MAGDA | Pour moi toute seule.

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

❛POUR MOI TOUTE SEULE❜

                        Un sonoro portazo se hace presente en la habitación. Estando apenas en el umbral del sueño, sobresaltada, me incorporo y siento torpemente sobre la cama, tratando de acostumbrarme a la luz que entra por la ventana y llevándome una mano a la cabeza, que palpita por estrés de ésta vida dada vuelta que me está pasando factura antes de tiempo. A mi lado, una vez recupero la visión, veo a Samara murmurar oraciones inteligibles, entre dormida y despierta –más dormida que despierta–, cerrando los ojos fuertemente sin querer levantarse y abrazando las cobijas a modo de protección. No obstante, la causa de la interrupción de nuestros sueños persiste en su objetivo y le arrebata las cobijas a Sam, empujándome a levantarme de la cama para no ser el centro del siguiente ataque.

—Han dormido todo el día —dice la señora Fitz, amable pese al modo de reprimenda que utiliza y que me cohibe, dejándome como única opción permanecer parada, tímida, en espera de una órden. Sostiene una olla manchada de hollín entre manos, que coloca con ayuda de un atizador en un hierro dentro de la chimenea, para calentar el contenido. Frotando mi rostro con las manos, me quito las lagañas acumuladas en las esquinas de los ojos y los últimos signos de cansancio, así como cualquier rastro del molesto palpitar de mi cerebro; puedo afirmar que se sintió reparadora la siesta pese a que no haya dormido tanto y más que nada, se sintió bien estar acostada con la seguridad que me dota estar en una habitación y no sobre un caballo, de donde sé que puedo caer entre remembranzas y dispersiones—, no las culpo... Pero deben comer, tengo caldo en el fuego, ¡Vamos, levántese! —exclama, esto último dirigido a mi hermana.

Sam, sin ver otra alternativa, se incorpora sobre la cama, tratando de arreglar lo más posible sus ropas. No están arrugadas, lo que puedo entender se debe al grosor de la tela que nos protege del frío, así que me limito a tratar de desenredar mi cabello y ponerlo presentable por el momento. La señora Fitz se inclina frente a la chimenea y, en dos tazas, vierte un poco de caldo y nos las extiende.

Tomando asiento sin rechistar para degustar el primer buen alimento en días, Sam se queda sobre una silla de madera y yo sobre el banquillo, donde comemos en silencio, viendo a la mujer mayor pulular alrededor. Ha traído más agua limpia, que echa sobre el plato cuyo exclusivo fin es para el aseo, probablemente para que nos lavemos el rostro antes de salir. El caldo es salado, graso y espeso de tanto recalentar pero, sin saber si es por el hambre o mi limitado sentido del gusto en las comidas fuertes, sabe a la mismísima gloria de un pueblo sumido en miserias.

—Muy bien, arréglense un poco y estarán listas para verlo a él —Arrebatándonos las tazas, de la cual a duras penas vacié la mitad y que probablemente Samara, con su lentitud para comer, apenas saboreó, nos insta a apurarnos.

Un poco disgustada por tener que dejar de comer dado que esos bocados sirvieron solo para abrirme el voraz apetito, me tallo el rostro procurando que el agua no vuelva a caer al plato y así no contaminar el agua para Sam, y después, mojo ligeramente mi cabello para hacer más fácil su acomodo. La señora Fitz, al verme batallar, me extiende un cordón de tela, el cual acepto para atar mi cabello por la mitad, aunque sea para alejarlo lo mejor posible de mi cara dado que no soy diestra en lo que de peinados se trata.

Con un repentino carraspeo desde el umbral de la puerta que me hace sobresaltar por segunda vez en la tarde, un hombre, que reconozco iba en el grupo con el que llegamos, nos hace una seña para que salgamos tras él. Buscando con la mirada a través del cuarto, hallo mi bolso de cuero reposando en el suelo, por lo cual me agacho rápido para recogerlo, colgarlo en el hombro y así ir tras Samara, que se ha acercado a la puerta y me extiende una mano al verme comenzar a caminar, bajo la atenta mirada de la señora Fitz.

