( and all i gave you is gone, stumbled like it was stone )

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extra i.
the ruins of a dynasty










Una vez, cuatro chicos y una chica habían prometido que nada, ni siquiera la guerra, podría separarlos.

Cinco jóvenes que se aferraban los unos a los otros, que habían pasado los mejores años de su vida juntos y que no pensaban dejar todo lo que habían construido atrás.

Habían sido los siete años más felices que Sirius Black había vivido. A pesar de tener que soportar a su madre, sus castigos y amenazas durante ellos, a pesar de tener que cargar con el apellido Black y lo que ello conllevaba, había encontrado la felicidad.

La había encontrado a James, el rayo de luz que atravesó la oscuridad que lo rodeaba. Aquel niño de pelo alborotado y gafas siempre torcidas, brillantes ojos avellana que nunca perdían la chispa que había en ellos, que se había convertido en el joven de cabello igualmente alborotado y que no dudaría ni un segundo en dar la vida por cualquiera de sus amigos o familia.

La había encontrado en Remus, el tímido niño cubierto de cicatrices, siempre mirando al suelo, siempre preocupado por el rechazo, que había crecido para convertirse en el más serio y responsable de ellos, más confiado de él mismo. Aquel por el que Sirius alguna vez había llegado a dudar. Aquel al que le había hecho mucho más daño del que hubiera querido nunca.

La había encontrado en Peter, el torpe chiquillo al que Sirius no hubiera mirado dos veces jamás, de no haber sido porque James insistió. Había llegado a conocer lo mejor de aquel pequeño, había llegado a apreciar cada parte de él, había llegado a protegerlo de las burlas de otros, había llegado a confiar en él más que en muchos otros.

La había encontrado en Aura, la que siempre le entendió mejor, con la que discutía por tonterías y con la que se reconciliaba en apenas minutos. Sa chérie, la única chica a la que había llegado a amar. A la que le había hecho tantas promesas que habían terminado rotas pedazos.

Toda la felicidad que había hallado en ellos había sido destruida con la guerra. Desconfiando de sus verdaderos amigos, confiando en quien no debía.

Él había sido el culpable de la caída de los Merodeadores. Él y solo él. Irónico que hubiera destruido todo lo que más había querido con tanta facilidad.

Todo lo que te di se fue, cayó como si fuera piedra.

Él creyó que nada los separaría. Que su promesa se cumpliría. Sirius fue un iluso.

Y cuando trató de arreglar su error, impetuoso como siempre, terminó condenándose a sí mismo.

No es que no lo mereciera, claro. Él era el culpable de todo lo sucedido. Él había matado a las personas que más se habían preocupado por él, a las que más había amado.

Aura.

James.

Ariadne.

Se habían ido. Para siempre. Y todo por él. No había razón alguna para abandonar la prisión en la que le encerraron, a excepción de los tres pequeños que habían quedado huérfanos gracias a él.

¿Cómo iba siquiera a pensar en ir a por ellos, sabiendo a lo que los había condenado? Él había matado a los que más había amado. No se arriesgaría a que aquello se repitiera.

Aceptó su condena. ¿Qué más daba si él no había vendido realmente a Aura, James y Ariadne? Era como si lo hubiera hecho.

Se hubiera quedado en Azkaban hasta su muerte de no haber reconocido a aquel traidor de Peter en la portada de El Profeta. Tan pronto como lo vio y leyó que iría a Hogwarts la impetuosidad que hacía tantos años que no sentía regresó a él, acompañado por la furia y la sed de venganza.

Aquel bastardo no se acercaría a sus hijas y a su ahijado. Sirius lo tenía claro. Por encima de su cadáver permitiría que esa rata asquerosa le pusiera la mano encima a sus niños.

Puede que su plan no hubiera sido el mejor, pero había sido efectivo y eso le bastaba. Tal vez, si Sirius no hubiera cometido un error, hubiera podido matar directamente a Peter, sin meterse en tantos problemas.

Pero no había podido evitar ir a visitar las tumbas de aquellos a los que había condenado. Después de tantos años pidiendo perdón desde su celda, necesitaba hacerlo donde otros iban a recordarles, a dejarles flores, a llorarles.

Se dijo que sería fuerte. Que no se derrumbaría. Que apenas estaría allí unos minutos.

No pudo cumplirlo.

