CAPÍTULO 41: SUPERCUT

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Los recuerdos vienen a mí como si fueran pequeños pedazos de una película que se perdió en el tiempo..., hasta que aquella llamada demoledora tuvo lugar; de tan solo pensarla, mi interior se llena de escalofríos. Pero todavía no es momento llorar, mejor voy en orden y les cuento de qué se tratan los cortometrajes.


Conocimos al hijo de Jade dos semanas después de su nacimiento, que fue cuando regresamos de nuestro viaje. Habíamos ahorrado mucho para poder tener una luna de miel atrasada en varias ciudades sudamericanas que siempre habíamos querido visitar. Peter sacó cientos de fotografías y yo me dediqué a apuntar toda la información nueva en mi libreta. Cuando retornamos a conocer al pequeño Daniel, yo ya iba en el sexto mes de embarazo. Sí..., los mejores amigos sólo se llevan tres meses de diferencia. Un sábado, la pelirroja nos invitó a su casa a almorzar y después nos enseñó a Daniel dormido en su cuna como una pequeña criatura tierna con el cabello naranja. Recuerdo que mi corazón vibró de calor al pensar que pronto yo tendría una bebé igual de pequeña entre mis brazos; incluso mi emoción te puso alegre, Cassandra, lo pude sentir de inmediato, llevando los dedos hacia mi vientre. Esa visita me hizo muy feliz, disipando todos los malestares que me había dado el embarazo. De camino a casa sólo pude pensar en cuánto ansiaba que naciera mi hija para conocerla.

El último trimestre fue el peor. Los primeros meses habían resultado lindos a pesar de los antojos y los mareos porque estábamos encantados con la idea de ser padres. Después fue la preparación del viaje y la travesía en sí, por lo que se aligeró la situación. Sin embargo, al final mi tolerancia desapareció, no me soportaba ni siquiera a mí, le gritaba a Peter por cualquier cosa y me sacaba de quicio que parte de mi movilidad se viera interrumpida.

Por otra parte, fue en ese trimestre donde tomé mi licencia de maternidad, así que tuve seis meses de pausa en la editorial para estar con Cassandra. Los primeros tres meses ocurrieron antes de que naciera y, los otros tres, después. Por ley, su papá sólo pudo tomar dos semanas libres, así que las eligió luego del nacimiento...; ya sé, dos semanas, yo también enloquecí cuando vi eso en la página del Gobierno.

En fin, aunque me encontraba en un descanso de la editorial, intenté seguir escribiendo mis novelas; ya iba por la cuarta entrega de Batalla de Dioses, lo que me tenía entusiasmada porque me hallaba en la mitad de la historia que había estado horneándose en mi cabeza desde hace años. No pude avanzar mucho porque entre las citas médicas, asegurarme de alimentarme y dormir bien, y la clases de yoga que había decidido tomar para intentar calmar mi ansiedad de este último trimestre, no me daba tiempo. Pero también hubo partes buenas, como cuando Peter y yo nos sentábamos en el sillón y comenzábamos a hablar con Cassie: ella se movía, haciéndonos entender que estaba escuchando; mi voz y la de su padre la tranquilizaban. Siempre chillé en las conversaciones porque me sobrepasaba todo el amor sentido, era asfixiante y lo más cerca que he estado de la eternidad.

Finalmente, cuando el sábado, 26 de octubre del 2019 llegó, todo se puso en paz. Envolvieron a mi bebé en una cobija blanca después de limpiarla, Peter la cargó y empezó a llorar.

—Hola, mi amor —sollozaba—. Hola, Cassie. Yo soy tu papá. Eres perfecta, Cassandra. Te amo mucho.

Mientras más lágrimas derramaba, los chillidos de nuestra hija se iban calmando. Después de darle la bienvenida, la puso en mis brazos. Cuando sus ojos verdes y grandes me observaron, mi mundo se paralizó, llevándome a otra sintonía. Comencé a lloriquear sin remedio mientras sus manitas jugaban con mi dedo y le besaba la carita, agradeciendo haber apreciado la vida lo suficiente para llegar a conocerla.

