28- Gemma.

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 Las aulas quedaban atrás a medida que Dante me arrastraba hacia la calle.

 Continuaba sintiendo el filo de su navaja a punto de perforar mi garganta y eso era lo único que podía sentir, la indiferencia que tenía frente a mí vida me aterraba a tal punto que solo por esa razón sentía mis ojos húmedos, como los ojos que hay en los funerales.

 Él afirmó su agarré dispuesto a no dejarme ir y me susurró que lo sentía, aunque no parecía muy dolido.

 —¡Mórite hijo de puta! —le grité entre sollozos.

 No había nadie en la calle ya que era la mañana y hacía un frío que te daba ganas de mear. Yo no me molestaba en mover los pies, las suelas de mis zapatos proferían un sonido rasposo al ser arrastradas. Sus piernas chocaban con las mías, lo cual hizo que lanzara un grito frustrado y engullera un puñado de lágrimas.

 Un auto transcurría por la avenida, me arrastró hacia ahí y nos aventó a ambos a la puerta izquierda del coche.

 Pude advertir lo que se pretendía cuando estábamos a medio camino.

 —No ¡NO! ¡DANTE!

 El impacto me arrancó el aire de los pulmones y me impulsó al suelo. Sentí que todo mi cuerpo se volvía frágil e imposible de controlar como si estuviera dividido. Me revolví de dolor sobre el gélido cemento. Intenté levantarme y correr lejos pero no podía moverme. Mis huesos se habían vuelto de líquido y el cuerpo sólo lo sentía para experimentar calurosas oleadas de dolor.

 El conductor se bajó del vehículo y se acercó a mí, mascullando maldiciones y rezos.

 Era un hombre con el cabello engominado y vestido de traje. Jadeé, intenté decirle que corriera o me ayudara pero que hiciera algo útil. Por más que lo intenté ninguna palabra salió de mis labios. Nada más que gemidos y una respiración ronca, como la de un perro.

 Dante estaba arrojado en el suelo al lado mío, pero no se revolvía de dolor porque él no había recibido todo el impacto. Estaba fingiendo y en cuando el hombre se inclinó sobre él, saltó como una bala, lo apuntó con la navaja y le pidió las llaves del coche. El hombre se las dio retrocediendo un par de pasos.

—¡Dame la maldita corbata o te rebano el estómago! —amenazó presionando la navaja contra el abdomen.

El hombre se la descolgó, completamente lívido. La corbata roja como la sangre temblaba bajo su pulso. Se humedeció los labios, retrocedió otro par de pasos y terminó por echarse a correr.

 Vaya ayuda.

 Busqué fuerzas, me tragué mis lágrimas y comencé a levantarme del suelo, buscado energía en mis brazos para seguir los pasos de aquel hombre. Sentía que las piernas estaban clavadas al suelo. La piel de mis rodillas se había despellejado y la carne al rojo vivo emanaba una sangre fresca que se mezclaba con el barro y la humedad del suelo.

 Dante me agarró con vigor por los hombros y me puso de pie.

—Perdón, posta perdóname. Lo hiciste muy bien.

 Una furia febril se esparció por todo mi cuerpo; en parte me sentí bien porque hace años que no sentía una sensación tan fuerte como esa y porque la rabia me distraía del dolor de mi cuerpo. Comprimí los dientes y mascullé entre jadeos:

 —Hiciste que me chocaran. Sos un enfermo, animal. Estás loco. Pudiste matarme.

 Era gracioso que dijera «Pudiste matarme» como si ese efecto le importara a alguien, cuando en realidad, ni siquiera me importaba a mí, no demasiado.

 El auto no había ido a una velocidad tan rápida, ni me había embestido de frente, dos razones por las cuales estaba insultándolo y no ascendiendo a las nubes esponjosas del cielo... o en mi caso, descendiendo a las llamas punzantes del infierno.

 Abrió la puerta del auto y me sentó en el mullido sillón del acompañante.

 Quería golpearlo, pero lo más probable era que mi mano quedara suspendida sin fuerzas en medio camino. Él me ató las muñecas con la corbata y luego ciñó apresurado un nudo con el cinturón de seguridad, de modo que estaba pegada al asiento de copiloto sin posibilidades de escapar.

 La cabeza me daba vueltas.

 Sentí náuseas y un cosquilleo en la garganta. Vomité el desayuno cuando Dante se ubicaba detrás del volante.

