27- El león, la médium y el vampiro.

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"Lucy se asustó un poco, pero también la embargó la curiosidad y la emoción. Miró por encima del hombro y allí, entre los oscuros troncos de los árboles pudo ver aún la puerta abierta del armario e incluso vislumbrar la habitación vacía de la que había partido; pues, como era de esperar, había dejado la puerta abierta, ya que sabía que era una soberana tontería encerrarse en un armario".

El león, la bruja y el armario, C.S. Lewis [*].

  Ahí estaba, frente a ella: el armario que conducía a otros mundos. ¡Al fin lo encontraba!

  Desde que Lady Helen Herbert era niña, siempre se había sentido unida a la leyenda de la vecina mansión Ketterley, próxima a Pembroke Manor aunque más apartada.

  Se encontraba escondida en el centro de Inglaterra. El medio de comunicación más cercano era el ferrocarril y la estación de trenes distaba alrededor de diez millas. Ese apartamiento había significado muchos puntos a favor durante la Segunda Guerra Mundial, ya que había servido de refugio, pero ahora era una gran contra. Estuvo años en venta y nadie la quería.

  Sin embargo, pese a los obstáculos, el mito era tan poderoso para ella que, cuando alcanzó una buena posición como escritora de novelas eróticas, lo primero que hizo fue comprarla.

ᅳ¿No te basta con haber heredado Pembroke Manor, Helen? ᅳle preguntaban sus amistades, levantando las cejas.

  Por supuesto que no le bastaba pero ¿cómo explicárselo a ellos? Ni siquiera sabían que era médium y que podía comunicarse con los espíritus.

  Era un secreto que guardaba bajo cientos de llaves: ése había sido el motivo por el que encerraron en el psiquiátrico a la bisabuela Marian, en mil ochocientos ochenta. Ni que fuera tonta como para revelarlo ahora, aún el sexo femenino no ocupaba el lugar que merecía. Si lo hacía perdería su reputación como intelectual, labrada sobre la base de mucho esfuerzo.

  Le gustaba pensar que era una pionera en la defensa de los derechos de las mujeres. A través de sus novelas aprendían a valorar sus cuerpos, los deseos guardados de manera más profunda en los corazones y, fundamentalmente, descubrían la necesidad de cambio. Cada vez que sus lectoras le enviaban cartas comentándole que, gracias a sus libros, habían decidido ingresar en la universidad en lugar de buscar un marido de buena posición, Helen se sentía realizada. Por ese motivo la leyenda era tan relevante para ella: porque deseaba con toda el alma seguir la estela de las mujeres Pevensie, otras pioneras.

  Helen había conocido las historias de Polly Plummer y Digory Kirke a través de su abuela. Tanto la habían fascinado que hizo todo lo posible por entablar amistad con los hermanos Pevensie: Peter, Susan, Edmund y Lucy. Se hizo amiga en vida y continuaba comunicándose con ellos ahora que estaban muertos.

  Era una mujer soltera, independiente y no tenía que rendirle cuentas a nadie. Así que dedicaba todo su tiempo libre, cuando no estaba escribiendo ni recorriendo distintos países promocionando sus libros, a encontrar el acceso a Narnia. Quizá porque los Pevensie siempre le recomendaban que no lo hiciera. Aunque también admitían que, si pudieran retroceder el tiempo, volverían a hacer lo mismo: jamás prescindirían de los años en que habían gobernado aquel mundo, devolviéndole su antiguo brillo. Ella pensaba que no la conocían porque negarle algo implicaba hacerlo más interesante. Se sentía impelida a desvelar el misterio.

  Y ahora lo tenía enfrente: el armario de madera de manzano tenía que ser éste. Lucy le había explicado que un rayo había derribado el árbol del que estaba construido. Un árbol que provenía de una semilla de Narnia que el profesor Digory Kirke había traído consigo. Aunque sus frutos no revivían a las personas moribundas como lo hacían allí, le daba pena que sus mejores recuerdos murieran con él por culpa de una tormenta. Por ese motivo encargó que hicieran el ropero.

  Dentro todavía había abrigos de piel colgados. No eran suyos. Por lo visto venían incluidos en el lote junto con los muebles y demás pertenencias del último propietario, un anciano que murió sin descendencia. Empezó a caminar, un poco encogida pues era una mujer bastante alta. Dejó la puerta abierta, una recomendación que Lucy jamás se cansaba de hacer.

