CAPÍTULO 5: SEIS AÑOS DESPUÉS

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Faltaba un simple paso para que mi mejor amigo y yo estuviéramos cara a cara, pero ni él ni yo tuvimos intenciones de dar el último esfuerzo. Sus ojos negros me examinaban con reserva y seriedad de pies a cabeza. De repente, mi sorpresa y emoción se disiparon; las reemplazaron cuestionamientos y miedos. Había una ambigua sensación que me decía a gritos que retrocediera y huyera, ya que yo no conocía a la persona que estaba frente a mí: Seis años era demasiado tiempo. Sin embargo, también existía esa otra sensación que quería acercarme a Edwin para acariciarle la mano.

Ya no hay un adolescente aquí, pensé, examinándolo con la misma severidad con la que él me observaba, Ahora sólo veo a un hombre. Lucía casi igual que aquella vez en Burdeos —hace aproximadamente dos años—, con la excepción de que ahora su cabello estaba más alborotado y sus ojeras eran terriblemente notables. Se veía como un drogadicto y ese rostro engreído no le favorecía mucho. De repente, una perturbadora idea dominó mi mente, por lo que decidí deshacerme de ella de una vez por todas.

—¿Eres real? —le pregunté secamente, no obstante, sabía que mis ojos reflejaban pavor.

Estaba aterrada. Antes ya había alucinado a Edwin, por lo que temía profundamente que este fuera el caso otra vez.

—Sí —contestó con una pizca de petulancia en su tono, pero sin duda sabía que se comportaba de esta forma porque estaba a la defensiva.

Guau, qué voz tan gutural, le comenté a mi interior, sin embargo, rápido lo quité de mi cabeza.

—Demuéstramelo —dije firmemente.

Aún no confiaba en mi reciente estabilidad mental. Ante esa petición mía llena de exigencia, él sonrió, borrando cualquier máscara que estuviera usando para protegerse. Estuve a punto de llorar por la felicidad. Sentía que habían pasado milenios desde la última vez que lo había visto emanar su típica sonrisa pícara.

—Tú y yo nos enviábamos cartas cuando estabas internada en el hospital —agregó.

—Eso no es suficiente —ataqué—, todo el mundo podría saber eso. Dime algo que sólo nosotros dos sepamos.

Él volvió a sonreír de la misma manera, metiendo sus manos a los bolsillos del pantalón.

—Lo único que se me ocurre ahora es que te besé cuando teníamos dieciocho...

—Eso lo supo media escuela —lo interrumpí con algo de enojo, miedo y vergüenza.

—... y después admití que desde siempre había querido besarte —concluyó como si no me hubiera escuchado—. Esa confesión jamás se la dije a alguien, sólo a ti.

Las últimas dos oraciones y su actual aspecto me convencieron de que verdaderamente estaba frente al auténtico Edwin. Mi pecho se llenó de electricidad, pero el tema de nuestro beso me hizo resguardarme. Por alguna razón, me parecía muy incómodo tocar esa parte del pasado.

—Está bien, te creo: Realmente eres tú.

Él sonrió satisfecho sin sacar sus manos del pantalón. Un silencio se extendió entre nosotros, Edwin había comenzado a mover las piernas nerviosamente.

—Te ves terrible, Anderson —añadió con un destello de burla, rompiendo la paz.

Yo casi me echo a reír.

—¿Y tú no te has visto en el espejo, Bridgerton? —objeté al borde de la risa.

Él lanzó algunas risitas. Luego extendió sus brazos hacia mí.

—Ven, Emily: abrázame —pidió con un tono dulce y la mirada repleta de añoranza.

Sin pensarlo dos veces, me deshice del espacio entre nosotros. Mis párpados se cerraron cuando nuestros pechos se unieron. Edwin y yo nos sosteníamos con demencia, como si nunca nos fuéramos a soltar; y la verdad es que yo no quería apartarlo, ya que sentí que desaparecería si realizaba tal acto.

—Te extrañé muchísimo —sollocé en su oído.

—Yo también, Anderson, yo también.

Mientras sus brazos enrollaban mi cuerpo, no pude evitar hacerme de la idea que jamás había experimentado una sensación tan hogareña y cálida como esta. Finalmente me sentía a salvo en casa con mi Edwin.

—Por fin estás aquí —susurré, sonriendo sin abrir los párpados.

Posteriormente, nos separamos poco a poco para vernos a los ojos. Sus manos seguían sosteniendo mi cintura, al mismo tiempo que yo colocaba mis palmas en sus mejillas para limpiarle las lágrimas. Tocar su bello rostro me hipnotizó por completo. No despegué mi mirada de la suya mientras acariciaba suavemente sus pómulos. Edwin me sonrió tiernamente, dándome a entender que también estaba perdido en mis ojos. De repente, deslizó sus manos hacia arriba de mi cadera para llegar también a mis mejillas y limpiarme el llanto que igualmente emanaba de mis cuencas. Esa simple caricia hizo que mi cuerpo entero se electrificara.

—Sigues siendo hermosa, Emily —murmuró.

No lo dudé ni un momento: Mantuve mis manos en su rostro y le di un beso en el pómulo derecho, por el que todavía se escurrían algunas lágrimas que eran tan templadas como su piel. Después juntamos nuestras frentes —sin despegar las palmas de las mejillas del otro—, cerrando los ojos. Parte de mi ligero llanto cayó en sus pálidos dedos, al igual que algunas lágrimas suyas repasaron mis nudillos.

