Pensé que te había superado,
lo ansié.
Que todo lo bonito del "amor"
que sentía hacia ti; se había esfumado,
y me alegraba de ello, porque realmente me sentía bien, libre,
casi feliz.

Solo me engañaba.
Porque cada día que volvía a verte,
era una condena sin pena de muerte a la que estaba atada a pagar este año.
Y me negaba, no quería.
Todo me entristecía
porque cada vez que mis pupilas te vislumbraban entre la muchedumbre,
todo a mi alrededor cesaba,
y yo me hundía en un profundo surco
sin fondo y sin luz.
Sin poder encontrar la salida
hacia el nuevo mundo
en el que tú me decías: oh mi vida,
aquí estás tú,
porque todo para nosotros había concluído.
Y aunque me sentía rota y destrozada,
solo quería conservarte como si fueses una obra de arte.
Bella y provocativa.
Ilegal porque
nunca más la volvería a tocar,
aunque mis ojos la apreciasen
no volvería a saber más de su sabor,
ni de como los colores brillaban a su alrededor.
Ella era una obra de arte
a la que debía pagar una gran suma
si simplemente el roce de mis pupilas con las suyas
se rozaban gracias a la teoría llamada
la casualidad de la vida.