  A medida que se adentraba en él le llegaba, además del perfume de la madera, de la naftalina y la ropa colgada, el aroma a gramilla, a rosas y el susurro de voces. No salió de golpe sino que se quedó escondida, escuchando. Un hombre que estaba en la veintena, igual que Helen, conversaba con un oso.

ᅳ¿La has visto llegar? ᅳle preguntaba, impacienteᅳ. Tengo que hablar con ella enseguida.

ᅳAún no ᅳle respondió el animal, frotándole la cabeza con la pata para darle ánimosᅳ. Pero pronto llegará. Las profecías jamás se equivocan.

ᅳSi quieres ve y prepara la cena, yo la espero solo ᅳle dijo, suspirando.

ᅳMuy bien, me voy pero sólo si tú me prometes que estarás tranquilo, Trevor ᅳle pidió el plantígrado.

ᅳPrometido, Roscoe ᅳexpresó el muchacho, con una sonrisa forzada.

  Helen, al contemplar el pelo rubio, los ojos azules y la figura musculosa del desconocido, comprendió que esa corriente que le recorría el cuerpo de un extremo al otro era un flechazo en toda regla. Sintió una atracción inmediata que no supo explicar. Sus amigos decían que era una persona fría pero ahí, en el Erial del Farol, supo que todos ellos se equivocaban.

  El nombre del sitio se debía al farol que siempre estaba encendido. Lucy le había explicado de un modo tan minucioso todos los detalles, que no tenía la menor duda de que se encontraba allí.

  Esperó diez minutos, dando tiempo a que la mujer llegase y se marcharan juntos. No deseaba que existieran testigos de cómo había entrado al reino. Pero, con el paso de los segundos, se percató de que no podía seguir encerrada en el armario. El olor a naftalina y ropa guardada por años pronto la haría estornudar.

ᅳDisculpe ᅳexpresó Helen, saliendoᅳ. ¿Me podría decir, señor, cómo puedo encontrar a Aslan?

  Casi se cae de espaldas cuando el extraño corrió hacia ella y la abrazó, cargándola, y dando vueltas en el aire mientras decía:

ᅳ¡Helen, has venido!

  Si antes, al verlo, se sintió atraída, al rozar el cuerpo fuerte de Trevor quiso hacer el amor allí mismo o dentro del armario, le daba igual. Nunca consideró que la pasión la pudiese atacar como si fuera el virus de la gripe.

ᅳDisculpe ᅳexpresó, intentando mantener la corduraᅳ, pero yo no lo conozco.

ᅳYo sí, Helen ᅳmanifestó él, emocionadoᅳ. Toda mi vida he sabido de ti por Lucy y por mi madre. ¿No conoces la profecía?

ᅳMe temo que no ᅳdijo la chica, moviendo la cabeza negativamente.

ᅳMuy bien, entonces, como debe ser. Pues ven a mi casa que te la explico ᅳle pidió él, cogiéndola de la mano y arrastrándola, sin esperar la respuestaᅳ. Por cierto, mi nombre es Trevor.

ᅳMucho gusto ᅳexpresó Helen, intentando seguir los pasos apresurados de su compañero.

  No tuvieron que caminar (o correr) demasiado puesto que el hogar de Trevor se hallaba muy cerca.

ᅳNo te asustes, Helen ᅳla previno al abrir la puertaᅳ. Mi amigo, Roscoe, está preparando la comida... Y es un oso.

  La chica no le respondió. Si lo hacía tendría que confesarle que había escuchado la conversación a hurtadillas.

ᅳ¡Bienvenida! ᅳexclamó el animal, cuando entraronᅳ. Y adiós, también. Tenéis la mesa puesta. Me voy para que habléis.

  A la muchacha le extrañó que se fuera porque estaba preparada para tres comensales. Un mantel en tono rojo y blanco cubría la mesa, dándole un toque alegre. La vajilla parecía ser inglesa, aunque no se acercó a comprobarlo, porque apenas tuvo tiempo para abrir la boca mientras Roscoe abandonaba la estancia.

ᅳ¿Quieres comer o hablar primero, Helen? ᅳle preguntó, mirándola a los ojos del mismo tono que los de él: daba la sensación de que se perdía en ellos.

ᅳHablar ᅳle respondió ella, en tanto que se encaminaba hacia el sofá.

  Se sentaron muy juntos. Trevor cogió una de las manos de Helen entre las suyas y suspiró.