—Te prometí que este sería el mejor reencuentro de tu vida —dijo en un hilo de voz—, ¿lo logré?

Abrí los párpados de golpe, encontrándome con sus pozos negros. Deslicé mis manos hasta sus hombros, sonriendo alegremente.

—Por supuesto que sí, Edwin —admití al borde de una risa inquieta.

Él esbozó una sonrisa dulce y satisfecha. Sus palmas se dirigieron otra vez a mi cintura, causando que la espalda se me erizara. De la nada, nos acercamos más al otro. Su mirada se dirigió debajo de mis ojos, a mi boca, y yo no pude evitar hacer lo mismo. Una sensación insaciable y ansiosa se apoderó de mí mientras veía cómo sus labios estaban ligeramente abiertos, padeciendo hambre de lo mismo que los míos. Mi mente viajó al pasado, seis años atrás. ¿Recuerdas qué sentiste cuando te besó?, me cuestioné, sin embargo, me abrumó un poco no acordarme. En cualquier instante, alguno rompería el frío espacio que separaba a nuestras bocas, fundiéndonos en un intenso beso...

—¿Emily? —escuché a mis espaldas.

Edwin y yo nos apartamos agresivamente para girar hacia la voz que había interrumpido nuestro reencuentro. Era Jane.

—¿Edwin? —cuestionó con entusiasmo— ¡Oh, Edwin, eres tú! ¡Qué alegría verte!

—Opino lo mismo, Jane —respondió mi mejor amigo.

Lo vi de reojo: Una amable sonrisa curvaba sus labios. Nuestras miradas volvieron a encontrarse y juntamos hombro con hombro, observándonos con felicidad.

—¿Qué haces aquí, Edwin? —preguntó mi hermana, llegando hasta nosotros.

Ante ese cuestionamiento, Sam se puso en el centro. Mi amigo lo tomó de los hombros para contestar.

—Traje a mi sobrino al Programa.

Jane sonrió, viendo al niño.

—¿Es hijo de Kate o de Abby? —quise saber.

Kate era la que cuidaba a Edwin cuando era niño y Abby era la mayor de los primos.

—Abby —respondió él, viéndome amigablemente.

De repente, un silencio incómodo se extendió entre los cuatro. Mi amigo y yo no nos despegábamos la mirada anonada del otro. No obstante, nadie dijo ni una palabra. Tenía mucho que contarle a Edwin, pero no me atrevía a comenzar con mi hermana y su sobrino aquí presentes.

—Supongo que ya tenemos que irnos, ¿no, Emily? —cortó Jane.

Su oración hizo que despertara de mi sueño y me concentrara en el ahora.

—Creo que sí —contesté con algo de torpeza, dirigiendo mi vista otra vez a mi amigo.

—Bien, bien —comentó él igual de atontado que yo por los acontecimientos recientes.

La verdad es que no quería irme, tenía miedo de perder a Edwin otra vez.

—¿Cómo la vas a dejar ir así sin más? —se quejó Sam, volteando hacia arriba para ver a su tío— Desde que llegaste de París no has parado de hablar sobre ella y ahora ni siquiera eres capaz de invitarle un café —atacó.

Esa confesión hizo que las mariposas me invadieran y las mejillas me quemaran. Hace milenios que no experimentaba esto, así que sonreí por dos razones: Estaba impresionada porque estas sensaciones no se encontraban muertas a pesar de todo y me emocionaba saber que mi amigo tampoco había dejado de pensar en mí.

—No le hagas caso —me dijo Edwin abochornado, mientras le tapaba la boca a Sam para que dejara de revelar imprudencias.

Jane rio y mi sonrisa se hizo mucho más grande que antes, al mismo tiempo que mis mejillas se ponían rojas. De repente, mi amigo emitió un quejido, soltando a su sobrino con violencia.

—¡¿Cuál es tu problema, niño?!, ¡¿por qué me muerdes?! —vociferó Edwin, limpiándose la mano en el pantalón y sobándose el dedo medio.

Sam sonreía de oreja a oreja victorioso. Mi hermana se carcajeó y yo dejé escapar algunas risitas. Mi encuentro con mi mejor amigo realmente me había subido el humor por completo.

—Ya me harté de tus lamentos, tío, así que no me moveré de aquí hasta que la invites a salir —proclamó el adolescente, cruzando los brazos y viendo fijamente a Edwin.

Mis mejillas se encendieron más ante esa exigencia. Mi amigo lo asesinó con la mirada, recobrando la compostura.

—Realmente eres insoportable —respondió, haciendo que Samuel sonriera con malicia, dándome a entender que así se llevaban—. Aunque, Emily —continuó, mirándome—, pienso que tú y yo sí deberíamos salir para ponernos al día, ¿no crees?

—Por supuesto, Edwin Bridgerton —respondí con un toque de broma proveniente de mi excelente ánimo—; ¿pero ahora? —concluí, viendo rápido a Jane para después regresar mis ojos a él.

Mi hermana realmente estaba muy entretenida con esta... inusual escena.

—¡Claro! —exclamó el adolescente.

—Tu madre quiere que estés en casa a las nueve —espetó Edwin, viendo a Sam con una mirada fulminante por volverse a meter en una conversación ajena.

Yo no pude evitar sonreír ante aquella relación extraña entre tío y sobrino.

—Pues apenas son las siete, así que da tiempo suficiente para que vayan por un café y a mí me compres una malteada —dijo el chico.

Mi amigo volcó los ojos.