El hombre que nos escolta camina rápido y ni siquiera se detiene para asegurarse de que lo sigamos, conduciéndonos por el laberinto del castillo hasta que, sin previo aviso, da vuelta y se adentra por unas estrechas escaleras de caracol que dirigen a un único cuarto, alejándonos del centenar de pasillos iguales que hemos recorrido; apresurando el paso para llegar a donde él, tenemos que detenernos súbitamente para no chocar contra su espalda, respirando entrecortadas por el esfuerzo de subir tan rápido –mas no por el corsé, como creí que sucedería al ver a Samara decidida a atarlo con fiereza hace unas horas–. Una vez en el umbral, me percato de la presencia de otro hombre, sentado detrás de un escritorio a contra luz; ninguno de ellos dice algo, ni siquiera cuando la escolta da media vuelta y nos da una rápida mirada que nos indica que pasemos.

El otro en la habitación se levanta lento al vernos pasar. El lugar es amplio, iluminado por la luz que entra por la ventana, por las velas que reposan sobre bases junto a la pared y por la chimenea encendida. Hay pajarillos trinando desde jaulas a ambos lados del cuarto y por detrás del escritorio se encuentran grandes libros en estantes y en pilas desordenadas. Ésto parece la oficina de un jefe cualquiera, si bien me descoloca notar que Dougal no es el que está atrás en la silla y ahí se encuentra, más bien, uno envejecido, de aire más noble y no necesariamente por el estereotipo del noble atractivo, sino del viejo sabio cuyos años que lo preceden es de sedentarismo.

—Les doy la bienvenida, señoritas —dice el de cabellos largos y canos, barba blanca y mirada suspicaz, de político cualquiera, muy diferente a la de Dougal, seria pero fiera y que aspira miedo por la rudeza. No obstante, su postura se ve tambaleante, como si quisiera sentarse lo más pronto posible. Ante sus palabras de saludo, me limito a sonreír y a tratar de no buscar apoyo en los ojos de Sam, que ella necesita igual o más que yo—. Mi nombre es Colum Ban Campbell Mackenzie, amo de éste castillo. Por favor —Señalando la única silla frente al escritorio, Sam se hace a un lado y me ofrece el asiento, que tomo sin proferir palabra alguna, más que limitándome a dar un asentimento y una leve reverencia al pasar por delante de él.

Una vez sentada, él vuelve a tomar asiento y Sam se coloca a mi costado izquierdo, dejando caer una mano sobre el respaldo de la silla y otra sobre mi hombro. Deduzco que se ha quedado parada para demostrar la autoridad entre las dos, si bien también para desviar la atención de mi hacia ella.

—Supe que mis hermanos y sus hombres las encontraron, aparentemente, en problemas.

Aparentemente. He lidiado con políticos la mayor parte de mi vida adulta, directa e indirectamente, y no puedo evitar pensar que estoy frente a uno de sus tantísimos antecesores, si bien éste es más un jefe de clan que un jefe de estado o similar; y si algo se me ha quedado de las interacciones que he tenido es que de las primeras cosas que tratan de hacer éstos al entablar una conversación, si bien estés del mismo lado, es no afirmar nada aunque sepan todo.

Asintiendo cortés, Samara comienza a hablar con timidez—: De no ser por ellos, no sé qué sería de nosotras, mi lord —Viendo de reojo, noto que ella baja la cabeza con pesar, como si de solo recordar los sucesos de hace unos días rememorara el miedo en nuestras venas; lo reafirmo notando el temblor en su cuerpo, puede que falso, puede que real. Ella es, al contrario de Colum, toda una reportera en cubierto, sin morder el anzuelo y contando su historia, mas no toda, como si no supiera que el hombre quiere verla titubear—. Somos demasiado torpes para la interperie, mi padre lo ha advertido, ¡Me he lastimado el tobillo huyendo con mi hermana de esos... Esos... Oh, Dios Santo, perdóname por esto... De esos tontos renacuajos!

Gana confianza conforme avanza el relato,  mas una sonrisa amenaza con formarse en mi rostro ante su anticuada maldición; necesitando estar tranquila, volteo la cabeza hacia la falda de mi hermana, para tratar de serenarme y no echar todo por la borda. Una vez siento que no me traicionan los espasmos en los músculos del rostro, vuelvo a centrarme en Colum Mackenzie, que asiente sereno y nos mira con una sonrisa, de igual manera, cortés.

