. Habría vendido mi alma al diablo para cambiar los papeles.

 —¿Dónde está Cris? —pregunté.

 —Arriba buscando miel —explicó, trató de sonreír, pero hizo una mueca como si recordara los labios que Cris le había rasgado—. Nunca tomamos el té y él quería doble miel ¿te acordás? Tiene los ojos vendados. Debe encontrar la cocina y adivinar qué frasco es el que contiene miel o de otro modo quebraremos nuestro trato e iremos contigo y entonces el trato no será lo único que quebremos.

 Su esposo bajó las escaleras corriendo.

 —Cielo, está en el piso de arriba —Contuvo una sonrisa—. No tiene ni idea, mientras trepaba los peldaños se cayó y rodó por las escaleras otra vez.

 La mujer se incorporó deslumbrante, con los ojos encendidos de una chispa divertida. Comenzó a subir las escaleras.

 —Frío, Cristiano Paz. Muy, muy, frío, como una tumba.

 El matrimonio desapareció escaleras arriba. Permanecí sola. Observé a Ángel.

 —Ángel —lo llamé—. Ángel, despertá. Ángel.

 Ángel murmuró amodorrado algo del otro lado del sótano. Abrió sus ojos y parpadeó tratando de enfocar la oscuridad.

 Las sombras ahí eran muy grandes y densas. Él tenía los labios morados y cuando recobró el sentido comenzó a tiritar. Hacía un frío de morirse. También era inteligente y no hizo preguntas, simplemente trató de mover sus manos. Las sacudió y lo único que logró fue que sus esposas repiquetearan contra la estufa. Se desesperó y trató con más fuerza y obstinación.

 —¡No! Ángel, Á, guarda silencio. Fingí estar inconsciente. No le muestres que estás despierto. No importa lo que hagan, fingí. Si te agarran, y te sueltan puedo distraerlos y te vas.

 ¿Yo acaba de decir eso? Lo que más me había sorprendido es que lo dije sin pensarlo, casi como si fuera un insulto o un estornudo en invierno, algo que era inevitable.

 —Cris —murmuró.

 Los ojos se me llenaron de lágrimas, mi llanto se vio reflejado en sus ojos porque se oscurecieron.

 —Él está en el piso de arriba.

 Se escucharon unas risas estrepitosas como si se estuviera librando una fiesta arriba. Escuché un «Frío, gélido, como tu tumba» que llegó vago y distorsionado a mis oídos. Más risas. Ángel observó el techo buscando respuestas.

 De repente se oyó un disparo. Luego otro. Y otro y dos más.

 Ángel permaneció en silencio y yo también. La respiración entraba a mi pecho, me dolía y sonaba estruendosa. La desesperación, el miedo, me hizo olvidarme del tiempo, del sótano y del dolor punzante de mi pierna.

 No podía morir Cris, no, no, él no.

 Después de unos interminables dos minutos, donde ambos permanecimos en silencio, observando el techo como si pudiéramos atravesar todas las capas de material que nos separaban, la mujer comenzó a bajar la escalera.

 Escuché sus pasos sobre los peldaños de metal. Eran movimientos lentos. Pero no descendió riéndose, de hecho, se veía molesta. Tenía una llave en la mano. Llevaba ambas manos en la cabeza. Cris iba atrás, apuntándola con un arma. Presa de la sorpresa, observé como liberaba a Ángel y luego en completo silencio me liberaba a mí.

 Quise levantarme, pero la pierna derecha me dolió. Iba a caer al suelo hasta que Ángel me sostuvo. Rodeó sus hombros con mi brazo y dejó que apoyara el peso de mi cuerpo contra él.

 Cris la ató.

 Pude haberme desquitado con ella, pero no era lo que me importaba en el momento. Agarré a Cris y lo miré, las cortadas eran superficiales, profundas, pero no lo suficiente como para dejarlo tirado en el piso.

 Ángel estaba a nuestro lado y nos desprendió una mirada examinadora. Al parecer nos veíamos fatales porque hizo una mueca y después fulminó con la mirada a la mujer. Sentía mi piel cubierta de magullones, tierra y sangre. Cojeaba con mi pierna.