—¿Quieres ir ahora? —me preguntó Edwin, frunciendo el ceño con ternura mientras abría los brazos, haciéndome entender que se había rendido.

Mi vista se dirigió a Jane. Sé que se vio ridículo, yo ya tenía veinticuatro y no necesitaba del permiso de nadie para salir con un amigo, pero en este caso —inundado de demencia—, mi hermana menor estaba a cargo de mí, por lo que ella tenía la última palabra.

—¿Podrás llevarla a casa cuando terminen? —le preguntó Jane a Edwin.

—Por supuesto —contestó él, dedicándole una linda sonrisa.

Me puse más nerviosa al percatarme de que efectivamente nuestra tan esperada charla iba a ser esta noche.

—¡Perfecto! —añadió Sam— Al auto —concluyó, yéndose al vehículo de Edwin.

Yo me acerqué a mi hermana y le sonreí dulcemente. Ella me respondió el gesto de igual manera.

—Si te empiezas a sentir mal, me avisas de inmediato —me ordenó, acariciándome los hombros. Yo asentí, aunque lo más probable era que me la pasara de maravilla—. Nos vemos —concluyó, poniéndose de puntillas para darme un beso en la mejilla.

Me despedí, moviendo la mano. Después caminé hasta estar junto a Edwin, quien me recibió con los ojos brillantes y una sonrisa cautivadora. Al estar hombro con hombro, ambos comenzamos a andar hacia su auto. Él agachó la cabeza aún sonriendo con entusiasmo.

No puedo creer que estés aquí, pensé. Sin analizarlo dos veces, estiré mi brazo hasta tocar su chaqueta y asegurarme una vez más que era real. Al momento en que sintió mi palma, él giró hacia mí, por lo que yo la aparté un poco, creyendo que lo había incomodado. Sin embargo, Edwin me sonrió tiernamente. Después, de manera inesperada, me tomó la mano, apretándola con su cálido tacto. Una ráfaga de chispas se adueñó de mi cuerpo y, ante esa sensación tan renovadora en mi interior, no dudé en devolverle la sonrisa. Nuestras palmas no se separaron hasta que llegamos a su carro.


Edwin y yo estábamos frente a frente sin quitarnos la mirada suave de encima. Sam se encontraba en otra mesa por voluntad propia, muy concentrado jugando en su celular, mientras esperaba la malteada que mi amigo había pedido para él. Edwin y yo ya también habíamos ordenado: un capuchino y un té negro. ¿Y dónde había tenido lugar nuestra reunión improvisada? En la cafetería que se hallaba cerca de nuestra antigua escuela, donde antes los seis veníamos todo el tiempo.

Observé con sumo detalle al hombre que solía ser mi mejor amigo. Su ancho tórax se alzaba para después descender lentamente a la posición inicial debido a su inspiración y espiración calmada. De su cuello blanco resaltaba un poco la manzana de Adán, que en ese momento se movió porque había pasado saliva nervioso. Los restos de su barba rasurada se encontraban perfectamente alrededor de sus labios carnosos. Su nariz era pequeña; sus pestañas, largas; y en sus pómulos todavía se hallaban esas inofensivas pecas. Apenas pude mirarlo directo a los ojos, ya que tuve mucho miedo de perderme en esos pozos negros. En lugar de observarlo atentamente, me concentré en la suma de todas las partes de su rostro demacrado.

—¿Cómo has estado? —hablé aún con el temor en mi corazón de no hallar la salida de su mirada.

Edwin suspiró.

—Pues bien. Desde que regresé a Londres, no ha habido descanso con respecto al tema de Sam, pero he logrado encontrar algo de paz a pesar de toda esa situación.

—¿Cuándo regresaste?

—En octubre del año pasado. Cuando supe lo de mi sobrino, tomé el primer avión de París a Londres que hallé disponible.

Ante esas dos simples frases, miles de pensamientos inundaron mi cabeza. Lo primero que noté fue que Edwin había sido muy cuidadoso de no pronunciar las palabras intento de suicidio: ¿Sería por mí?, ¿por qué sabía qué al hallarme en el Programa, yo también había tratado de quitarme la vida?; ¿o sería, más bien, porque aún no asimilaba del todo que Sam, un adolescente de catorce años, había querido matarse? Tal vez eran las dos razones juntas... En fin, nunca quise averiguarlo.

Volviste a nuestra ciudad dos meses después de que yo retorné, fue lo segundo que pasó por mi mente. Todo este tiempo, mientras en mi demencia deseaba con suma intensidad que estuvieras conmigo, tú te encontrabas respirando el mismo aire londinense que yo... ¡La vida es una desdichada!, ¡no me quiso cerca de ti a pesar de que yo estaba muriendo por tu ausencia!

—¿Jamás regresaste a Burdeos? —le cuestioné, ya que esta era la tercera cosa que rondaba por mi cabeza.

—No... —dijo con una pizca de vergüenza juvenil— Nunca me atreví a volver porque tenía la loca idea de que algún día te encontraría en París.

El camarero trajo nuestras órdenes a la mesa, por lo tanto, nuestra charla se detuvo un momento. De soslayo vi que a Sam también le habían entregado su malteada.

—Perdón por no bajar a nuestro reencuentro... —solté con melancolía y culpa cuando el chico de las bebidas ya se había marchado—, jamás me entregaron tu última carta. Mi hermana me la dio, meses después, cuando ya íbamos a regresar a Londres.

—Supuse que no te la habían entregado cuando la enfermera me dijo, el domingo en que nuestra reunión estaba planeada, que ya no podíamos mandarnos correspondencia —comentó con sequedad.

