45- María

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 Cualquier persona normal hubiera puesto un cartel que dijera «Museo de Ciencias naturales» pero para ellos no parecía suficiente. Toda la arquitectura del lugar estaba decorada con naturaleza y demostraba que no se trataba de un museo de la escarapela o de la historia de armas.

 Los pilares eran altos y blancos, antes de cruzar la puerta pude ver que había dos lechuzas pétreas suspendiéndose encima. Te lo resumo en unas palabras: buena arquitectura. A mí me pareció una exageración, pero a Cris le gustó.

 Me dijo que si hubiese estado más alegre le hubiera sacado fotos, pero igual lo asustado que estaba no le impidió señalarme un montón de cosas.

Se cara de embobado expresaba bastante bien que le gustaba. Me sentí más relajada cuando él se distrajo un poco. Ángel marchaba adelante con una computadora en la mano conectada a cables y otras máquinas que escondía en la mochila que cargaba. Él estaba revisando si encontraba algún plano. No se me ocurría para qué necesitaba un plano, pero era el cerebro del grupo así que lo dejé hacer sus pelotudeces.

Tuvimos que pagar una entrada, por tuvimos me refiero a que Cris lo hizo. La gente nos miraba raro, estábamos casi muertos, con la ropa sucia, sudada y llena de polvo o tierra. Habíamos tratado de ponernos un poco presentables, como sacarnos la sangre y ponernos curitas en los raspones, y aunque lo habíamos hecho, el que tenía un aspecto inmejorable era Cris.

Para empezar su frente estaba mal cocida, hinchada y roja, su cara estaba cubierta de raspones y quemada y su mano estaba quebrada. Y yo cojeaba un poco porque la pierna todavía me dolía.

Me sentía rara al robarle el pase de salida del infierno a la amiga que esa mañana había tratado de salvar, pero bueno, las cosas cambian ¿O no? Además, todavía no me tragaba esa bola de que estábamos en el infierno porque no había visto nada sobrenatural que me hiciera pensar eso. Me había cruzado con gente bastante del orto, pero el mundo estaba lleno de humanos que no se comportaban como humanos.

El lugar por dentro tenía muchas exposiciones aburridísimas como rocas, peces, huesos y cavernícolas peludos, todo lo que podés ver en La Salada, el barrio chino o un callejón de forma gratuita, pero la gente prefería pagar porque a veces tienen pedos en la cabeza.

Buscamos a Lambi pero no lo encontramos, no sabíamos qué puesto tenía en el museo pero tratándose de Dante no me imaginaba nada importante. Así que caminamos en círculo, fingiendo estar interesados por las exposiciones, subimos escaleras, las bajamos, dimos vueltas por esquinas y pasillos, pero nada. Alrededor del museo estaba el Parque Centenario: un lugar donde la gente gorda iba a correr.

Estábamos en la sala de fósiles, con un grupo de turistas y argentinos que se creían intelectuales, apiñados, oyendo a un hombre especializado en el tema. Detrás nuestro había un arenero con nenes que jugaban a encontrar huesos, como si de verdad fuera así de fácil.

Ángel estaba escuchando la explicación del guía, al igual que Cris, ambos tenían lentes de sol sobre los ojos para ocultar moretones, ojeras o nerviosismo, pero Cris lo único que ocultaba, además de heridas, era entusiasmo; tal vez ya había perdido la cabeza.

No importaba, me gustaba más con unos tornillos fuera.

Noté que yo no participaba en la conversación, era la marginal del grupo de turistas, o la idiota, según ellos. Me ubiqué debajo del brazo de Cris, como hacían las parejas, él me miró alarmado y nervioso, preguntándome qué hacía, iba a irme, pero se arrepintió y me abrazó un poquito, apretándome contra su cadera, de tantos lugares del cuerpo eligió la cadera... a ese chico le faltaba calle.

—... pero luego de ese descubrimiento el diplodocus —El guía señaló el esqueleto de un dinosaurio con el cuello largo— dejó de ser el dinosaurio más grande de la historia conocido.

—Tenía el cuello muy largo —opinó una mujer con acento inglés—. ¿No era un impedimento?

Ángel se volteó hacia ella y se bajó los lentes de sol para mirarla bien.

—Bueno, señora, ya saben que se dice de los cuellos largos —Le guiñó un ojo.