 Cris dejó de apuntarla, nos miró y comenzó a subir las escaleras.

 —¿Cómo... —quise preguntar, pero las palabras no salían de mi boca.

 Emergimos al piso de arriba. Nuestras mochilas estaban en el estudio. El sol dorado del atardecer se filtraba por las ventanas, debían ser las cinco de la tarde. La luz me cegó, parpadeé. Ángel nos abandonó y fue a buscar su computadora.

 El pasillo estaba destrozado. La tierra de las macetas cubría el suelo. Vi mi navaja arrojada en un rincón, al parecer el hombre la había tirado después de sacármela, me incliné y la levanté como si estuviera dentro de un sueño.

 —Había un arma escondida en la habitación de Dante, la vi antes de que me golpearan y me desmallara —explicó Cris, pero no parecía que me hablaba a mí porque no me miraba y su voz sonaba rara como si fuera otra persona—. Ellos me vendaron los ojos y fingí no saber a dónde me dirigía, pero fui directo al arma. Hice... fingí que deambulaba sin rumbo.

 —Cris...

 —No los maté. El hombre tiene las rodillas perforadas en el piso de arriba —musitó, hablaba como si estuviera enfermo de la cabeza, hacía gestos raros y arrastraba las palabras mientras miraba un punto fijo en donde no había nada. Estaba aturdido, parecía que una bomba le había explotado en la cara—. No los maté. No podía. Matar está mal. Dios odia las muertes y cuando... cuando matás te arruinas para siempre...

 —Cris...

 —Mi papá dice eso. Da tantos sermones de eso. Lo escuché todos los domingos de mi vida. Porque matar es pecado. No quería acabar una vida. Pero tenía tantas ganas —Su voz era un hilo auditivo, lejano—. Y el hombre se está desangrando y no sé si se morirá. Le rompí las rodillas, pero se seguía moviendo y mucho así que le disparé en el estómago. Se va a morir. No quiero ir al infierno por él, él ya me hizo sentir que estaba ahí.

 —Cris...

 —Pero entonces te vi y tus ojos eran muy azules y cuando lloras se ponen más azules, casi negros. Pensé que era como el mar de noche. Y me gusta el mar ¿Te dije? Me repetía «No me duele» Pero me equivoqué porque dolió. Quería pensar en otra cosa y viniste vos, pero no quería pensar en vos —Sus labios se curvaron en un intento de sonrisa—. Y cuando caminaba no sé por qué vi tus ojos otra vez y pensé que caminaba hacia vos, o hacia el mar, y te enojabas porque...

 Rodeé su rostro con mis manos y me coloqué enfrente de sus ojos avellanas. Lo tenía ahí, al lado mío y vivo, pero estaba tan lejos.

 Tenía la cicatriz austeramente cocida. Su piel estaba roja, no tenía ampollas, pero se veía muy quemada y herida, toda raspada. Tenía sangre de la mujer en los labios y entre la mecha de sus dientes. El cuello cubierto con tierra. Cortadas. Su cabello rizado como el de un niño se le desparramaba sobre la frente. Temblaba. Lo tenía en mis brazos. No estaba muerto.

 No estaba muerto. En medio de tanto caos no supe por qué me sentí aliviada. Pero eso me daban sus ojos, serenidad, densa, férrea y cálida. Lo de antes no había sido tranquilidad, nada que ver, la verdadera paz la sentí cuando supe que él seguía vivo.

 Lo abrecé fuertemente.

 Él tardó unos segundos, aturdido, sin comprender lo que sucedía. Finalmente me rodeó con los brazos. Ángel apareció con las mochilas de ambos, le quitó el arma de las manos al turbado Cris. Nos dio los cuchillos que habíamos encontrado en el callejón. Aferré la empañadura y estaba fría, era como sostener hielo. Quise arrojarla lejos, pero la necesitaba. Sentí como congelaba mis dedos.