—No, no me la dieron. Te juro que habría estado ahí si lo hubiera sabido...; incluso, si me lo hubieran prohibido, habría hecho lo que fuera para verte —le aseguré de todo corazón, viéndolo dulcemente.

Él me respondió el gesto con una sonrisa triste.

—Fui todos los domingos después de ese día —me confesó y ante tales palabras mi alma dio un respingo—. Tenía la esperanza de que por fin te hubieran liberado de tal privación, pero nunca fue así. Sin embargo, me quedaba más tranquilo al escuchar a tu enfermera decirme que estabas estable, que no me preocupara.

En ese momento tuve ganas de tomar su mano y apretarla para fundirnos en el calor fraternal, pero no lo hice.

—Te juro que no hubo día en el que no pensara en ti... —susurré.

Él sonrió con nostalgia.

—Un domingo de junio tu enfermera me comentó que ya no te encontrabas ahí, que el martes ya te habían dado de alta. No sé por qué, pero en ese instante sentí que me había roto totalmente —mi corazón palpitaba con mucha violencia dentro de mi pecho, no obstante, disimulaba con absoluta calma—. A partir de ahí, me resigné a quedarme en París, anhelando hallarte en la inmensa ciudad.

—Después de que me dieron de alta —narré—, mis hermanas y yo nos quedamos como tres días en París, luego volvimos a Burdeos. Ahí viví como un mes más y, luego, retornamos aquí.

Él suspiró agotado.

—De haberlo sabido...

—¿Entonces regresaste a Londres en octubre? —lo interrumpí.

—Así es...

En ese momento supe que Edwin me ocultaba algo: Lo podía ver en sus ojos color azabache, que habían apagado su resplandor intenso. Además, un foco rojo en mi cerebro se prendió, muy tarde, pero lo hizo. Si el domingo después de que me habían dado de alta, él asistió al hospital, ¿por qué Angelina no le entregó el papel que contenía el número de mi hermana?; y si sí se lo dio, ¿por qué nunca llamó? Unas inmensas ganas de cuestionarlo me atacaron, sin embargo, me contuve por timidez.

—¿Qué hay de ti?, ¿cómo has estado? —preguntó él para cambiar el tema de conversación, confirmando mis sospechas de que no me estaba contando toda la verdad.

La incertidumbre me invadió. ¿Puedo confiar en él? No nos hemos visto en seis años y, aun así, decide mentirme en nuestra primera charla de reconciliación. La primera y última vez que Edwin me había engañado en el pasado fue para protegerme, por lo que mi alma quiso creer en ese instante que ahora estaba mintiendo por la misma razón; ¿pero de qué me salvaguardaba esta vez?

—Ha sido difícil... —comencé, dejando pasar su engaño— Estoy en el Programa desde hace un mes —su rostro se turbó—, pero gracias a él ya me he sentido un poco mejor. Creo que por fin estoy avanzando hacia mi recuperación —admití.

Después de mi última oración, mi mejor amigo acercó sus dedos a los míos —provocando que se me erizaran los vellos— para tomarme la mano y darme un apretón.

—Sé que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que tú y yo realmente estuvimos juntos, como verdaderos amigos, pero te prometo que, de ahora en adelante, no volveré a apartarme de tu lado —sentenció, mirándome con esos ojos intensamente oscuros.

Me aterraron las sensaciones que sus palabras y su mirada le causaron a mi ser. La electricidad arrasó cada parte de mi cuerpo y el corazón casi se me sale del pecho, sin embargo, su promesa me reconfortó mucho. Finalmente, el miedo, que me había estado asfixiando por la posibilidad de perderlo otra vez, se aplacó.

—Gracias —murmuré con los ojos perdidos en su rostro acabado, pero que al mismo tiempo era hermoso.

Él me sonrió ampliamente, soltando mi mano con delicadeza. Luego, lentamente, rozando todos mis dedos, como si me acariciara, volvió a poner su palma en el recipiente de su bebida. Estaba anonada. Sus ojos y su aroma me habían mecido en un sueño profundo del que no quería despertar. Sam, los meseros y la cafetería habían desaparecido..., Londres se había esfumado también; ahora sólo estábamos Edwin y yo, en medio del oscuro cosmos, flotando en la inmensidad de la nada...

—¿Has visto a alguien de la secundaria?

Esa simple pregunta me despertó, haciéndome sentir mal conmigo misma. Jade. Tú quieres a la pelirroja, no a mí, me recordé, poniendo una expresión amarga. Por otra parte, me sorprendió que no los llamara amigos...

—Sí, a los cuatro —contesté con incomodidad.

—¿Y se arreglaron las cosas con Bennet?

Su pregunta me dolió como el infierno mismo. No, no se arreglaron. De hecho, a Peter ya no le interesa en absoluto... Tiene una linda y brillante novia, y él está más feliz que nunca con ella, quise confesarle, pero hablarle de Maddie nos llevaría al tema de Daniel y Jade, y por más que deseara que Edwin ya no tuviera sentimientos amorosos por la pelirroja, no podía destrozarle el corazón de esa manera.

—No... Lo cierto es que hemos estado muy distanciados a pesar de que salimos juntos con los demás —mi amigo frunció el ceño como si no pudiera creerlo— y, la verdad, es mejor así —concluí con severidad.

—¿En serio?, ¿aún piensas que lo mejor es mantenerlo alejado?

La pesadilla sobre la lista de muerte asaltó mi memoria. La carne se me tornó de gallina.