 Me escudriñó preocupado y con un poco de repugnancia en los ojos. Dio por finalizado su examen médico cuando gemí en el asiento e intenté desatarme. Encendió el auto y arrancó quemando las ruedas contra el asfalto.

 Sabía manejar, me había tomado por rehén el único loco de diecisiete años que sabía manejar.

 Parpadeé procurando descifrar qué estaba sucediendo. La idea del auto me sonaba a secuestro y pensar en un secuestro me traía a la mente una sola repuesta: que te maten o que mis órganos terminen en otro país. Me dije a mí misma que no estaba lista para morir o que mi cuerpo viajara a través del mundo por separado.

 —Dante —lo llamé reafirmando la voz—. Dante, necesito que me dejes ir. Por favor, déjame ir.

 Él me desprendió una mirada fugaz mientras se introducía en calles con el tráfico denso. Tenía ambas manos atenazadas en el volante como si pretendiera partirlo por la mitad. Sus nudillos se tornaron blancos por la tensión y las heridas que tenía cicatrizadas se abrieron rezumando un hilo de sangre.

 —No puedo. Si no tengo un rehén entonces los demonios guardianes van a dejar de simular que son los buenos y van a atacarme —me desprendió una mirada suplicante—. Es solamente por un tiempo hasta que sepa qué hacer. Después te dejo ir, sin lastimarte ni nada. Te lo prometo por... por mi alma.

 Los autos transcurrían a nuestro alrededor ajenos a todo, él avanzaba por la calle tomando avenidas, surcando rutas y perdiéndose lo máximo posible. Iba a una velocidad lo suficientemente rápida como para huir, pero no lo suficiente para llamar la atención de los peatones.

 —Dante, no tiene sentido lo que decís —Me acomodé en el asiento y me tranquilicé para hablarle—. Yo no soy una santa, pero créeme que no estoy en el infierno. Lo sabríamos, se supone que el infierno tiene llamas y demonios con cola puntiaguda ¿Ves algo como eso por acá? —pregunté con un tono de voz sin inflexión, neutral.

 Divisé un puesto de diarios.

 Un hombre barría con desgana las baldosas irregulares, grises y cubiertas de polvo, que rodeaban su pequeño puesto. Era avejentado y tenía una pequeña gorra sobre la cabeza. Los transeúntes marchaban a su alrededor sin reparar en él, como si no existiera, incluso algunos caminaban sobre el polvillo que él intentaba barrer de la vía.

 —¿Él es un demonio? Mirá, a mí no me lo parece.

 —No, él es un condenado, nada más, un alma que torturan —respondió nervioso agitando la cabeza.

 Detuvo el automóvil en un semáforo y me desprendió una mirada recelosa, sus músculos se tensaron amenazándome.

 Había dirigido furtivamente una mano hacia el botón de la ventanilla.

 Estaba pensando en abrir la puerta y gritar por ayuda, pero me contuve. Su mirada incisiva me congeló por dentro, hizo que deseara morir en aquel momento y pensé que si verdaderamente estuviéramos en el infierno un demonio tendría esos ojos.

 Eran negros como el café, casi sin iris, se veían duros y resplandecientes como la obsidiana. Aquellos ojos mantenían una firmeza demente, fiera, dispuesta a todo. Me resultó extraño porque éramos polos opuestos, mis ojos no estaban dispuestos a nada, eran planos y sin profundidad.

 Mi mano se congeló a medio camino.

 El semáforo, que se suspendía sobre el techo del auto, cambió de color y arrancó sin desprenderme su mirada oscura como la boca de un lobo dispuesta a engullirme.

 Después de aquello no tenía ganas de volver a hablar.

 Hundí mis hombros y esperé que cumpliera sus promesas con el mismo fervor que mantenía su locura. «Es solamente por un tiempo hasta que sepa qué hacer. Después te dejo ir, sin lastimarte ni nada. Te lo prometo por... por mi alma»

 Recordé sus palabras en el fondo de mi mente y rogué que fueran verdaderas. No estaba segura a quién rogaba, al destino, a mí misma o a Dios. No lo sabía, pero continúe suplicando para mis adentros que los delirios de Dante no creyeran que yo era un peligro.

 Al cabo de una hora de dar vueltas detuvo el auto, relajó sus músculos sin dejar de comprimir el volante y hundió su rostro entre los brazos. Apoyó su cabeza en el centro del volante y suspiró pensando aparentemente algo.

 —Necesito que me hagas un favor —dijo al cabo de un momento sin desviar la mirada de la punta de sus pies. 

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