—Y además de ese inconveniente... —resume, ignorando cualquier otra cosa que no sean hechos, manteniendo la mirada fija en ambas—, ¿No sufrieron ninguna otra molestia?

—No, mi lord —responde Sam, a lo que el hombre vierte su atención en ella—, han sido muy amables al ofrecerse escoltarnos y protegernos de la pérfida Albión¹, para conseguir ayudarnos a volver a casa.

El hombre se remueve, reaccionando a su declaración final, cruzando los brazos por encima del regazo y dando un asentimento—. Estoy seguro que conseguiremos algo —afirma, si bien la ayuda parece ser algo que no cederá tan fácil—. Pero quisiera saber, ¿Cómo dos damas de su clase llegaron a estar caminando en el bosque usando solo un simple vestido? —He ahí a donde todos quieren llegar: la verdad. La parte jugosa de un laaargo relato cuando finalmente vas a descubrir porqué las cosas se dan como se dan y vas a saber si valió la pena la lectura; la parte central de un postre cuya cobertura es insípida e innecesaria, pero cual esfuerzo vale la pena poner.

—¡Oh, si eso ya lo he dicho! Mi padre lo advirtió... Es más, lo predijo: somos demasiado torpes para andar afuera —Colum Mackenzie abre los ojos, como si estuviera sorprendido, y la insta a seguir contando. Así como él se muestra interesado, de igual manera lo estoy yo, sorprendida de la lengua de plata de Sam a la que, si es suficiente para sacarnos de aquí, le haré un altar todavía más grande al que tenía de ella—, pero logramos convencerlo de viajar a la casa de campo antes que él, por mi cumpleaños, para no intervenir en sus asuntos... Mi padre no me lo pudo negar, con la condición de que estuviéramos cerca de la escolta en todo momento...

—¿Y qué pasó con su escolta, señorita? —inquiere, entrecerrando los ojos, buscando un titubeo que eche abajo todo.

—Nos dejó, por supuesto... ¿No creerá usted que desobedeceríamos a mi padre? ¡Sería una total falta de respeto y que Dios nos libre de esa calamidad! —Con indignación, coloca las manos sobre sus caderas y yo solo atino a cerrar la mía alrededor de su antebrazo derecho, como indicar o recordatorio de que debe tranquilizarse y evitar alzar la voz. Si adivina o no, Samara se sacude ligeramente, recuperando la postura y alzando la cabeza, tratando de dejar pasar su alteración.

—Por favor, discúlpeme, señorita —Serio, desenredando las manos y colocándolas en el respectivo reposabrazos, habla seguro, imperturbable—. Ha sido un malentendido... ¿Decía usted?

—No hay problema —Cuadrando los hombros y con las manos delante del regazo, Sam continúa, con la cabeza altiva—. Ellos dijeron que irían a Inverness a pedir indicaciones, pues no era la escolta que siempre nos acompañaba y llevábamos dando vueltas sin sentido por un rato... Nosotras no tuvimos problema y nos quedamos almorzando en la colina, porque tenía bonita vista... Pero pasó el tiempo y no volvían, ¿Puede creerlo? Se acabó el vino, luego el pan y comenzaron a picar las faldas, así que nos las quitamos creyendo que estaríamos más cómodas mientras esperábamos que no nos hubieran robado... ¡Oooh! Pero lo peor vino después, porque escuchamos disparos, ¡Disparos! Increíble.

Alzando la mano, pidiendo calma, Colum Mackenzie interviene—. ¿Y decidieron correr?

—¿Pues qué más podríamos hacer? —dice Sam, bufando. El papel que toma de niña desorientada y malcriada no cabe en mi cabeza, por lo que me encuentro escuchando maravillada su historia, como cuando éramos más pequeñas y ella, en mis noches de incertidumbre, me contaba cuentos que no tenían nada de triste como mis pensamientos traicioneros y me mantenían al borde del asiento. Siempre ha sido buena para narrar, porque cree en lo que está diciendo—, padre nos tiene bien informadas de los ingleses... Él dice que si vemos uno, gritemos... Pero aquí no es Francia, aquí no habrían más que otros ingleses ahí; es, de todas formas, su territorio como caballeros de la corona, así que decidimos correr contra el sonido de ellos, para evitar un mal rato... Aunque terminé con mi tobillo hinchado. Dígame, ¿Hicimos mal?