—Por supuesto, siempre será lo mejor —respondí.

O si no, la Serpiente lo matará, finalicé en mi cabeza.

Edwin sonrió en muestra de apoyo y entendimiento, pero su gesto parecía una mueca.

—¿Y tú?, ¿has visto a alguno de nuestros... amigos? —pregunté con desasosiego.

—No, probablemente todos me detestan —espetó con rudeza, desviando la vista.

Su respuesta me golpeó el pecho. No sabía con precisión el parecer de Jade y Peter sobre mi desaparecido mejor amigo, pero Evelyn y Dylan se habían mostrado añorantes cuando les dije que había estado —por un tiempo— en contacto con él. Sé que debí confesarle en ese momento que estaba equivocado; no obstante, un sentimiento egoísta me dominó, así que no pude abrir la boca. Después un silencio atosigante se extendió entre nosotros, por lo tanto, despegué los ojos de Edwin y me dediqué a darle pequeños sorbos a mi té.

—Leí tu libro.

Ese comentario hizo que le clavara la mirada otra vez.

—¿En serio? —pregunté incrédula.

Mi amigo asintió con la cabeza. Sé que antes les había mencionado que ya no me interesaba saber nada sobre mi novela porque la mujer que había escrito aquella historia estaba muerta, pero el hecho de que Edwin, una de las personas a las que más admiraba, me hubiera dicho que la había leído, me llenó de un incontrolable entusiasmo. En ese instante, la intriga me comía las entrañas y una sonrisa se dibujó en mi rostro de oreja a oreja.

—Lo ha leído como tres veces —escuché la voz de Sam en la otra mesa.

Giré para mirarlo. El niño no había despegado sus ojos del móvil para pronunciar esas palabras, pero en sus labios se dibujaba un gesto divertido.

—¿Por qué siempre te metes en las conversaciones privadas, Samuel? —replicó Edwin con violencia.

Lo observé. Mi amigo fruncía el ceño mientras veía funestamente a su sobrino. El niño no respondió, pero su expresión de burla no había cambiado. Estaba a punto de echarme a reír por la escena tan inesperada. Al final, Edwin se volteó nuevamente para encontrarse con mis ojos. Mis labios al borde de la risa no desaparecieron del todo. Otra vez, el imprudente silencio invadió el espacio entre nosotros. Mi mejor amigo no iba a hablar a menos que lo alentara.

—¡Tienes que decirme! —objeté con euforia—, ¿qué te pareció?

Edwin sonrió complacido.

—¡Me fascinó! —exclamó— Nunca vi venir ese final tan realista.

—Todo el mundo me comenta lo mismo acerca del final...

—¡Pues sí!, rompe las expectativas en el buen sentido —hizo una pausa—. Jamás esperé que en serio fuera a la cascada...

—¡Lo sé!, pero lo comprendiste, ¿no?

—¡Por supuesto! Fue ahí porque, finalmente, había entendido que tenía que dejar ir a su parte oscura y llenarse de amor propio para que la luz empezara a surgir de entre las sombras.

Ni yo misma podría haberlo dicho mejor. Sonreí, contemplando su capacidad crítica y emocionándome por el hecho de que por fin estaba teniendo esta conversación con él.

—La protagonista me recuerda mucho a ti —dijo—. Creo que por eso leí el libro tantas veces como Samuel, imprudentemente, ha comentado —confesó con una pizca de severidad en su tono. Yo dejé escapar algunas risitas—. Aunque es obvio que la chica debe tener algo tuyo: Tú la creaste.

—Pues supongo que te diste cuenta de que su contexto es muy parecido al mío.

—Sin duda, pero no es sólo eso —en ese momento supe adónde quería llegar—: Ambas tienen familias grandes...

—Ambas tenemos una personalidad melancólica —lo interrumpí—. En la adolescencia, ambas tuvimos una hermana agresiva, una hermana que nos excluyó de su vida y una hermana muy unida a nosotras —agaché la mirada—. Ambas tuvimos un padre que siempre estuvo afuera, y cuando llegaba a casa, solamente era para portarse de manera autoritaria; y a pesar de que su mamá no está muerta en la historia, ambas tuvimos una madre ausente en la juventud —respiré hondo—. Ambas sufrimos el primer amor de manera desoladora, sin poder superar al mismo chico por más de dos años. Ambas perdimos amigos, que eran como hermanos para nosotras —de repente, sentí cómo Edwin tomó mi mano y la apretó con dulzura. Levanté la cabeza para verlo, su expresión reflejaba una mezcla entre nostalgia y anhelo—. Ambas no sabíamos que nuestro comportamiento extraño se debía a un problema en nuestro cerebro —continué, intentando controlar mis sentimientos—. Ambas no sabíamos que estábamos enfermas. Ambas odiábamos el hecho de que nunca habíamos podido ser niñas comunes, y también detestábamos nuestra fobia social y nuestra incapacidad de actuar como adolescentes normales... ¿Pero sabes la gran diferencia entre ella y yo? —Edwin no respiró para terminar de escucharme mientras sus ojos centelleaban— La diferencia es que ella logró vencer a la oscuridad, calló a sus demonios internos, se deshizo de la tiranía de sus padres, se alejó de las personas que sólo intoxicaban su alma, no permitió que nadie la volviera a pisotear y así se convirtió en una sobreviviente, en una guerrera, en una mujer fuerte —las lágrimas se contenían en mis ojos—. No hubo superhéroe que la ayudara: ¿por qué? Porque tal héroe no existe. Nadie va a luchar nuestras batallas, por más que ese alguien nos ame, jamás peleará por nosotros; y no es porque sea cruel, sino porque cada quién combate en su propia guerra —hice una pausa, suspirando—. Yo sé que la salvación está en mí —admití a punto de que se me quebrara la voz—, pero no sé qué hacer para llegar a ella. No sé cómo conseguir que la luz surja de entre las sombras.