 —Nos vamos. Olvídense de todo y de Gemma. Vamos a mi departamento ¡Ahora!

 No iba a olvidarme de Gemma pero Cris necesitaba descansar. Yo también.

 Ya había hecho suficiente y sentía que no podíamos ayudar. Todo era más grande que nosotros. Mi pierna me dolía tanto que no lograba apoyarla en el suelo. Estaba comenzando a dormirse mi pierna buena, sentía un hormigueó en la piel, estaba perdiendo el equilibrio.

 —Vamos a casa, Cris. Vení conmigo.

 Él parpadeó.

 —Mis papás... no sé lo que son ¿Por qué ellos nos hicieron esto? ¿A quién iban a entregarnos?

 —Podés estar conmigo hasta que lo averigües... otro día. Por favor, vení conmigo. No voy a aceptar un no. Si decís que no te arrastro igual. No quiero que...

 Me dejes.

 Pero me detuve, no podía decirle eso, apenas lo conocía. Pero pude haber atravesado muchos años con él y nada nos hubiera acercado más que todo lo que atravesamos ese día.

 Cris entendió. Él abrió la boca para contestar, quería decir algo, la cerró.

 Él asintió y contempló mis ojos.

 —No quieras aprovecharte de mí, María Dubanowski.

 Dios santísimo, estaba boludeando, bromeando ¿Ahora? ¿El chico que tenía al lado era real?

 —Mierda, Cris, resistí.

 Necesitaba descansar. Tenía que alejarlo del manicomio de los satanistas y él regresaría. Volvería a ser el ñoño que se había ganado mi cariño en menos de un día. Solamente teníamos que alejarnos.

 Enfilamos a la puerta de la entrada. Ángel y yo ayudábamos a caminar a Cris, él agarró el otro cuchillo congelado y largo que encontramos en el callejón.

 Cris iba a abrir la puerta, pero se detuvo. Alguien estaba girando el picaporte.

 Ángel con su mano libre amartilló el arma, Cris y yo enarbolamos las dagas extensas y negras. La puerta se abrió y alguien comenzó a empujarla lentamente del otro lado. La madera emitió un chirrido hasta descubrir a la persona.

 Sus ojos verdes me quitaron el aliento. Era Gemma.

 Pude decirle muchas cosas, pude correr a abrazarla. Pude reprocharle y regañarla por no hacerme caso, porque después de todo había llegado hasta ahí para recordarle que tuvo que hacerme caso y ratearse. Pero no pude hacer ninguna de esas cosas. Era una chica de calle, lo único que había tenido toda mi vida eran las palabras, las que nadie escuchaba, pero ahora tampoco me acompañaban.

 Estaba cansada, solamente quería irme de ahí.

 —Gemma, Gemma, vení con nosotros.

 Ella retrocedió y negó con la cabeza. Me miró como si le molestara mi presencia ahí, ni siquiera se preocupó en que estaba hecha mierda, ni me preguntó cómo había llegado.

 Dante apareció a su lado y le dio la mano. Ella enlazó sus dedos con los de él, ambos apostados en la puerta.

 —No puedo —respondió.

 Ángel apuntó a Dante, al secuestrador, al hijo de los locos. Gemma rápidamente le soltó la mano a su compañero y desenfundó un arma oculta en su cintura baja, le quitó el seguro y amenazó a mi hermano. No sabía dónde habían conseguido eso, pero estaba apuntado a mi gemelo para defender al chico que la había amenazado a muerte esa misma mañana. Eso no lo perdonaba.

 —¿Qué estás haciendo, mogólica? —grité—. ¡Aléjate de él!

 —No puedo. No puedo irme con ustedes, no tendría sentido. Ustedes tienen que entender. No podemos matar a Dante. Él puede ayudarnos.

 —¿Qué?

 Retrocedió como si no pudiera contar con nosotros. Como si no fuéramos de fiar.

 —No puedo ir con ustedes.

 —¿Por qué? —cuestionó Cris.

 —Porque estamos en el infierno —respondió ella.

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