Niega—. Su padre es un hombre sabio, sin duda un gran hombre.

—Lo es, mi lord —afirma Sam, satisfecha de que corte la narración dándole crédito a la autoridad de nuestro padre de cuentos. A veces, creo que por más que la gente crea que dar pocos detalles es de ayuda, lo es aún más darles la historia que quieren y, si tienes suerte, crear esa amplia imagen con la cual nadie querrá más que callarte. Sam lo ha logrado, si es que soy positiva y él no nos está dando falsas esperanzas de estar creyendo en un hombre que encaja con todos los valores que respetan de uno—, ¿Usted podría, entonces, devolvernos a él?

Devolvernos. La palabra me causa náuseas, porque no hay ninguna más adecuada a la realidad.

—Mandaré una carta a Abad Manor para anunciar su parada —Finalmente dice, con una sonrisa condescendiente—, aseguraré a su padre, si es que se encuentra ya en casa, su totalidad seguridad hasta que sea posible reunir una escolta... Mientras tanto, les ofrezco la hospitalidad de mi humilde morada.

—Le agradecemos —Siento un apretón a mi hombro, que va en sincronía con el hombre que se va incorporando sobre ambas piernas. Me levanto, yendo al lado de Samara para hacer una pequeña reverencia al mismo tiempo—, toda su bondad. Dios lo bendiga.

Dando un asentimento hacia nosotras, Sam toma aquella acción como un pase libre para salir de aquí e inicia la marcha. Con una última mirada y sonrisa cortés, voy detrás de ella escaleras abajo una vez salimos de la especie de oficina. Casi puedo sentir que un yunque ha dejado de aplastar mi pecho, ahora que tenemos una pequeña seguridad de que saldremos de ésta y, sin darme cuenta, aspiro profundamente, como si no hubiera dejado entrar oxígeno alguno durante todo el interrogatorio.

—¿Lo hice bien? —susurra, de repente. Ni siquiera volteo a mirar por donde vamos, sino que me limito a ver sus hombros, cuyo cabello rubio cubre, y que suben y bajan sin cesar mientras corona nuestro paso—. Ay, Dios, ¿Soy solo yo o me la creí?

—Lo hiciste bien, muy bien —aseguro, de forma atropellada. Tanto tiempo callada me hizo pensar que las palabras se me quedarían atoradas en la garganta si no las sacaba rápido—. Si no se lo creyó, es más escéptico que yo con respecto a Dios... Y eso que tu teatrito fue muy mojigato.

—¿Verdad que sí? Cuando me di cuenta ya era tarde para dejar de dramatizar —Abre una puerta, por la cual alcanzo a ver lo que parece ser un pasillo exterior de vigilancia. Sin detenerse, Samara sale de ahí conmigo pisándole los talones—. También llegué a pensar que en verdad papá nos enseñó todo eso.

—Bueno, es más fácil pensar eso cuando no lo conocimos realmente —musito, llevando las manos hasta mis hombros y frotándolos para conseguir calor ante las ráfagas de viento que hay aquí, en lo alto. Puedo ver, por un lado, el verde y azul de los paisajes de Escocia, y por el otro, el café y gris de la población, que camina tranquilamente, como si no fuera tan diferente a como es todo en el siglo XX—, podemos decir cualquier cosa y podría ser verdad, mas no lo sabríamos.

Sam asiente, jugando con el borde del delicado mandil, ese que nadie más que camina por la explanada, usa por el mismo motivo—. Creo que Broc intenta darnos credibilidad, aún si duda también de que digamos la verdad...

—¿Por qué crees eso? —inquiero, curiosa. Siguiendo al punto en que está centrada su mirada, como perdida entre las personas, distingo al susodicho caminando con el brazo cruzado con el de una niña risueña, de cabellos rubios y vestido verde oscuro que no logra opacarla entre todas esas tonalidades apagadas. Se ven felices y por un momento puedo jurar que él también nos ha visto, por lo que instintivamente doy un paso atrás.

