10. La mudanza

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El día de la mudanza había llegado. A pesar de ser un domingo soleado, el ambiente no se percibía de la misma forma.

A la familia no le agradó saber que Estela se marchaba a vivir con el innombrable de Fluver. Guardaban la esperanza de que con el pasar de los días cambiara de parecer, mas no sucedió. Ni siquiera que Leticia mencionara que tendría que compartir techo con su suegra, la hizo desistir.

En la puerta de la casa, sobre la hierba, estaba una maleta color morado, cuyo destino sería diferente al de vacacionar. El equipaje generó nostalgia en los familiares de Estela, principalmente en sus padres. Aunque la joven se mudaba a un barrio ubicado a poca distancia de la quinta de los Rojas, daba la sensación de que se iba de viaje a otro continente.

—Mamá, no me voy a otro país. —Estela apretó el hombro de su madre para tranquilizarla—. Apenas son cuarenta y cinco minutos. Todos los fines de semana vendré de visita.

—Hija, vivir con los padres de Fluver, ¿es lo que quieres? Recapacita —rogó la madre—. Si necesitan una vivienda, aquí hay mucho espacio. Conchi y Armando ya van de regreso a la capital.

—Se lo propuse a Fluver, pero él no quiere. Mamá, no creas que me hace feliz vivir en la misma casa con mis suegros, pero nos dará tiempo para ahorrar, alquilar un departamento y comprar las cosas que hagan falta.

—Ahorros tendrías si Fluver hubiera aportado con la mitad de la plata que le correspondía del gasto de esas bodas —dijo la madre con gesto adusto—. Así no habrías tenido que hacerte cargo tú solita. No es un reproche, bueno, un poco lo es.

—¡Más le vale que te dé el dinero! —exclamó Humberto. Tenía el rostro enrojecido y no a causa de una insolación—. Floripondio no se lavará las manos tan fácilmente. Él asumirá esa responsabilidad, o me dejo de llamar Humberto Rojas.

Estela sintió un escalofrío. Uno de los motivos para no decir nada, fue la reacción de su padre. Cuando Humberto preguntó por qué no podían alquilar un departamento, no le quedó más remedio que decir la verdad. Como era de esperarse, su papá y el resto de la familia pegaron el grito en el cielo. Humberto le exigió a Fluver que le pagara el dinero que le debía a Estela, de lo contrario tendría serios problemas con él.

Humberto era un hombre de carácter afable, pero era de temer cuando se cabreaba. Cabe mencionar que la exigencia fue hecha con segundas intenciones: presionar a Fluver y hacerle ver el terrible suegro que podía ser si se pasaba de listo.

—¿Estás segura, Estelita? —preguntó Concha, preocupada—. La convivencia es difícil, verás a Fluver tal como es, igual que en esos documentales de National Geographic donde graban a los animales en su entorno natural. ¿No te asusta lo que descubras?

—Sé lo que estoy haciendo, Conchi —respondió Estela—. Estaré bien, gracias por preocuparte.

—Ya no le digan nada. Estela es una mujer adulta para que estemos objetando lo que hace o deja de hacer —comentó Andrés, desconcertando a la joven—. Por mi parte no pienso intervenir más, pero si me necesitas, ahí estaré. —Ladeó una sonrisa sincera.

—Gracias, Andrés. —A Estela se le aguaron los ojos—. ¿Me das un abrazo?

—Qué manía tienes con los abrazos —respondió Andrés—. ¿Mis palabras no te bastan?

—Andrés, dale un abrazo a tu hermana —instó Leticia.

—De acuerdo. —Sacó el celular y tecleó algo.

El móvil de Estela emitió un sonido indicando la entrada de un mensaje.

—No me refería a esto —dijo ella mirando el gif de un abrazo virtual que Andrés le envió por WhatsApp.

—No especificaste. —Encogió los hombros.

Estela negó con la cabeza, riendo.

A continuación se despidió de sus sobrinos, prometió visitarlos los fines de semana mientras estuvieran de vacaciones en la ciudad. Abrazó a su hermana y a su cuñado, dentro de unas horas Concha y Armando retornarían a la capital y no los vería hasta dentro de un mes.

Por último llegó la despedida más dura: Lucas. No podía llevarlo con ella. Aunque la casa de Fluver tenía un jardín delantero, no se comparaba con la amplia área verde de la finca. Agarró al pato entre sus brazos y lo llenó de mimos, por dentro el corazón se le encogió de pena. Que se quedara en la casa de sus padres era lo mejor para él.