Se estaba arriesgando. Cualquiera hubiera podido aparecer en ese preciso momento y atacarle. Arrestarle. Llevarlo de vuelta a Azkaban. O, peor, llevarlo a los dementores para que recibiera el Beso.

La parte racional de Sirius le gritaba que se fuera. Pero la culpabilidad la enmudecía.

Tuvo suerte de que fuera Jason y no otro el que lo encontrara allí.

Jason, al que Aura consideraba un hermano. En quien ella confiaba más que en nadie. Un poco como Sirius y James.

Jason hubiera podido atacarle. Hubiera podido matarle. Él había perdido casi todo en la guerra. Sus padres, su hermano, su cuñada, sus sobrinos, sus amigos. Aura.

Si Jason hubiera creído las mentiras y lo hubiera matado allí mismo para vengar a Aura, Sirius lo hubiera entendido.

Pero no lo hizo. Le dijo que quería escuchar su versión. Que le contara su verdad. Y Sirius lo hizo.

Le alegro ver que no era el único que lloraba en aquel cementerio.

Jason le permitió dejar unas flores en las tumbas. Él mismo se las proporcionó. Luego, le llevó a la antigua casa de sus padres, que no usaba en ese momento, y Sirius comió una buena comida por primera vez en más de una década.

Luego, le hizo una petición que Jason consideró ridícula. Probablemente lo fuera, pero Sirius no deseaba darle vueltas al tema: le hizo jurar que no diría nada a nadie de que era inocente. No hasta que matara a Peter.

—Azkaban te ha hecho perder la cabeza —fue lo primero que le dijo Jason.

Sirius insistió hasta convencerlo. A Bones no le quedó más remedio que aceptar para conseguir que se callara.

—Ni Azkaban consigue que dejes de ser un incordio, Black —gruñó Jason, aunque con una sonrisa, o algo similar, formándose en el rostro—. Que te jodan, pero vale. Haz lo que quieras. Juro solemnemente que no diré nada.

La melancolía llenó a Black, que asintió lentamente.

—Gracias.

—No es que me quede otra cosa que hacer —objetó Jason, volviendo a tomar asiento. Se había levantado para dar mayor impacto a su indignación—. Son tus hijas, después de todo.

—No creo que pueda llamarlas hijas después de todo —observó Black, disimulando mal su amargura. Jason le dirigió una mirada cargada de lástima y Sirius quiso golpearle la cara—. No vuelvas a mirarme así, Bones, o te partiré la nariz. De nuevo.

—Tal vez me dejes como el viejo Dumbledore —bromeó Jason, en tono tan amargo como el suyo. Soltó un suspiro—. ¿Sabes? Creo que este momento es demasiado deprimente para tratar de mejorarlo con bromas, Black.

—Por desgracia, tengo que darte la razón.

Jason le dirigió una mirada de soslayo.

—¿Te apetece beber algo?

—Pensaba que nunca lo dirías.

La noche la dedicaron a beber para olvidar y la mañana a, ignorando los efectos que el alcohol había tenido en ellos, estudiar cómo atrapar a la rata.

A Jason no le convencía ninguno de los planes de Sirius, pero cuando éste dijo que pensaba colarse en Hogwarts, respondió con un decidido Ni de coña. Sirius ya se temía que no llegarían a ningún lado de ese modo desde antes de empezar a hablarlo siquiera.

De modo que, como ya había previsto, terminaron con otra discusión y, tras gritarse durante unos minutos —u horas—, Jason terminó accediendo, aunque a regañadientes, a que Sirius se encargara de Pettigrew como él consideraba, mientras él, desde su puesto en el Ministerio, trataría de dar falsas pistas.

—¿Sabes que, si te atrapan, tendré que sacarte y me obligarás a convertirme en fugitivo? —preguntó Jason, con sorna—. Intenta no ponernos en esa situación, Black. Tengo cinco niños a los que alimentar y dos adultos tan inestables como yo de los que ocuparme.

—Ah, sí. ¿Cómo les va a Mary y Remus?

Jason tardó unos segundos en responder.

—Van mejorando, eso seguro.

—Me alegra saberlo. Parece que me he quedado atrás en eso —bromeó Sirius, en tono amargo.

—Creo que tienes una buena excusa para ello —replicó Jason, dándole una palmada en la espalda.

—La paternidad sorpresa de cinco niños por doce años tampoco se queda atrás —replicó Sirius, lanzándole una mirada.

