Capítulo 7

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Capítulo de 6 páginas... 

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Débora

Aquel día me percaté de dos cosas:

1. La paciencia no es una de mis virtudes.

2. El tiempo es relativo.

La primera afirmación era sencilla de explicar y entender. Se trataba de un hecho. De una verdad. Era un ser impaciente. Simple y llanamente. La prueba de esto eran los suelos que casi logré desgastar por culpa de mí andar inquieto. Me pasé aquella mañana dando vueltas, y más vueltas, por los pasillos. Llegué a compararme incluso con una leona enjaulada entre barrotes de oro. Me sentía exactamente así: un animal tensó, encerrado en un espacio demasiado pequeño para su gusto.

Deambulé por los pasillos como un alma en pena. Suspirando constantemente y cada vez de peor humor. Todos con los que me cruzaba, me miraban de reojo antes de desaparecer. Casi parecía que estuvieran tratando de evitar el huracán en el que me estaba convirtiendo. Huyendo despavoridos de mi mal humor y rostro enfurecido.

Así que si: era impaciente y además aterradora por lo visto.

Y es que tras estar casi tres semanas encerrada entre aquellas paredes estaba convencida de que ya me sabía, casi al dedillo, cada rincón, imagen, cuadro y demás objetos decorativos de aquella casa. Había perdido la cuenta de cuantas veces había mirado las fotografías que colgaban en todas las paredes de aquella mansión, o de cuantas veces me había visto tentada a arrojar aquel horroroso jarrón lila que descansaba sobre aquel mueble justo al final del segundo piso... La tentación cada día era mayor, y estaba convencida que acabaría sucumbiendo a ella en breve. Lo que no sabía era si sentiría remordimientos al destrozarlo. Supongo que ya lo averiguaría.

Bajando los escalones más deprisa de lo que debería, llegué hasta la primera planta. Tras asegurarme que no había ningún espía cerca, salí de la casa.

No exageraba al usar la palabra espía. Cada segundo que pasaba en aquella casa, notaba como alguien me vigilaba. Si hacía algo que la doctora desaconsejaba, de la nada salía alguien a pararme los pies. Me sentía como una niña pequeña a la que no le dejan acercarse al montón de galletas recién horneadas. En fin, una tortura.

Ya en los jardines traseros, saludé con la cabeza a los dos hombres que hacían guardia. Ellos al verme inclinaron sus cabezas a modo de saludo. No pude evitar fruncir el ceño. Ya había perdido la cuenta de cuantas veces les había pedido que no hicieran reverencias, pero no había manera de que me hicieran caso. Lo máximo que conseguí fue que dejaran de doblarse tanto. Al principio casi se tocaban con la cabeza los pies de lo exagerada que hacían la reverencia. Honestamente, aquella pequeña inclinación de la cabeza que hacían ahora me parecía un auténtico triunfo en comparación.

Alejándome con disimulo de ellos, recorrí el pequeño laberinto de matorrales del jardín en busca de un poco de paz. Sabía exactamente donde debía ir para estar en su punto ciego y evitar que me vigilase alguien.

Sentada en el césped, miré al cielo exasperada. El sol justo en los más alto me confirmaba que solo debían de ser alrededor de las 12. Sin poder controlarme, puse los ojos en blanco y me tumbé suspirando. Aquello me recordó la segunda afirmación que había descubierto aquel día:

El tiempo era relativo.

No me refería a todas las teorías científicas sobre el tema de las cuales no tenía ni la más mínima idea. No. Me refería a ese fenómeno extraño que todos hemos experimentado alguna vez en nuestra vida. Aquel momento en el que te das cuenta de que un minuto no siempre son 60 segundos. Aquel momento en el que miras el reloj y te cuestionas si las agujas se están moviendo o no. Ese magnífico truco de magia donde lo divertido pasa en un suspiro y lo aburrido se hace eterno. Sin lugar a duda estaba empezando a odiar aquel el relativismo del tiempo.

En definitiva, aquel día parecía una anciana cascarrabias a un paso de odiar al universo en su totalidad infinita. La idea de coger un reloj y adelantar sus horas, cruzó mi mente en numerosas ocasiones. Sin embargo, logré contenerme. No me preguntéis cómo. Sería incapaz de explicarlo.

Pasé más de una hora tirada en aquel trozo de jardín. Oculta ante la mirada de todos, mientras contemplaba las nubes pasar sobre mi cabeza. Como la niña pequeña que nunca tuve la oportunidad de ser, me dediqué a imaginarme figuras. En aquel periodo de tiempo vi lo que me pareció un conejo, también lo que juré creer que era un dragón y algo parecido a una luna. En fin, mirar el cielo a modo de excusa en un desesperado intento de tratar de adelantar al inamovible tiempo.