—Pórtate bien, Lucas. No le des trabajo a la abuelita, ¿sí? —repartió varios besos en su cabeza—. Te quiero mucho, mucho. —Lo abrazó con fervor.

La escena cariñosa fue interrumpida por la llegada de Fluver. Saludó a la familia y empezó a subir las maletas en el auto de Estela. Los Rojas respondieron el saludo, más por educación que por alegría de verlo.

—Cuídate mucho y no te dejes de tu suegra, que ya sabemos cómo es —recomendó Leticia.

—Lo sé, mami. Estoy preparada para lidiar con esa mujer.

Lucas, que aún permanecía en los brazos de Estela, graznó fuerte y metió el pico en el cabello, era su modo de mostrar el desconsuelo que sentía por la partida de su dueña.

—Lucas, no puedo llevarte conmigo.

—Cuack... cuack —susurró triste.

—También me harás falta, pero estarás mejor aquí con el resto de patos. —Le dio un apretón cariñoso y luego se lo entregó a Raia.

Estela subió al auto, sacó la mano por la ventanilla y la agitó a modo de despedida. Aquel gesto exaltó a Lucas. Se removió con fuerza en los brazos de Raia hasta lograr zafarse. Corrió tras el auto, agitando las alas, desesperado.

—Detén el auto —exclamó Estela—. Lucas viene para acá.

—Déjalo, se cansará y volverá a casa —dijo Fluver, mirando al ave por el retrovisor.

—¡Que detengas el auto, dije!

Fluver frenó en seco ante el grito de ella.

Estela abrió la puerta. Lucas saltó a sus brazos.

—Ay, Lucas —soltó unas lágrimas—. Te juro que no me olvidaré de ti, vendré a verte siempre que pueda.

Raia llegó corriendo a donde estaban ellos. Estela aprovechó para entregárselo.

—Cuídalo —pidió ella con voz quebrada—, y mímalo mucho en mi ausencia.

—Así lo haré, tía —dijo la chica—. Vamos Lucas, hay una patita en el corral que quiere conocerte.

—¿Cuack? —inquirió Lucas.

—¿No sabes quién es? Pues ahorita te la presento —rio Raia.

Estela esbozó una sonrisa por la cómica situación, su sobrina encontró la forma de desviar la atención del pato.

Kilómetros después, la finca y el verdor que rodeaba a Puerto Cruz había desaparecido para dar paso a una selva de cemento. Un nuevo hogar en la zona comercial de Manta la esperaba.



A las tres de la tarde llegaron a un barrio al norte de la ciudad. Estacionaron el auto frente a una casa de dos pisos color crema. Afrodisio y Pilar los estaban esperando.

—Buenos tardes, don Afrodisio, doña Pilar —saludó Estela.

—¡Bienvenida, mija! —A Estela le sorprendió el efusivo recibimiento de Pilar, que lejos de transmitirle confianza, la puso en alerta—. Qué felicidad nos hace tenerte en nuestra casa. Afrodisio, lleva las maletas a la habitación que le preparé a Estelita. Te va a encantar. —Colocó la mano en el hombro de la joven, llevándola dentro.

—Bienvenida. Siéntete como en casa. —Afrodisio abrió la puerta. Las palabras de él sí le parecieron sinceras.

—Afrodisio, ve con Fluver al supermercado por las bebidas y lo que falta —demandó Pilar—. Yo me encargo de acomodar a Estela.

El hombre asintió y se marchó a hacer lo solicitado.

En el segundo piso, Pilar se detuvo frente a una puerta que quedaba al fondo del pasillo. Giró el pomo e hizo un gesto a la joven para que entrara.

—¿Dónde están las cosas de Fluver? —preguntó Estela, mirando el interior de la estancia—. Pensé que compartiría habitación con él.

—Compartirían habitación si estuvieran casados —aclaró Pilar—. Pero como no lo están, cada uno tendrá su habitación. Y nada de gatear por las noches a la habitación de mi hijo, me daré cuenta —advirtió con una mueca severa.

Estela contuvo una carcajada al imaginarse a la mujer agazapada en algún rincón de la casa, cuidando el honor de su hijo.

—Pues, ya que estamos, el mismo consejo debería darle a Fluver, ¿no le parece?

—Mi hijo sería incapaz de irrespetar la casa en la que vive.

—¿Y piensa que yo sí lo haré?

—Eres una invitada aquí, no conozco tus costumbres. —La mujer arrugó el ceño, inquisitiva.