En las primeras dos semanas de su vida nos cansó hasta el extremo, pero el estar junto a ellos, sin interrupciones, valió toda la pena del mundo. Digamos que la sensación de ser sus padres calmaba la frustración que nos provocaba cuando la arrullábamos a altas horas de la noche y no conseguía dormirse, o el dolor que me provocaron las primeras veces que la amamanté. Sin embargo, la experiencia de las dos lo mejoró todo, haciendo que amara el vínculo que había entre nosotras cuando le daba de comer.

Cuando Peter regresó a trabajar, pensé que sería más difícil; sin embargo, no fue un completo desastre. Toda mi mañana estaba dedicada a ella y, cuando mi esposo regresaba, él tomaba mi puesto; ese tiempo yo lo usaba para descansar, adelantar mis pendientes o relajarme.

Por otra parte, como imaginarán, los primeros en visitarnos, y traerle la mitad de la juguetería, fueron Edwin y Doretta. Ellos se autoproclamaron sus padrinos a pesar de que jamás la bautizaríamos y se enamoraron de ella al igual que nosotros. Mis hermanas, su tío Harry y su abuela Stella siguieron después. A Jane le fascinaba cargarla y Jennifer le cantaba a menudo. Sin embargo, la que se obsesionó por completo fue Sabrina. Cada vez que llegaba al departamento, corría a la recámara para subirse a un banco y ver a su prima en la cuna; Lorraine la regañaba constantemente por hacer tanto ruido. Luego fueron Evelyn y Dylan, que decidieron competir con Doretta y Edwin para ver quién consentía más a la bebé.

—Ustedes ya tienen a Daniel como su ahijado —se quejó mi mejor amiga—, déjenos a Cassie para nosotros.

No obstante, la competencia nunca se detuvo.

Daniel y Cassandra se conocieron cuando ella tenía seis meses. Al igual que los demás, Jade se emocionó mucho cuando la vio por primera vez.

Al final fue turno del bisabuelo y la bisabuela, llevamos a Cassie a Bérgamo hasta que tuvo un año por precaución; lamentablemente, la abuela de Peter, Paulina, falleció unos meses después. En cuanto a Jack..., bueno, no recuerdo cuándo la conoció, pero supongo que fue en una de esas veces que fuimos a ver a William; aunque sospecho vagamente que ya la conocía desde antes por fotografías, que seguramente le habían enseñado mis hermanas. En fin, nunca se mostró cariñoso con la nueva bebé; yo era un fantasma para él y en su cabeza ese trato también se extendió con mi hija.

Cuando regresé al trabajo, comenzamos a llevarla a la guardería recomendada por Jade, donde también asistía Daniel; usaba uno de esos extractores para leche materna y llenábamos las mamilas para que le dieran de comer. Al finalizar la jornada, íbamos por ella. Peter y yo habíamos comprado un automóvil usado a principios del 2018, pero dadas las circunstancias y que nuestros tiempos a veces eran muy disparejos, tuvimos que adquirir otro. Por lo tanto, yo llevaba a la bebé a la guardería y hacía el desayuno para los dos; él la recogía y preparaba la comida para ambos; y la cena intentábamos cocinarla en equipo, aunque a veces la hacía quien estuviera menos ocupado. Los fines de semana se convirtieron en días de limpieza, donde aseábamos la casa y lavábamos la ropa. Poco a poco esto se transformó en la rutina diaria.

Por otro lado, durante el primer año de Cassie, llegamos a la conclusión de que queríamos tener una casa propia en vez de estar pagando renta cada mes. A Doretta y Edwin les había costado dos años de ahorros, pero por fin vivían ahí; por lo tanto, pensamos que podíamos ir guardando dinero para lo mismo. Nuestra hija acababa de cumplir tres cuando lo conseguimos y nos mudamos al que ahora sigue siendo mi hogar y siempre será el de ustedes: Una casa de un piso con tres recámaras y un pequeño jardín al costado. La habitación restante se convirtió el fuerte de sus padres, nietos míos. Al principio se llenó de juguetes, una casa de campaña y disfraces, después todo eso se arrinconó, y se pegaron pósters, libros, maquillaje y bocinas.