Jason sonrió para sí mismo. Se le veía más cansado que al propio Sirius.

—Dirijo un hogar de infancia, sin duda —respondió, levantando la cabeza—. Y apuesto a que los cinco mocosos estarán preguntándose cómo estoy. —Tras dudar unos segundos, preguntó—: ¿Quieres ir a verles?

Sirius abrió la boca para protestar, pero Jason fue más rápido.

—Como perro —especificó—. Y sin que yo diga nada, si tan empeñado estás en eso... Aunque sigo creyendo que...

—¿Alguna vez me ha importado tu opinión, Bones? —cortó Sirius, en tono más brusco del que hubiera querido.

Jason arqueó las cejas.

—Muy bien, como veas.


























La casa de James y Ariadne en Godric's Hollow era el lugar más cálido y acogedor que Sirius conocía, por detrás de su propia casa.

Ver a los tres niños jugando en la alfombra, mientras los cuatro adultos disfrutaban de un poco de whisky de fuego no era lo más divertido que hacer un viernes por la noche, pero tampoco era el peor plan de todos.

Últimamente, se conformaban con poco, y aquella tranquilidad —no por parte de los niños, que hacían el mismo ruido que siempre— resultaba un gran alivio.

Hacía solo dos días que el encantamiento Fidelio se había realizado y Sirius sentía que respiraba tranquilo por primera vez en mucho tiempo.

Aura, recostada contra él, parecía a punto de quedarse dormida. Sirius le acariciaba suavemente el pelo, lo que siempre le tranquilizaba y le ayudaba a dormir. Lo había aprendido para hacer frente a sus pesadillas.

James tenía la cabeza apoyada en el hombro de Ariadne y ambos sonreían, con la vista fija en Harry, que señalaba a su derecha, donde no había nada. Tenían los dedos entrelazados y James jugueteaba con los de su esposa, a la que parecía molestarle más bien poco.

—Está claro que no podríamos haber combinado mejores genes —le susurró James a Ariadne—. Míralo, algún día será todo un rompecorazones.

La rubia teñida se echó a reír al escuchar aquello.

—Me conformo con que sea buen jugador de quidditch —comentó, revolviéndole el pelo a James. Ariadne y Sirius tenían algo en común y era que les encantaba jugar con el pelo de su Potter—. Lo que, sin duda será. Solo hay que verlo con su escoba.

—¿Qué crees que será? —preguntó James, apoyando la barbilla en su hombro. Tenía las gafas torcidas, pero no parecía notarlo—. ¿Cazador, como yo? ¿O buscador, como su hermosa madre?

—Los dos sabemos que será parecido a mí —respondió Ariadne.

—¿Cómo sabemos eso? —protestó James.

—Simplemente, lo sabemos —replicó ella, sonriendo—. Aunque puede que termine llevando gafas como tú. ¿Crees que será alto, como tú, o como yo?

—Sé que será genial —decidió James, tras pensarlo un segundo—. Alto o bajo, miope o no. Es nuestro por algo, ¿no?

Ella rio y lo besó suavemente, aunque pronto James la atrajo hacia él.

—¡Eh, hay niños aquí! —protestó Sirius, ganándose un cojín en la cara, cortesía de Ariadne—. ¿Por qué solo eres amable con Cornamenta y no conmigo?

—Porque me casé con él y no contigo por un motivo —respondió Ariadne, guiñándole el ojo—. Siempre me gustaron más con ojos avellana y sonrisa adorable.

Aww —dijo James, fingiendo haberse emocionado—. Nunca me habías dicho nada tan bonito.

Ariadne, con expresión pícara, le susurró algo al oído. Un sorprendido Sirius vio a su mejor amigo enrojecer levemente y apartarse de inmediato.

—¡Ari, hay niños!

—Oh, venga ya, no se han enterado —respondió ella, quitándole importancia.

Sirius rio para sí y miró a Aura, que se había quedado dormida abrazada a él. Sirius depositó un beso en su coronilla y deseó que todo se quedara así para siempre.

























Habían sido meses horribles. Sirius estaba centrado en una única idea: atrapar a Peter y poder recuperar la vida que había tenido antes, o algo cercano a ello. Por lo menos, limpiar su nombre.

Había podido ver a sus hijas y ahijado en varias ocasiones (en dos de ellas, Vega había acabado bastante mal parada, por lo que había escuchado), se había reencontrado con un viejo amigo (sí, se refería al gato de Ariadne, tan pelirrojo como la que fue su dueña) y había fallado en matar a Peter más de una vez.