—Estamos en las mismas, señora. Esta convivencia será una excelente oportunidad para conocernos. —Fingió una sonrisa.

—Supongo —siseó Pilar—. Espero que el sitio sea de tu agrado.

La habitación era de un color rosa pálido. En el centro había una cama grande con dos veladores. En el otro extremo, un mueble de pino de cinco cajones y un pequeño sofá de mimbre. En la esquina superior derecha estaba el aire acondicionado. Fue a encenderlo para refrescar el ambiente caluroso, pero la acción fue detenida por la voz de Pilar.

—Está dañado. Te sugiero abrir las ventanas —informó—. Acomoda tus cosas y descansa un poco. Organicé una cena en honor a tu llegada e invité a mi hermana y a mi sobrina.

Estela arqueó las cejas, escéptica. Su suegra no solía tener detalles de ese tipo, cada que iba de visita ni un vaso de agua le brindaba. Empero, decidió darle el beneficio de la duda, las personas cambiaban, ¿no?

—Muchas gracias, no se hubiera molestado —agradeció.

—No es ninguna molestia, al contrario, es lo menos que puedo hacer para que tu estadía comience con pie derecho.

—¿Cómo estuvo el viaje de su hermana? ¿No hubo inconvenientes con el vuelo? —cambió de tema—. Qué alegría volver a ver a doña Susana y a Judy.

Susana y Pilar eran polos opuestos en cuanto a carácter y en la forma de ver la vida. En apariencia también se diferenciaban. Susana era una mujer alta, de piel blanca, cabello castaño claro y de gran elegancia; en cambio Pilar era bajita, de piel trigueña, cabellera negra como el carbón, y cero glamour. A su suegra no le importaba cometer crímenes visuales contra la moda. Lo último se podía omitir, mas no el gusto que tenía por involucrarse en peleas con vecinos y con cualquiera que se cruzara en su camino.

Estela se preguntaba si una de ellas no sería adoptada.

—Llegó sin novedad. Le dije que ibas a vivir con nosotros, y no sabes cómo se puso de contenta. Pegó un grito estremecedor, de esos que reflejan pura alegría.

Estela se la quedó viendo, analizando si corregirla o no.

—Claro, me lo imagino.

—Estelita, ya que estamos con el tema de la cena, ¿podrías preparar una ensalada rusa? Es la favorita de Susana. La haría yo, pero a ti te sale mejor.

La joven apretó los dientes, odiaba que la llamara de forma diminutiva. Aquello solo se lo permitía a su hermana y a nadie más. Se obligó a forzar una sonrisa como tantas veces.

—Por supuesto —aceptó sin dudarlo. Susana era un cielo, siempre la trataba con mucho cariño.

—Te espero más tarde en la cocina —dijo su suegra, cerrando la puerta.



Estela alzó la mirada al reloj. Faltaba menos de una hora para las ocho de la noche, pronto llegarían Susana y Judy. La cena estaba casi lista. Había preparado una picaña al horno para chuparse los dedos, solo le faltaba terminar la preparación de la ensalada rusa. El catering contratado por Pilar les quedó mal, por lo que Estela se ofreció a preparar la cena. Su suegra no era buena cocinera, había que admitirlo.

—Qué pena contigo, Estelita —musitó Pilar—. Eres la homenajeada y aquí estás cocinando. El lunes a primera hora iré a las oficinas del catering y pondré una queja. Qué no tienen registro del pedido, ¡qué excusa más absurda!

—No se preocupe, doña Pilar, esas cosas suceden. Me pasa la sal y la pimienta —apuntó al modular de los condimentos.

—Aquí tienes. ¿Quieres algo más, Estelita?

Sí, que deje de llamarme Estelita. La joven lanzó la cuchara que tenía en la mano al fregadero, ocasionando un ruido fuerte.

—Cuidado, niña, que puedes romper algo.

—Lo siento, no medí mi fuerza —se disculpó.

—No hay problema, solo ten más cuidado con la vajilla. Me voy a cambiar de ropa —avisó—. Date prisa con la cena, mi hermana y su hija llegarán pronto.

El tono autoritario empleado por Pilar no le gustó en lo más mínimo a Estela. No dijo nada, llevaba poco tiempo en la casa y no le pareció adecuado iniciar su estadía con discusiones. Lo dejaría pasar por esta vez.

La comida estuvo lista treinta minutos antes de la hora fijada para la cena. Le pidió a Pilar que pusiera la mesa, dado que no ayudó en nada.