Mis ojos dejaron de mirar el azul y se fijaron en el verde a mis espaldas. Justo detrás de mí, acababa el jardín y comenzaba lo que era el bosque. Más allá se hallaba la aldea de la que tanto me habían hablado. Anabel no dejaba de parlotear sobre ella. En aquellas semanas, me había contado infinitas historias sobre la manada Raksha. Tanto, que ya creí saber todo de ella a pesar de no haber estado nunca...

De repente una idea cruzó mi mente, y al instante supe que iba a meterme en líos.

Sin saber porque mi mente siempre me incitaba a meterme en problemas, me levanté del suelo y clavé mi mirada en aquellos árboles que parecían llamarme a gritos. Nerviosa deshice la trenza que sujetaba mi cabello mientras pensaba en las posibles consecuencias... ¿Qué podía salir mal? Estaba aburrida, y solo iba a dar un paseo hasta la aldea para entretenerme. No serían más de diez minutos de caminata. Nadie tenía porque enterarse.

Y como arte de magia, otra idea se abrió paso en mi cabeza. ¿Acaso no sería mejor que se enteren todos? Con una sonrisa de oreja a oreja me di cuenta de cuántos más se enterasen mejor.

Cuantos más guardias se pusieran nerviosos ante mi desaparición mejor. Cuantas más personas dieran la voz de alarma mejor. Ya que lo mismo, y con mucha suerte, la histeria colectiva llegaría a Amoos. Y lo mismo, este decidía salir de su escondite y venir en mi búsqueda. Ya sabéis lo que se suele decir: 

'Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma irá a la montaña'.

A paso rápido y decidido, me adentre en la espesura del bosque. Sabía perfectamente a dónde debía ir. Estaba cansada de escucharlo: todo recto hasta el árbol caído, y después hacia donde su rama partida señala. Fácil y sencillo.

Los primeros minutos de la caminada me los pasé mirando el suelo, tratando por todos los medios de no tropezar con alguna raíz y caerme. Después mi vista se centró en mi alrededor. La belleza del paisaje que me envolvía era abrumadora. El bosque rebosaba de vida. Mirases donde mirases, había algo nuevo que descubrir. El viento suave mecía lentamente las copas de los árboles creando una relajante melodía que, junto al canto de los pájaros, me sacó más de una sonrisa.

Tras lo que me pareció dos segundos, llegué al fin al famoso árbol. Este resultó ser más grande y imponente de lo que me había imaginado. Sus ramas se retorcían sobre sí mismas creando un tétrico espectáculo visual. De ser de noche, seguramente aquella imagen me hubiera asustado más de lo que estaba dispuesta a admitir...

Ignorando el escalofrío que sentía al mirar sus rizadas ramas, me centré en la más grande de ellas. Esta señalaba, como un dedo fantasmal, el sendero a la derecha. Siguiendo su silenciosa indicación, reanudé mi marcha. Cinco minutos después llegué a mi destino, sin más problemas que dos o tres pequeños arañazos.

La visión frente a mí era casi de película. Las pequeñas y bajitas casas de madera, construidas justo encima del suelo embarrado, me recordaron a la vieja Irlanda de la que tanto había leído y soñado. Por las calles corrían los niños, y de las ventanas colgaban prendas de ropa húmedas que el viento trataba de secar. La visión era, sin lugar a duda, cautivadora. Escondida tras el último tronco de la primera fila de árboles, me dediqué a observarlos en silencio. No quería llamar su atención, porque en el mismo instante en el que me vieran, la voz de alarma se acabaría y Amoos no saldría de su escondite.

Sin darme cuenta me quedé embobada mirándolos hacer todo tipo de banalidades. Verlos era más entretenido que caminar dando vueltas por los pasillos de la mansión. Todos parecían conocerse y eso es algo que solo sucedía en los pequeños pueblos. Desde donde estaba, pude contar un centenar de tejados. Sin duda, no era un pueblo tan pequeño.

Tan entretenida estaba, que no me di cuenta de cómo el sol empezaba a desaparecer tras la copa de los árboles, ni como el viento se tornaba cada vez más frío. Cuando me percaté de esos dos detalles, decidí no tentar a la buena suerte y regresar antes de resfriarme o perderme.

Lo que antes bajo la luz del sol, había sido un agradable paseo, ahora parecía una trampa mortal. La escasa luz que quedaba no era lo suficientemente fuerte como para colarse entre las hojas de los árboles, así que cada rama me parecía la misma que la anterior, y cada paso era toda una odisea.