Resultaba frustrante. Tanto, que Sirius había dejado de contactar con Jason. Quería acabar aquello solo, como había empezado en aquel callejón. Aunque en aquel momento, sus hijas estaban con él.

A Sirius aún le costaba creer cómo habían crecido las dos. A pesar de haber visto alguna que otra foto que le permitieron recibir en Azkaban, no era lo mismo que verlo en persona.

Vega tenía su físico, pero la misma expresión aguda e inquisitiva de su madre, un modo de hablar similar y la misma postura cuando hablaba con otra persona. Mientras que Altair, con el rostro inocente de Aura, era tan diablillo como James y Sirius habían sido en sus años en Hogwarts.

Ver a las dos personas que más había amado en sus hijas le hacía feliz y entristecía a un mismo tiempo. La primera vez que había visto a Harry y Vega juntos, la sensación de déjà vu le había dejado golpeado con fuerza.

Pensé que habíamos construido una dinastía para siempre que nadie podría romper.

Los quería a los tres de vuelta. Los doce años perdidos le pesaban y, ahora que era libre, se daba cuenta de que Azkaban sí le había quitado algo el tiempo que estuvo encerrado: el deseo de luchar por ellos.

Se había abandonado en la culpa y había creído que ellos estarían mejor sin él. Puede que sí, pero Sirius era egoísta: no quería no tener a sus hijas ni a Harry. Echaba de menos cuando, antes de todo, James y él hablaban de cómo criarían a los tres niños juntos.

Iba a darles la opción de elegir, una vez todo se hubiera alegrado. No esperaba que quisieran abandonar a Jason, pero sabía que su negativa dolería, por mucho que se preparase para escucharla.

Sirius pensaba en ello más a menudo de lo que se gustaría. Molesto, sacudió la cabeza canina —estaba harto de permanecer en su forma animaga, pero era lo más seguro—, al tiempo que veía a Aslan echar a correr súbitamente.

Extrañado, Sirius trató de ver a dónde se dirigía el gato loco.

En la lejanía, distinguió cinco figuras, dos de ellas conocidas. Y, en manos de un pelirrojo que no podía ser otro que uno de los sobrinos de Ariadne, estaba su objetivo: la asquerosa rata que ahora era Peter Pettigrew.

Sirius gruñó por lo bajo. ¿Valía la pena arriesgarse?

Sus propias patas echando a correr le dieron la respuesta: sí.


























—Te noto tenso, Canuto.

Sirius levantó la mirada. Ariadne se había sentado en el reposabrazos del sillón que ocupaba, con un botellín de cerveza muggle en cada mano y su característica mirada inquisitiva. Sus ojos azules, aquel día muy claros, parecían traspasarle. Sirius le dirigió una sonrisa.

—¿Esa es para mí?

—Pensé que te iría bien —asintió Ariadne, tendiéndole la botella. Sirius la aceptó y dio un trago. La cerveza muggle no era su preferida, pero Ariadne siempre la mejoraba con su receta secreta—. ¿Te preocupa algo?

—¿Y a ti no? —replicó Sirius—. No es que esta sea la situación más relajada en la que podríamos estar.

—Ya, eso sí —admitió Ariadne—. Pero no hay nada que podamos hacer, ¿no crees? Si voy a estar aquí encerrada varios meses, es mejor que no le baje más la moral a James. No está pasando por su mejor momento. Ninguno de nosotros, en realidad.

Cuatro días desde que realizaron el encantamiento Fidelio y Sirius ya estaba nervioso. Al principio, había sido todo muy tranquilo, pero ahora... Ahora, desconfiaba. ¿Realmente resultaría aquello seguro?

Volvió la mirada a James y Aura, que jugaban con los niños en la alfombra. Con la varita, James hacía aparecer humo de colores que hacía reír con fuerza a Harry y Altair mientras trataban de atraparlo y que Vega mirase boquiabierta aquello.

Su hija mayor se dio cuenta de que la miraba y le saludó agitando la mano fuertemente, sonriendo de oreja a oreja. Sirius, sonriendo también, imitó su gesto, con algo menos de efusividad.