Los minutos que le quedaron libres aprovechó para cambiarse de ropa. La ducha fue revitalizante. Su suegra le había designado un cuarto caluroso, cuya temperatura no se diferenciaba mucho del día. Las ventanas estaban abiertas para que el viento nocturno refrescara la alcoba. Cuando se estaba colocando las sandalias, escuchó unas voces en el exterior de la casa. Susana y Judy habían llegado.

Mientras Estela se esmeraba en arreglarse para dar la mejor impresión a las invitadas, Pilar ya le llevaba la delantera al apropiarse de algo que no le correspondía.

—Bienvenidas, Susi, Judy. —Pilar saludó a las mujeres con un beso en la mejilla—. Pasen al comedor. Hice una picaña al horno y una ensalada rusa que les encantará.

—¿Así? —Susana frunció el entrecejo—. Pero a ti no te gusta cocinar. Pensé que encargarías comida.

—No, qué va. La comida hecha en casa no tiene comparación. Esperen a probarla. Me quedó riquísima.

Tiempo después la familia estaba reunida en la mesa, saboreando una exquisita cena hecha por Estela, pero que las invitadas no sabían debido a que Pilar se había adjudicado dicha preparación.

—Qué gusto verte, Estela —dijo Susana, apretándole la mano de modo afectuoso—. Me ha sorprendido saber que vivirás aquí.

—A mí también me da gusto verla, a las dos —respondió sonriente—. Aún no podemos alquilar un departamento, así que viviremos aquí hasta que estemos en condiciones de hacerlo.

—Pero más o menos, ¿cuánto tiempo tienen planeado vivir en casa de mis tíos? —interrumpió Judy.

—El que sea necesario —contestó Fluver, metiéndose en la conversación—. Decidimos vivir juntos antes de casarnos.

—Oh, es una prueba. Y con lo bien que se te dan las pruebas, primo —murmuró sarcástica, cortando un pedazo de carne—. ¿Será que te quedas a supletorio como en la secundaria?

—Tan chistosita. —Fluver sonrió de mala gana—. Estela y yo nos queremos, esta convivencia será un éxito, primita.

—Qué deliciosa está la picaña, Pilar —felicitó Susana—. Y la ensalada ni hablar. Todo te quedó muy rico.

—Opino igual, la comida está de cien. —Judy hizo un gesto de aprobación con la mano.

La porción de ensalada que Estela estaba por llevarse a la boca quedó a medio camino. Dejó el cubierto en el plato y ladeó la vista a Pilar, a la espera de que aclarara las cosas. Aguardó en vano, su suegra aceptó descaradamente los elogios. Consideró dejarla en evidencia, no obstante, sus intenciones quedaron truncadas ante las caras de felicidad de Susana y Judy, por lo que se mordió la lengua para no provocar un conflicto que arruinara la velada. Si encaraba a Pilar, lo más probable es que se hiciera la víctima. Su suegra tenía la habilidad de voltear las cosas a su favor y hacer quedar a la otra persona como el villano de la historia.

En cuanto volvió a cruzar miradas con Pilar, le dijo con los ojos lo enfadada que estaba. La situación le dejó en claro que fue una treta para que ella cocinara. Si había algo que Estela odiaba con todo su ser eran los engaños.

Bajó la vista al plato, la comida le había quedado sabrosa, para qué. No se amargó más por lo ocurrido, saboreó la picaña y la ensalada con gusto.

—Buen provecho —dijo Afrodisio levantándose de la mesa. Se marchó al sofá a mirar la tele.

Cuando todos terminaron de comer, Pilar recogió la vajilla.

—Te ayudo con eso —exclamó Susana—. Tú cocinaste, es justo que yo los lave.

—No, cómo vas a hacer eso —protestó Pilar—. Eres la invitada. Yo los lavo al rato, tranquila.

Estela arrugó la frente por la respuesta de Pilar. En otras circunstancias habría dejado que su hermana lavara los trastes y aseado toda la casa de ser posible. Sin duda, aquella negativa ocultaba secretas intenciones.

Susana, cada vez que venía de visita de Estados Unidos, solía traerles regalos a sus familiares, así como encargos. Pilar, muy probablemente le debió encargar alguna cosa a Susana, y quería hacer méritos para que al final se lo dejara gratis.

Suspiró. Vivir en casa de los Aguilar le ayudaría a averiguar qué terreno estaba pisando, y lo que le esperaba a largo plazo si la convivencia con Fluver se volvía algo permanente.



¿Cómo creen que le vaya a Estela en su nuevo hogar? De entrada ya vimos las argucias de la suegrita...  😒

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