Probablemente ya lo saben, pero su madre dice que Daniel no se volvió su mejor amigo hasta los ocho años cuando vieron esa película de terror en casa de Jade y tuvieron que dormir con las manos entrelazadas para ahuyentar al miedo; en esa misma semana, Edwin y Doretta le habían enseñado a Cassie a andar en bicicleta. Ay, y cómo olvidar la primera vez que se pelearon: Tú siempre eliges a qué jugamos, Cassandra, escuché a Daniel mientras Peter y yo preparábamos la cena. Al final los dos se pusieron a llorar y ambos tuvimos que hablar con ellos para sanar las heridas. Sin embargo, conforme fue pasando el tiempo, aprendieron a solucionar sus problemas solos.

En su cuarto año de secundaria, Jade, Peter y yo tuvimos que abstenernos de reír cuando nos contaron que en el primer trimestre montarían Romeo y Julieta para la clase de Literatura; de verdad, los profesores no se cansaban de esa vieja obra. Cassie fue Julieta, y Daniel estuvo a cargo de la utilería. Mi esposo y yo nos tuvimos que esforzar toda la función para no carcajearnos. 

Poco tiempo después, Cassandra nos contó que tenía novio. Incluso conocimos al chico y en serio tratamos de no poner una barrera entre nuestra hija y nosotros, mordiéndonos la lengua muchas veces porque sabíamos que nadie la merecía. Sin embargo, ese no fue el primer amor de Cassie; ya se los ha dicho, ¿cierto? La que era su amiga, Valery, ocupa ese puesto. No quiero hondar en detalles porque esta historia ya pertenece a Cassandra, pero abrazarla, tratando de no chillar, cuando le rompieron el corazón a los quince años fue difícil. Sin embargo, estoy segura de que lo que la alentó fue el discurso de Peter.


—¿Recuerdas qué te dijo? —le pregunto a mi hija.

Ella sonríe, mordiéndose el labio mientras los ojos se le llenan de lágrimas.

—Sí —musita—, me contó que las primeras veces siempre parecen caóticas, se siente como si el dolor estuviera destinado a nunca irse —no puedo evitar que se me empañe la vista—; pero al final todo mejora. No reprimas el dolor, siéntelo, sólo así tu cuerpo sanará.


¿Ya ven?, él era un auténtico maestro con las palabras.

Después la situación se dificultó porque en la adolescencia todo es más complicado. Peter y yo tuvimos que pelear menos para unirnos y que Cassie sintiera nuestro apoyo a pesar de que cuestionaba muy seguido las reglas. Sin embargo, mi esposo y yo siempre estuvimos orgullosos de ella por apelar al cambio y renunciar a sus privilegios para vivir de forma más igualitaria con la gente a su alrededor. Como esa vez que ella, Daniel y otros protestaron por la suspensión de un chica en su escuela: Los directivos a fuerza querían que la joven se quitara el hiyab mientras estuviera en el colegio, pero ella se aferró a lo que le daba identidad. Estuvieron sin entrar a clases por una semana, sentándose en la entrada de la escuela con pancartas. Al final ganó la chica.

Por otra parte, a partir del nacimiento de Cassie, no pude seguir con mi tradición de sacar un nuevo libro cada año; ahora fue cada dos, pero estuvo bien. Adentrarme a la madurez adulta con Peter y Cassandra resultó toda una aventura que me dio mucho material para escribir en la ficción.

En cuanto a los viajes familiares, casi siempre eran al norte de Italia para visitar a William y Stella. Peter nunca lo admitió, pero estoy segura de que dejó de frecuentar a su papá porque Michael hizo un drama por nuestro matrimonio; intenté que no me afectara el estigma de ese hombre contra mí, pero un día ya no pude más.