ᅳDebo abandonar Narnia e irme contigo ᅳexpresó, mirándola sin parpadearᅳ. No sé si decírtelo todo, podrías apartarte de mí, pero no deseo que empecemos con una mentira...

ᅳDímelo ᅳlo conminó Helen, acercando los labios a las mejillas del hombre y plantándole un besoᅳ. Prometo que, sea lo que sea, me lo tomaré bien. Odio los engaños y admiro a las personas sinceras.

ᅳSoy un vampiro, Helen ᅳle dijo, acariciándole el rostroᅳ. La única manera de dejar de serlo es yéndome de aquí. Al cruzar la entrada me convertiría en un hombre. No debes tener miedo de mí.

  Ella no experimentaba temor, sólo deseo, pasión o lo que fuera. No pudo resistirse a los labios de Trevor y empezó a besarlo mientras él le acariciaba el cuerpo y le desabrochaba el vestido azul, de línea princesa.

ᅳ¡Un momento! ᅳexclamó el vampiro, apartando las manos de Helenᅳ. Primero tengo que contártelo todo. Debes saber cuál es la profecía.

ᅳ¿Y cuál es? ᅳpreguntó ella con curiosidad.

ᅳNosotros dos estamos destinados a estar juntos ᅳle comunicó, sin perder detalle de su reacciónᅳ. Y a tener descendencia.

  Helen no se asombró. Las sensaciones que la recorrían estaban más allá de toda lógica. No obstante admitir esto, le preguntó:

ᅳ¿Los Pevensie sabían de esta profecía?

ᅳSí ᅳle respondió Trevor de manera inmediataᅳ, pero no podían comentarte nada, debías conocerla a través de mí. Es imprescindible que sepas que nuestra nieta está llamada a realizar acciones de extrema importancia. Nosotros no debemos entorpecer su camino. Todo lo contrario, tenemos que apoyarla.

ᅳ¡¿Nuestra nieta?! ᅳse asombró Helen, tenía sólo veinticinco años y todavía no habían hecho el amor por primera vez y ya estaban hablando de sus nietos.

ᅳSe trata de una magia de la cual Aslan me ha hablado ᅳcontinuó con las explicacionesᅳ. De la Magia Más Insondable, que hace que se pueda hablar con los muertos y también revivirlos en determinadas circunstancias. Ese conocimiento se pierde en los albores del tiempo. Tú puedes hablar con ellos pero nuestra nieta está llamada a ir más allá de esa frontera. Sólo sé eso. Aslan no me quiso explicar más hasta que llegue el momento.

ᅳBésame ᅳle pidió Helen, como respuesta.

  Y él volvió a perderse en los labios de la muchacha, con hambre devoradora, en tanto le quitaba el vestido y lo apartaba a un lado y Helen le bajaba la cremallera del pantalón. Las manos del vampiro la recorrían por todos los sitios. Por momentos le subían por las piernas y acto seguido apretaban sus senos con delicadeza infinita. Como ninguno de los dos soportaba más la espera, Trevor la poseyó allí mismo, sobre el sofá.

  Helen nunca hubiera imaginado que el sexo pudiese ser así, tan distinto de todas sus anteriores vivencias. No deseaba separarse de él quien, a pesar de que ya había acabado, continuaba dentro de ella. Al final no tuvo más remedio que apartarse, puesto que llamaron a la puerta.

  La muchacha se colocó rápidamente el vestido y quedó impecable. Pero Trevor batallaba con los pantalones y el cinto.

ᅳVe abriendo tú ᅳle pidió, apurándose.

  Al hacerlo, la chica pensó que alucinaba: un león aguardaba del otro lado.

ᅳMe alegro mucho de verte, Helen ᅳmanifestó Aslan, frotándola con la melena a modo de bienvenida.

  Y luego de traspasar la entrada les dijo a ambos:

ᅳ¡Enhorabuena, felices papás! Acabáis de engendrar a una niña. Vuestra nieta Danielle está más cerca. Pero ¡cuidado!: no debéis hablar con nadie de todo esto. Es nuestro secreto.

[*] Segundo libro de Las crónicas de Narnia, Barcelona, 2005, página 17.  

Lady Helen sintió la misma emoción que Lucy el día en el que descubrió el armario.



Abrigos y más abrigos que no terminaban nunca hasta que tocó ¿una rama?




Había encontrado Narnia.


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