—La mujer que nos trajo la ropa, se llama Bonnie Mai —comienza, haciendo una seña para que bajemos hacia allá. Más relajada, sin mi cabeza amenazando con explotar por el poco tiempo de descanso, soy consciente de un detalle en el caminar de Samara: cojea y, si es como dijo antes, es debido a la hinchazón producto del esguince—, Broc pasó a hablar con ella de camino a la habitación y en un dos por tres, se encargó de mi... Dijo que así demostraríamos nuestro estatus y antes de que llegaras, me pidió hablar bien de él cuando nos pasaran a traer.

—Se nota que Broc no es popular aquí, ¿Será por eso...? —Sam toma mi mano, conforme bajamos las escaleras de la torrecilla que lleva a la entrada del terreno—, ¿Darnos credibilidad significa darle a él puntos a favor?

—Es posible, y si es así, hay que quedarnos junto a él —Asiente, abriendo la puerta siguiente para llegar a la explanada.

Como si nuestros pasos hubieran sido medidos en tiempo para alcanzar la exactitud, apenas salimos de la torrecilla nos intercepta Broc y la niña, ambos sonrientes y envueltos por una bruma de indiferencia ante las miradas que lanza la gente alrededor y me hacen sentir incómoda. Broc realiza una irónica reverencia, sin dejar de sonreír, instando a la niña a imitar su acción. Ella obedece, callada, pero con un brillo simpático en los ojos que la llevan a ser la primera en hablar.

—Davina Leslie Mackenzie, lady Dubois —Se presenta, primero mirando a Samara y, posteriormente, girando apenas unos centímetros para verme a mi y agregar, con voz que parece albergar la amenaza de una risa—, y lady Dubois.

—Un placer, señorita —Sam asiente y mira a Broc, en espera de algún comentario.

Por mi parte, permanezco al margen, de igual forma realizando una reverencia y en espera de que no me pregunten nada, aunque la atención de la niña insiste en estar posada sobre mi, con una sonrisa que me pone aún más nerviosa que las que lanzan los demás sobre todos nosotros; no soy mala con los niños y, es más, parece que les tengo una paciencia infinita... Pero si éstos se empeñan en seguirme no puedo evitar preguntarme la razón, dado que no soy la más entretenida y divertida. Por otro lado, estoy decidida a callar a menos que no tenga de otra más que responder a una cuestión directa o interceder a favor nuestro pues, al menos, cuento con saber que los tecnicismos no forman parte de la jerga popular y que, aunque propios al hablar dirigiéndose a nosotras, un exceso de éste y la mención de Dios pueden caer en un extremo.

—Es mi hija —dice Broc, con orgullo. Con ello, puedo notar que no solo caminaban así de unidos por ser parientes, sino que hay un ademán protector en éste; Davina bien puede ser un pequeño canario y Broc una águila arpía yendo contra la naturaleza para hacerse cargo de ella, cuidarla, viéndose intimidante para alcanzar el objetivo. Y lo estaría, de no ser por su actitud—. Veo que han terminado de hablar con mi hermano.

—Así que, ¿Lord Colum y Dougal son sus hermanos? —inquiere con curiosidad. Broc da un asentimento y nos invita a caminar con él; es así como, dejando a la niña rubia a mi lado que enreda nuestros brazos sin rechistar, extiende una mano hacia Samara para que vaya junto a él. Todo parece ser que nuestros planes de no separarnos resultan ligeramente fantasiosos.

—¿No es evidente? —Saliendo de los límites del castillo, Broc se ve despreocupado y listo para guiarnos a algún lugar, si bien, por mi parte, creo que es prudente quedarnos donde puedan vernos—. No hablan mucho de mi, porque sería desviar la atención al hermano más atractivo...

La niña ríe y al instante me dirige una mirada que no comprendo. No obstante, no se limita a ello y así continuar siguiendo a su padre, pues se ha detenido y apunta con la cabeza en dirección al este, mas allá del camino por el que entramos en la mañana, hacia un prado.

—¿No deberíamos seguirlos, señorita...? —pregunto, viéndolos tomar distancia.

Niega—. A papá no le molesta nada mientras llegue a tiempo a la cena —aclara—, y no voy a perderla, lady Dubois, si eso es lo que teme... Pero papá solo se sabe un recorrido bonito y me aburre... Prefiero ver a los caballos, si no le molesta.

—Puede llamarme Magdalena... O Magda, si así lo prefiere... —Sonriendo, la niña devuelve el gesto y, sin previo aviso, se echa a correr en dirección al prado, jalándome por la mano para que la siga de cerca.