La amplia sonrisa de Vega no desapareció, mientras se giraba para decirle algo a su madre, sentada junto a ella. Sirius las observó por un segundo a las dos, viendo cómo Aura sonreía y le daba un beso a Vega. Cómo la sonrisa de Vega aumentaba.

Y, al ver a su hija mayor de perfil, se percató de algo que antes no había notado.

—Nunca me había dado cuenta —comentó en un susurro—. Vega se parece a Regulus.

Ariadne frunció el ceño.

—¿Regulus...? —murmuró, casi para sí.

Sirius asintió.

—Ya sabes, mi hermano pequeño —aclaró Sirius, encogiéndose de hombros—. Slytherin, un año menor... Puede que lo vieras por los pasillos o algo, en Hogwarts.

—Sí, algo así recuerdo... —respondió Ariadne, visiblemente confusa.

Sirius la observó un momento, desconcertado.

—Ahora eres tú la que parece que le preocupa algo.

Ariadne esbozó un amago de sonrisa y, poniéndose en pie, dejó su botella en la mesita cercana.

—Creo que voy a acostarme, Harry nos ha dado hoy la noche y estoy bastante agotada —admitió, lanzando una mirada a James, que estaba lanzando a Harry hacia arriba, para luego cogerlo al caer. El pequeño reía sin parar, al igual que el padre—. ¿Venís mañana?

—Aura vendrá, yo tengo misión con la Orden —le recordó Sirius. Lo habían hablado anteriormente—. ¿Seguro que no te pasa nada?

Sirius tenía que asegurarse de ello o James le golpearía por haberla dejado marcharse sin saber a ciencia cierta que solo estaba cansada.

—Estoy genial, Canuto, no te preocupes —rio Ariadne. Puede que sonara un poco forzado—. Nos vemos.

James no tardó en ir hacia él, con su hijo en brazos, al ver que ella se había marchado. Él siempre se daba cuenta si algo le pasaba a Ariadne.

—¿Ari se ha ido a la cama? —preguntó, frunciendo el ceño.

El niño en sus brazos miró hacia arriba y luego a Sirius, con los mismos ojos que su madre. El parecido a veces sorprendía a Sirius. ¿Cómo sería unos años después, cuando madre e hijo le mirasen de la misma manera al mismo tiempo? Sería como si leyesen su alma.

—Dijo que estaba cansada —explicó Sirius—. Aunque parecía preocupada por algo.

—Creo que deberíamos ir ya, Sirius —opinó Aura, acercándose con Altair en brazos—. Las niñas están cansadas, Harry también. Será mejor que dejemos a James y Ari solos un poco, ¿no crees? Llevamos todo el día aquí.

James sonrió y dejó un beso en la mejilla de su hermana, con tanto cariño como siempre. Sirius recordaba que, en sus primeros años en Hogwarts, no comprendía cómo podían tener aquella relación de hermanos.

—¿Vendrás mañana? —le preguntó a Aura, sabiendo que Sirius tenía misión.

—Claro —asintió ella, sonriendo—. Podríamos organizar algo para Halloween, estaría bien.

—Seguro que Ari ya tiene ideas para platos —rio James—. Mañana pensaremos algo.

Sirius sonrió, sin saber la verdad.

¿Quién les hubiera dicho que esa sería la última vez que los tres estarían juntos y felices?


























Aquellos fueron los mejores años. Todo hubiera sido más fácil si hubieran permanecido así por siempre.

Pero el destino era cruel, siempre lo había sido, y no planeaba hacer excepciones, por desgracia.

Años después, Sirius aún se lamentaba por no haber hecho las cosas de otra manera. Aún dolía, la herida aún no cerraba.

Pero aquellos tres niños que se había visto obligado a abandonar años atrás no iban a permitir que volviera a pagar por las acciones de otro y estaban decididos a ayudarle.

Vega Black, Altair Black y Harry Potter. Los niños a los que Sirius siempre había deseado ver crecer, a los que siempre había querido cuidar. Ellos le salvaron, le ayudaron a volar lejos.

Era un adiós, de nuevo. Pero no un adiós definitivo. Era un hasta luego. Y ellos cuatro lo sabían.

Volverían a encontrarse.

Con esa promesa, Sirius Black abandonó Hogwarts a lomos de un hipogrifo. Aún no reconciliado, pero sí más en paz con aquellos fantasmas del pasado que lo atormentaban.

Su dinastía había caído, como todas las demás. Pero la nueva generación podría volver a levantarla.

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