Por un instante, me sentí avergonzada por desahogarme tan abruptamente con él, pero su gesto tierno y amable me hicieron percatarme de que estaba segura. Junto a Edwin, mis pensamientos y mi corazón siempre se encontrarían protegidos. Por lo tanto, me calmé. Mi amigo no había despegado su mano de la mía y ahora me miraba con sus ojos cariñosos color azabache.

—Estoy convencido de que pronto esa respuesta se te presentará. Tu libro..., Andrea te guiará hasta ella —dijo convencido y sonriéndome fraternalmente.

Yo le devolví el gesto, queriendo creerle con todas las fuerzas de mi espíritu, pero no lo logré por completo. No obstante, así fue, Cass, Daniel y queridos nietos: Como si se hubiera tratado de una profecía dictada por el sabio Edwin, al final Andrea me condujo a la respuesta. Sin embargo, no quiero apresurarme con los detalles.

Después de aquel intercambio de sonrisas cariñosas, nuestros ojos no se apartaron del rostro del otro y, al mismo tiempo, nuestras manos se entrelazaban con mucha vehemencia. Yo lo examinaba otra vez, como tantas veces lo había hecho el día de hoy. ¿Cómo puedes ser tan hermoso?, me pregunté en silencio, Tu belleza puede tratarse de algo celestial... o de algo totalmente infernal. No sé cuál de las dos es la correcta. Ni siquiera sé si es adecuado lo que estoy sintiendo: ¡por Dios, tú amaste a una de mis mejores amigas!

—Te queda muy bien el cabello corto, Anderson —comentó, rompiendo el silencio y la burbuja que ya nos había empezado a elevar en el negro cielo de mi imaginación.

No quise analizar demasiado el hecho de que me observaba casi perdido, embobado. Aquella mirada lo fue todo para mí.

—Y a ti se te ve bien la pinta de drogadicto —contesté.

Él soltó suavemente mi mano, alejándose de ella con precaución. Yo dejé el brazo estirado, anhelando que jamás me hubiera dejado.

—Admito que estos no han sido mis mejores años —añadió con neutralidad.

—¿Me contarás?

De la nada, esta vez estrechó mis dos palmas con las suyas, penetrándome con los ojos negros. Mi cuerpo lanzó chispas.

—Supongo que, a su debido tiempo, terminaré contándote todo. Al igual que, cuando estés lista, tú también me hablarás sobre qué fue lo que te ocurrió en estos últimos seis años —declaró.

Sonreí con tristeza, agachando la vista, ya que sabía que era cierto.


Al siguiente día, toda la mañana estuve esperando a que su número apareciera en mi celular para ponernos de acuerdo y salir otra vez. Él me prometió que llamaría, así que mientras el sol se ponía en su punto más alto —tapado por las nubes grisáceas—, yo me impacientaba por tener noticias de Edwin. ¡Habían transcurrido seis largos años, maldita sea, sin duda teníamos mucho de qué hablar! Mi amigo y yo acordamos esto cuando anoche me había traído a casa, después de que habíamos dicho que sólo hacía falta volver avivar la confianza entre nosotros para charlar sobre el pasado.

Tranquila, por supuesto que llamará, me había intentado calmar Jane en el desayuno, pero no había funcionado, ya que ahora yo no paraba de caminar de un lado al otro en mi habitación para sosegar los nervios. Mi celular emanó dos efímeros timbrazos y yo me aventé sobre la cama para tomarlo como una tonta enamorada... No era Edwin, sino Jade. Tuve miedo de recibir un mensaje suyo porque mi retorcida mente se había hecho de la idea que al salir con mi mejor amigo estaba traicionando a la pelirroja. Sin embargo, mi pavor era poco comparado con el pensamiento de no tener a Edwin a mi lado. Con mucha cautela abrí el mensaje de Jade.


Hola, Emily. ¿Quieres venir a tomar una bebida con nosotros? Nos encontraremos en la cafetería de siempre en unos treinta minutos.


El nerviosismo hizo un caos dentro de mi estómago. La cafetería de siempre era nuestro lugar desde los días de la secundaria..., el mismo establecimiento que había visitado ayer con el exnovio de la pelirroja. La confusión, la culpa y el temblor en mi abdomen me hicieron vacilar sobre qué contestarle, sin embargo, el hecho de que necesitaba distraerme para alejar a Edwin de mi cabeza era muy evidente, así que al final le respondí con una afirmación. Por lo que, evitando pensar en las tentaciones, me puse mis tenis, me cepillé el cabello, guardé en mi bolsa el celular y la cartera, y salí del cuarto.

—Iré con los chicos a la cafetería —le informé a Jane, que estaba en la sala, leyendo una revista.

Tomé mis llaves y las metí dentro de mi bolso.

—Claro, ¿quieres que te lleve? —preguntó, despegando los ojos de su lectura.

—No, me hará bien caminar.

Ella volvió a dirigir la vista al papel entre sus manos.

—Está bien —concordó—. Avísame si te empiezas a sentir mal, por favor.

—Claro —le contesté como siempre.