Minutos más tarde, sin miedo a que los de la aldea me pudieran oír, empecé a maldecir en voz alta a todos y a todo. No dejé de insultar y criticar a cualquier cosa que me molestaba hasta que tuve que detenerme a coger aire de tanto hablar.

Sentada sobre una gran rama, me di cuenta de aquello que me negaba a admitir: la había vuelto a cagar. Me había perdido, como era de esperarse. Como sabía que iba a pasar incluso antes de haberme adentrado al bosque.

Sin nada más que hacer, me acomodé en el suelo pegando mi espalda en el tronco del árbol. Era cuestión de tiempo de que alguien me encontrase. Derrotada saqué el móvil de mi bolsillo para llamar a alguien. No me sorprendió en absoluto darme cuenta de que no tenía señal. Estaba gafada. Era la viva imagen de la mala suerte. Maldiciendo, esta vez a mi misma, encendí la linterna del móvil para llamar la atención de alguien.

Los minutos fueron pasando y nadie llegaba. En esos momentos empecé a ponerme nerviosa de verdad. A medida que el tiempo pasaba, los sonidos del bosque me daban cada vez más y más miedo. Lo que antes había sido una alegre banda sonora, ahora parecía una de terror.

Inquieta, y cada vez más impaciente, me levanté del suelo y con el móvil apunté a mi alrededor en busca de algo que me resultase familiar. Sin ningún resultado positivo, me crucé de brazos por culpa del frío.

Cuando ya tenía asumido que iba a pasar la noche en medio de la nada, escuché unos pasos acelerados acercarse. Sorprendida, me giré hacia donde venía el sonido. Alumbrando con la tenue luz de mi móvil, forcé mi vista intentando ver más allá de la oscuridad.

— ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? — pregunté con voz temblorosa, sabiendo que con aquella pregunta siempre llega la tragedia en las películas.

Aquella persona o cosa que se escondía entre la oscuridad guardó silencio poniéndome los pelos de punta. Mentalmente traté de calcular las probabilidades de que estuviera viviendo un mal sueño.

Tenía dos opciones: comenzar a correr en dirección contraria aquel sonido arriesgándome a alejarme más de los que me buscaban, o acercarme a lo que fuera que estaba haciendo esos sonidos. Como ya había cubierto el cupo de estupideces diarias permitidas, di media vuelta y salí disparada en dirección opuesta a aquella cosa. Detrás mío, pude detectar el sonido de algo moverse. Aquello fue más que suficiente para que empezará a gritar y correr más rápido si acaso era posible.

Con la sensación de estar ahogándome por la carrera, y con la piel empapada de sudor, seguí intentando alejarme de mi persecutor. La palabra estúpida me venía como anillo al dedo en aquellos instantes.

'Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña... ¡Pamplinas! ¡Si la montaña no se mueve, tú menos! ¡Pedazo de inútil!' me regañé histérica al notar como cada vez estaba más cerca de mí aquella cosa que me seguía. Y de la nada apareció una raíz que me hizo tropezar y caer, porque claro: como la situación estaba yendo tan bien, la cosa tenía que ponerse mejor...

— Joder, joder, joder... — mascullé con las muñecas doloridas y las palmas de mis manos sangrando. Dándome la vuelta grité al ver una sombra a pocos pasos de mí. Con los ojos abiertos por el miedo, traté de retroceder y alejarme de aquella figura oscura que me miraba sin moverse. ¿Por qué no se movía?

— ¡Débora! — escuché una voz gritar no muy lejos. Sin pensármelo dos veces grité hasta quedarme afónica. Segundos después, a mi lado llegó Amoos y seguidamente Anabel. — ¿Qué sucede? — preguntó con el rostro blanco por el susto que le debía haber dado. Sin saber que decir, señalé donde segundos antes había estado aquel ser mirándome, más no había nadie cuando se giraron a mirar. Sin dudarlo un segundo, Amoos se levantó corriendo para seguidamente desaparecer hacia donde había señalado. Anabel a mi lado, le cogió en brazos para irse en dirección contraria, alejándome del posible peligro.

Porque... ¿Acaso era real lo que había visto? ¿O es que me estaba volviendo loca y empezaba a imaginarme cosas que no existían? Fuera la que fuera la respuesta a esas preguntas, una cosa estaba bien clara: una vez más, Amoos se me había vuelto a escapar, pero esta vez no me importaba. 

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Madre mía si que es largo este capítulo.

¿Débora es tonta o simplemente tiene mala suerte?

¿Vosotras tentaríais a la suerte como ella hace? Yo sinceramente no jajaja

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