Ella no entendió la broma guaranga, parpadeó consternada y el guía le respondió que no había ningún impedimento en tener un cuello tan largo, luego los animó a apreciar más de cerca los huesos esos y el grupo se dispersó. Fue entonces cuando Cris se adelantó un paso y encaró al guía.

El hombre tenía unos cuarenta años, el cabello cano cortado hasta las orejas, un poco de barba y la piel tostada y morena. Estaba vestido de pantalón elegante, camisa blanca y moño, como si fuera un vendedor de biblias hebreo.

—Excelente exposición —lo encomió Cris siendo demasiado generoso—. De verdad fui transportado al pasado —Miró al fósil y luego a mí con una sonrisa, para fijar su vista nuevamente en el señor—. Lo felicito.

—Gracias.

Le extendió su mano libre, aun con su brazo derecho sobre mis hombros.

—Soy Cristiano, un placer.

—El placer es mío —respondió el hombre, estrechándole la mano.

Silencio. Necesitábamos su nombre, podría ser Lambi como no.

—Ella es María y él Ángel —agregó Cris y alzó las cejas esperando la respuesta del guía.

—Un placer —Nos sonrió con una leve inclinación de cabeza.

Cris se humedeció los labios, pensando otra manera amable de obtener el nombre del trabajador.

—¿Con quién tengo el placer? —preguntó inclinando ligeramente la cabeza hacia el costado.

El hombre sonrió y fingió una breve y torpe reverencia:

—Con un humilde servidor que sabe de antropología.

—¿Y tú nombre, flaco? —presionó Ángel, yendo al grano.

El guía se vio intimidado por el tono de Ángel, el que soltaba cuando estaba impaciente.

—Este... Roberto.

Ese no era el Lambi que buscábamos. Los tres suspiramos, era la cuarta vez que nos equivocábamos de persona; queríamos ser discretos, pero eso no estaba funcionando. Me alejé de Cris y me acerqué a Roberto.

—¿Te puedo hacer una pregunta más? —Sonreí amablemente—. Es que, por ahí te suene raro, pero yo tengo un amigo que trabajaba acá y planeé sorprenderlo, pero no lo encuentro.

—Ah —Roberto abrió los ojos con interés, aparentemente relajado de saber lo que queríamos—. ¿Cómo se llama?

—Le dicen Lambi, pero se llama Lamberto.

—¡Ah, Lamberto! —el hombre se inclinó atrás como si mi sorpresa le hubiera dado un golpe.

Ganas no me faltaban, el suspenso que hacía me mataba. Apreté los puños para no darle un sopapo por burlarse de nosotros, pero desde el incidente con los señores Weinmann no me parecía buena idea maltratar a los otros físicamente, no, aunque la merecieran.

—Lamberto —repitió colocando las manos en la cadera y sacudiendo la cabeza—. Ese Lambi.

—¿Y? —preguntó Ángel alzando las cejas— ¿Trabaja acá?

—Por favor —trató de ser cortés Cris.

—No, bah, sí.

—¿Pero? —dije.

—O sea sí, trabaja acá, pero nah —Se rascó la barba.

—¿Nos podés decir que significa nah? —pregunté dando un paso al frente para encararlo, mi paciencia se había acabado, pero Cris me detuvo con su brazo.

—Por favor —repitió Cris, aclarándose la garganta.

—O sea, trabaja acá, acá, hablando de que trabaja en el museo, pero es guardia. Nocturno. No lo vas a poder pescar trabajando, él cuida todo de noche con Francisco, pero creo que ahora trabaja solo porque Francisco tuvo una hija el otro día y está en licencia por paternidad. Yo le dije a Fran que se cuidara con esas cosas, pero él ¿Sabes lo que él me respondió? Me dijo...

—¡Muchas gracias! —Ángel improvisó una reverencia y se dio la media vuelta conmigo.

Tuve que llevarme a Cris porque él estaba preguntándole, muy incómodo, qué le había dicho Francisco con cara de querer irse, ese chico necesitaba ser menos vergonzoso y educado, si quería cortar una conversación que lo hiciera sin lastima. No es que estuviera mal tener clase; es más, siempre quise tenerla porque a las personas corteses les va mejor, pero ya no tenía sentido aprender modales si me iba a ir de ese mundo esa misma noche.

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