Al recorrer las avenidas para llegar a la cafetería, me juré que ninguna circunstancia justificaría que les dijera a mis amigos que había hallado a nuestro desaparecido Edwin. Él mismo me lo había pedido anoche antes de que descendiera de su carro. Mi amigo me había confesado que aún no estaba listo para enfrentarse a los cuatro, necesitaba tiempo. Por lo tanto, yo no abriría la boca. Además, a una parte extraña de mi sentir le gustaba que mis reuniones con él fueran un secreto entre nosotros. Era raro.

Cuando estaba afuera del establecimiento, vi a mis amigos con sus parejas a la mesa, que se hallaba cerca de la pared de cristal. Los seis charlaban animadamente. No te acobardes, Emily, no te acobardes. Tú puedes con esto, me murmuraba mientras sentía cómo el corazón me latía en la garganta, casi ahogándome. Las manos ya habían comenzado a sudarme. Sin pensarlo mucho, mis piernas caminaron hacia dentro con decisión. Por lo tanto, elegí actuar como tal.

—¡Emily! —me llamó Jade cuando estaba a punto de llegar a su sitio.

Los seis me miraron con atención.

—Hola —saludé, jalando una silla de otro lugar para unirme a ellos.

Me senté entre Dylan y Maddie.

—¿Cómo estás? —me preguntó la novia de Peter amigablemente.

—Bien, esta semana ha ido bien —respondí, tratando de controlar mi respiración agitada.

—Qué bueno —contestó ella.

—Dylan nos estaba contando sobre su reciente cita con la chica que conoció en la reunión de su primo hace dos semanas —me actualizó la pelirroja de inmediato.

—Oh... —hablé con una pizca de desconcierto—, qué bien.

La voz de Jade se apagó en mis oídos cuando comencé a analizar rápidamente los rostros de cada uno de los presentes: Me sorprendió que todos desprendieran un humor pintoresco excepto Evelyn. Su expresión era indiferente y estaba cruzada de brazos. Cuando se percató de que la estaba mirando, me esbozó una sonrisa que se figuró más a una mueca. Fruncí el ceño. ¿Qué ocurría aquí...?

Al sentir en mi espalda la vibración de mi celular, no dudé en despejarme de mis pensamientos para apresurarme a sacar el móvil de mi bolso. Para mi mala suerte se trataba de Lorraine y su plan para mañana, así que ni abrí el mensaje.

—¿Todo bien? —me cuestionó Dylan, interrumpiendo el parloteo de la mesa.

—Sí, todo está bien —murmuré.

Sé que accedí a salir con ellos para despejarme del recuerdo de Edwin, pero la verdad no logré poner atención en toda la plática. Cuando no estaba revisando mi celular, mi mente viajaba a otro mundo, donde finalmente mi mejor amigo y yo nunca volveríamos a separarnos. La ansiedad me tenía moviendo las piernas con descontrol y el sudor en mis manos ya estaba comenzando a molestarme. A ojos de otros mi comportamiento pudo parecer grosero, sin embargo, como saben, yo ya no me sentía parte de este grupo. Ahora estaba en el papel de la joven que intentaban integrar para no sentirse tan mal consigo mismos.

—¿Esperas el mensaje de tu novio? —quiso saber Maddie al ver de reojo que yo revisaba el móvil por enésima vez.

Ante esa pregunta, la mesa sucumbió a un silencio de ultratumba. Todos me clavaron la mirada serios y expectantes. Mi corazón estalló y sentí cómo un escalofrío helado me recorrió toda la espalda. Me mordí el labio para calmar el temblor en mi cuerpo, después me defendí.

—¿Qué? —fruncí el ceño con extrañeza, fingiendo increíblemente bien— ¡Por supuesto que no! Creo que todo el mundo aquí sabe muy bien que eso de las relaciones ya es historia antigua en mi vida —agregué.

—¿Entonces por qué no dejas de revisar el móvil? —siguió la rubia con su interrogatorio, enarcando una ceja.

—Una persona de la editorial va a hablarme y quiero estar segura de no perderme su llamada —mentí rápidamente.

Temía que el calor en mis mejillas me delatara. Maddie entrecerró los ojos.

—Emily, no tengas miedo de decir que sales con alguien —se suavizó y dentro de mí todo explotó—. ¿Verdad que no tiene nada de malo que Emily salga con alguien, chicos? —les preguntó a los presentes en la mesa, volteando a verlos.

Iba a asfixiarme por el gran nudo en mi garganta. La frente me sudaba y mis labios no podían dejar de apretarse. Mi cuerpo entero se tensó.

—No... —contestaron todos con un murmullo de voz y una mirada acusadora en los ojos.

—¿Emily, por qué no nos dijiste que estabas saliendo con alguien? —cuestionó Evelyn secamente.

—¡Porque no es cierto! —brumé, alzando las manos.

El silencio se extendió en la mesa, donde los seis no dejaron de observarme. Maddie me veía con ternura; Evelyn y Dylan me examinaban piadosamente; Daniel estaba un poco serio; pero Peter y Jade tenían una expresión muy dura —como si los hubiera ofendido—, la cual me molestó bastante.

—Definitivamente estás saliendo con alguien —concluyó la novia de mi exnovio con entusiasmo, rompiendo la paz.

—¡No! —exclamé.

—¡Sí, tus mejillas rojas te delatan! —atacó Evelyn con euforia.

—Además, eso de que no dejes de revisar el celular cada dos minutos es una prueba evidente —resumió Dylan con picardía.