—¡Y usted llámeme Davina!

No tardo más que unos segundos en estabilizarme y no temer caer de cara, y una vez con los pies desenredados, la sigo sin problema, como si el viento impactando contra mi cuerpo me fuera liberando de todo el peso y prometiera que todo irá bien si seguimos así. Davina corona la fila y no desiste hasta que estamos cerca del corral de los caballos y a causa mía debe aminorar el paso... Porque ahí, sosteniendo por medio de una cuerda a una gran yegua blanca, se encuentra Jamie, tan tranquilo, trabajando sin problemas aunque le haya hecho un cabestrillo para su brazo herido y así evitar que se mueva; porque aquí, de nuevo, me hallo perdiendo súbitamente el aliento cuando los rayos del sol impactan contra su cabello de fuego y, gracias a una brisa, la punta de mi nariz pica al reconocer el aroma a madera.

Fantasma, delirio, alucinación... Lo que sea que me haya sucedido en éstas ruinas en el futuro, en doscientos veintisiete años más para ser exactos, no importan. Porque por más que le dé vueltas al asunto nada va a tener una respuesta clara o al menos una respuesta cuerda que me entre en mi dura y racional cabezota; y porque aquí, teniendo lo que parece ser la imagen que encaja a la perfección con mi visión, no requiero de más para dar por sentado que la vida obra de maneras misteriosas y que solo debo de tratar de seguirle la corriente hasta que nos lleve de vuelta, si es que éste hombre tiene todo lo que necesito y por ello, en mi tiempo, me ha dejado la pista.

Él no nos mira pero, estando de espaldas, habla—: ¿Tu padre te ha dejado usar perfume o le robaste un poco a Ivonne, caileag bhòidheach?

—No sé de qué hablas, tío —niega Davina, escalando las tablas del corral, en amago de entrar en cualquier momento a por él—, pero Magda huele bonito, ¿A qué sí? Huele a nighean beairteach.

—¿Magda, dices? —pregunta, dando media vuelta y agrandando ligeramente los ojos, estupefacto; asiento en su dirección como saludo, al igual que le regalo una sonrisa cortés. No tarda mucho en dejar en manos de otro muchacho a la yegua para acercarse—, señorita Dubois... ¿La ha secuestrado ésta niña atolondrada?

—He aceptado venir, así que no sería como lo sugiere —contesto, viendo a Jamie cruzar la valla y acercarse para cargar a Davina, que ríe contenta, y así abrazarla.

La rubia asiente—. Pero he olvidado el té, porque metí los panes en mis bolsillos y cuando iba por el té de menta, papá vino por mi y me sacó a pasear... Ha valido la pena... Magda no es como la estirada inglesa que rechazó venir...

—No hables así de las invitadas —La reprende, no obstante, con una sonrisa de gracia que comparte con la niña, cada vez más parecida a la imagen que tengo de Broc—, ¿Has peregrinado todo el día en busca de más gente para la hora del té? Creí que solo querías estar conmigo.

—Eso fue porque no sabía que vendrían muchachas tan bonitas, tío Jamie... —Aunque la oración la oiga inocente, solo de unos segundos basta para que ella borre la sonrisa y voltee a verme, con expresión de terror, reafirmando su agarre alrededor de Jamie—, ¡Ay, no debí traerla aquí! ¡Hay que volver! —Y regresa la vista a Jamie—, ¡Perdóname, tío...!

—Está bien, teanga sgaoilte, sí sabe mi nombre... —Acaricia su cabello con ternura y, al separarla de él, le da un apretón en el hombro, viéndola a los ojos—, ¿Por qué no vas por ese té y vuelves? Aún queda tiempo antes de la cena, porque ¿No querrás que la señorita Dubois vaya tarde, o sí?

—¿Estás seguro? —pregunta en un susurro. Jamie asiente y eso es suficiente para que se de la vuelta, con la cabeza gacha, avergonzada por el rubor que noto en sus mejillas.

Sigo con la vista su camino de regreso hacia el castillo hasta que retoma la carrera y es ahí cuando me dirijo a Jamie. Él ya me está mirando, mas no puedo descifrar de qué manera, si de vergüenza o en un intento de esconder el miedo que Davina, minutos antes, tuvo.