Finalmente, mentiría si les digo que los primeros doce años de Cassie no cambiaron nuestra relación como pareja, la verdad es que las salidas se redujeron al mínimo. Sin embargo, cuando nuestra hija empezó a ser más independiente y entró en la pubertad, fue la oportunidad para reavivar la situación: Ver películas mientras esperábamos a que regresara de alguna fiesta, salir a cenar cuando se quedaba a dormir en casa de alguna amistad, tener más tiempo para preparar la cena juntos y platicar acostados en la cama antes de dormir sobre nuestras preocupaciones. La palabra amigo, novio o pareja se quedaban cortos —y esposo sólo se trataba de una formalidad—, más bien, él era mi compañero: Una persona cuyo pasado estaba entretejido al mío con un hilo dorado e irrompible, una persona con la que estaba criando una hija, una persona que aún me provocaba escalofríos debajo de las sábanas, una persona que seguía siendo de las primeras en leer los nuevos capítulos de mis historias, una persona que lloraba en mi regazo mientras yo lo hacía en su pecho, una persona a la que intentaba acompañar a la mayoría de sus congresos, una persona que me enseñó muchas recetas de cocina. Él y Cassie eran mi familia, mi sitio seguro, mi hogar..., hasta que recibí esa llamada aterradora.

Tengo un nudo en la garganta. Perdón si lloro otra vez, pero lo recuerdo todo perfectamente, como si mi mente lo hubiera congelado para quedarse ahí y no avanzar al dolor aniquilador que me carcomería los huesos. Fue en mayo del 2036, mi hija apenas tenía dieciséis años; y Peter y yo, cuarenta y seis. Era sábado en la noche y oía que Cassie se preparaba de cenar en la cocina, mientras yo terminaba de revisar un manuscrito que nos habían enviado.

Me mordía las uñas por el inicio de una nueva semana, pensando en lo cansada que sería. Seguramente, Peter llegaría en cualquier momento de su congreso nacional en Mánchester. Han pasado como cuatro horas desde que dijo que venía en camino, así que no tardará en abrir la puerta, pensé fugazmente antes de poner el té en mis labios y seguir leyendo.

—Cassandra, lava tus platos —alcé la voz para que me hiciera caso.

Después recibí el mensaje de Doretta, diciendo dónde desayunaríamos mañana para nuestra reunión. Yo le contesté el mensaje y continué con la historia, asegurándome de que le platicaría la trama a mi esposo antes de dormir, como muchas veces lo había hecho cuando algo me emocionaba... Ahí fue cuando mi celular rompió todo con la llamada que rogaba ser respondida. Recuerdo que ladeé la cabeza, frunciendo el ceño. Siempre los números desconocidos me confundían por unos segundos, pero, aun así, contestaba.

—¿Sí? —hablé, esbozando una pequeña sonrisa.

Primero fue una angustia aniquiladora, que casi me mata ahí mismo, mientras la mujer terminaba con la presentaciones y y yo exigía respuestas. Después todo se apagó y Emily se fue, dejando a la supervivencia para memorizar el nombre del hospital y la historia de los hechos. No pude llorar, las lágrimas apenas empaparon mis ojos porque no escapaba de la irrealidad. Él no podía haberse ido porque se supone que hoy dormiría junto a mí, él no podía dejar de existir porque Cassie seguía aquí, él no podía...

—¿Mamá, qué pasa? —preguntó Cassandra cuando me vio dejar el móvil, quitándome los lentes que usaba para leer.

No podía mirarla porque ¿cómo decirle?, ¿de dónde iba a tomar las fuerzas para verla a la cara y confesarle que ahora estábamos solas, que ya no tenía padre? Las lágrimas cayeron como una cascada y mi pecho se infló con ganas de gritar hasta desvanecerme: Así despertaría de la pesadilla. Sin embargo, no podía morirme de dolor en el suelo, no cuando Cassandra me miraba pálida y con los ojos muy abiertos, suplicándome que le contestara. No sé cómo logré alzar mi vista hacia ella con la cara roja y las mejillas empapadas.

—Ven, mi amor —le rogué, estirando los brazos y poniéndome en pie con mis piernas débiles. Ella me abrazó fuertemente, empezando a chillar sin control porque, de alguna manera, lo sabía—. Falleció... —gimoteé sin poder sostenerme. Cassandra lloró más fuerte en mi hombro, apretándome como si así pudiera desaparecer—, ¡tu papá está muerto! —repetí sin escrúpulos.

La casa se caía a pedazos mientras las dos llorábamos inconsolablemente, deseando también unirnos a él. Al final no pudimos más y nos fuimos al abismo, gritando y jalándonos el cabello porque nada de esto podía ser real; sin embargo, sí que lo era: A partir de hoy, estábamos solas.

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