Mi corazón estaba a punto de salirse por mi cuello. Toda la cafetería comenzó a cerrarse en torno a mí y mi bochorno no ayudaba. Sólo deseaba escapar de este vergonzoso sitio. Sé que tenía que hablar, pero mi garganta se encontraba completamente seca.

De repente, como si la vida quisiera salvarme de la incomodidad y de los ojos acusadores de Jade y Peter, mi móvil vibró estruendosamente sobre la mesa. De forma fugaz, vi que el nombre de Edwin aparecía en la pantalla. Por lo tanto, antes de que la impertinente Maddie pudiera presenciar aquellos vocablos —que sin duda desatarían el caos si alguien de ellos se llegara a enterar de que se trataba de mi mejor amigo—, tomé el celular de la mesa, y me levanté de mi asiento abruptamente para salir de la cafetería y contestar la llamada. Mis zancadas eran duras y firmes, mostrando una pizca de enojo.

—¡Dile a tu chico que le enviamos saludos y esperamos conocerlo pronto! —Dylan alzó la voz antes de que me retirara del recinto, después estalló a carcajadas... y no fue el único que se rio.

Rodé los ojos antes de empujar la puerta para salir. Sus risas ridículas se apartaron de mis oídos cuando ya estaba fuera. Mi celular seguía vibrando, por lo que no lo pensé dos veces y respondí; tenía miedo de que mi amigo colgara al no tener una contestación mía.

—¿Hola? —dije.

—Hola, Anderson —me saludó su gutural voz.

Mi cuerpo entero se sacudió. Sentía la piel de gallina dentro de mi ropa, a las mariposas revoloteando en mi estómago y a la electricidad recorriéndome la espalda. Temí quedarme sin aire suficiente para responder. Pasé saliva, y respiré profundo para controlarme y poder continuar con la conversación.

—Es lindo escuchar tu voz —comenté y de inmediato me arrepentí por mis palabras bobas.

Mis mejillas estaban ardiendo.

—Opino lo mismo de la tuya —confesó. En cualquier momento, yo iba a empezar a volar—. Sé que es demasiado precipitado, ¿pero crees que podamos vernos ahora? —una sonrisa se posó en mi rostro—; voy de camino al parque de siempre, ahí podríamos seguir charlando...

—Sí, perfecto —confirmé aún sonriendo radiantemente.

—¡Estupendo!

—Entonces voy para allá —corroboré.

—Claro, nos vemos ahí. Ya estoy a punto de llegar.

—Está bien, nos vemos.

Después colgué, todavía mi sonrisa no desaparecía. ¡Era maravilloso! La idea de dejar a los burlones y verdugos que estaban dentro —inventando tonterías— para ir al encuentro de mi mejor amigo me pareció fantástico.

Mi corazón rebotaba de euforia. Sin embargo, tranquilamente volví a ingresar a la cafetería para ir a la mesa donde estaba mi bolso. Mi sonrisa no podía desvanecerse y eso era magnífico.

—Tengo que irme —les anuncié cuando llegué a su lugar.

Sin esperar su respuesta, comencé a guardar mis cosas.

—Ay, Anderson —suspiró Dylan en tono de broma—, ¡realmente estás enamorada! —concluyó para reírse otra vez al igual que los demás.

Yo evité mirarlo, pero mi gesto alegre permaneció intacto. De seguro mi cara estaba completamente roja.

—¡Lo que hace el amour! —se le unió Evelyn con un excelente francés, las mismas carcajadas se volvieron a oír.

Terminé de acomodar mis pertenencias y me puse la correa de mi bolsa en el hombro. Luego volteé a ver esos rostros divertidos, burlones y sonrientes que se habían desatado por mi situación. Todos estaban al borde de la risa, excepto Jade y Peter. La pelirroja sonreía fingidamente y Peter hacía lo mismo con una pizca de melancolía. Intenté no ponerle mucha atención a ese hecho y comencé a caminar hacia la salida de la cafetería.

—Nos vemos —me despedí con entusiasmo y prisa.

—Salúdame a tu novio —se burló Dylan por enésima vez y las carcajadas explotaron.

Yo rodé los ojos, dándole la espalda para irme. Sus risas no se dejaron de escuchar hasta que abandoné el establecimiento.

Anduve por las calles para llegar al parque con una alegría inigualable. Me daban ganas de saltar por la emoción y bailar al ritmo de Londres. En mi pecho hormigueaban sensaciones pacificadoras, haciéndome sentir fuerte y viva; mi radiante sonrisa no desaparecía. En ese momento, yo era pura luz dispuesta a ganar batallas y combatir dragones.

Cuando ingresé al parque, la sombra de los árboles me hizo sentir en un mundo mágico y bueno, donde el mal jamás se atrevería a entrar. Entonces lo vi. Se encontraba de pie, al final del camino ancho antes de que terminara el pavimento. Sus ojos divagaban en su celular. Por otra parte, su vestimenta era bastante fresca; consistía en unos simples tenis oscuros, unos jeans negros y una playera blanca.

Me acerqué lentamente a él. Edwin prontamente notó que yo había llegado, así que guardó su móvil en el bolsillo de su pantalón. Sus ojos azabaches brillaban tiernamente. Después me sonrió de una manera tan encantadora, que mi corazón se llenó de miel.

Mientras iba al encuentro de sus brazos, me percaté de que, finalmente, ya no estaba sola. Nunca más Edwin y Emily volverían a estar apartados el uno del otro, ahora ambos pertenecían al mismo equipo. A partir de hoy, sólo seríamos nosotros dos y eso era perfecto.

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