—¿Qué fue eso? Si se puede saber.

—Mi sobrina siendo Broc en niña —dice, riendo para liberar la tensión que enmarcó sus hombros—, ¿O se refiere a lo último?

—Se vió con miedo tras decir su nombre, ¿Hay algo que deba saber o debo ir corriendo a por mi hermana?

—Broc es un hereje, pero no le haría daño a su hermana... Y yo tampoco le haría daño a usted... —Invitándome a seguirlo, me dirige a un espacio poco lejano del corral, para sentarnos en el pasto. No pongo resistencia y ni siquiera me encuentro nerviosa, pese a que debe haber una buena razón tras de todo ésto—, Davina se puso así porque su padre le pidió no decir nada sobre mi... Es solo una niña, y tiene lengua suelta, pero no es buena combinación si quiere tener a su tío vivo para el final del año.

—¿Y por qué le costaría la vida? —inquiero, si bien en mi mente aparecen los recuerdos de su espalda, deformada por latigazos, lo que me produce un escalofrío.

—Había un precio por mi cabeza de diez libras esterlinas: lo que gana un granjero en un año... Usted sabe que me han azotado, pero no sabe porqué: robo, obstrucción de la justicia, escape... Asesinato, pero no del hombre del que se me acusa —Mi expresión debe decirlo todo, pues una sonrisa se forma en su rostro y niega, apoyando su mano izquierda alrededor de mi brazo en señal de que no hay nada de qué preocuparme—. No maté a nadie, lass, pero no hay forma alguna de hacer entrar en razón a los casacas rojas. Así que a todos esos cargos se puede añadir que sigo fugitivo.

—Por suerte tengo una fortuna como para no pedir la recompensa —digo –siguiendo con el papel que Sam ha creado–, en un intento por disminuir la tensión dado que no tengo intención de indagar más en sus recuerdos, que deben ser turbios para alguien que, probablemente, no debe tener mayor edad a la mía—. ¿Por eso Davina le trae de comer hasta acá... Para que no vaya a algún otro lado?

Encoje los hombros—. En realidad, Dougal me ha mandando aquí por ahora... Pero sí, no quiere que vuelva a comer pasto porque sabe que...

—¿No es llenador? —completo, insegura, recibiendo un asentimento y una mirada extrañada, si bien lo acompaña una risa melodiosa—, tampoco es muy apetitoso.

—Lo ha dicho todo... ¿Cómo lo sabe?

—Debería preguntar lo mismo... —Formo una sonrisa, pequeña, genuina—, lo mío fue por curiosidad, pero apuesto a que usted no lo hizo por gusto.

—Fue en invierno, el año pasado... Ya se imaginará porqué —dice, alzando las cejas, y asiento en respuesta—. Estaba en el bosque con un grupo de chicos persiguiendo ganado... Habíamos tenido una mala semana y no había comida.

—Suena espantoso —musito, avergonzada. Una parte mía comienza a preguntarse de qué tanto he temido en la vida para callar los últimos años, ¿Acaso he sufrido? Sí, he sufrido, y una parte de mi pecho se mueve por culpa. Jamie no parece haber estado tan solo en éste tiempo, a menos no en alma; tiene a Broc y a Davina, por lo que supongo, y a los Mackenzie, si le permiten estar aquí. Yo tengo a mamá, tengo a Sam... ¿Qué me detiene a sufrir tanto, a no mostrar una sonrisa y sustituirlas por temblores si alguien me comienza a cerrar el paso? No veo a Jamie así y es probable que esté sufriendo también, pero espero que mis suposiciones no sean tan erradas, pues creo que es lo bastante fuerte como para seguir adelante y sonreírme aquí, justo en éste momento en que se está sincerando—. ¿Cuántos años tienes...? Es que... Te ves muy joven para haber pasado por tanto.

—Veintidós, lass, aunque me atreveré a decir que usted también se ve muy joven para tener un humor tan sombrío... O una cabeza descompuesta.

—Lo mío es más de nacimiento...

Y callamos. No hay más que queramos agregar, no hay más que queramos, al menos, decir delante de la joven Davina, que corre hacia nosotros con una canasta en manos.
























¹ «La pérfida Albión» es una expresión peyorativa utilizada para referirse a Inglaterra en términos anglófobos u hostiles.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro