30. Secretos de Costa Santa. Parte 1

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Gaspar

Tenía veintinueve años cuando emprendí el viaje. Vivía en Banfield, una localidad de Buenos Aires, y llevaba la plata que había ahorrado de los trabajos que había tenido como profesor de Literatura.

Iba a instalarme un tiempo en Costa Santa. A todos les había dicho que me estaba tomando un año sabático, pero mis planes eran otros.

Una vez que subí al micro de larga distancia, tenía una mezcla de sensaciones. Por un lado, paz. Creí que era la señal de que me hallaba en el camino correcto. Por otro lado, ansiedad. Quería llegar y comenzar a investigar. Buscaba una leyenda. A alguien, o algo, sobre lo que había escuchado hablar a unas personas de Capital, que solían juntarse a indagar sobre fenómenos paranormales.

Los había conocido en una librería de la calle Corrientes, mientras estaba buscando textos esotéricos. Me bastó salir un par de veces con ellos para darme cuenta de que no sabían nada de lo que realmente pasaba.

Pero, en cuanto los oí hablar del Demonio Blanco de Costa Santa, comprendí que podía estar frente a mi primera pista sobre otra persona como yo. En ese momento, conocía mis poderes y había escuchado los rumores que circulaban sobre los arcanos, así que comprendía que era uno de ellos. Sin embargo, nunca me había encontrado a otra persona así.

Cuando emprendí el viaje, me asaltaron muchísimas dudas. Temía hallarme tras puras imaginaciones, pero era la única pista que tenía sobre alguien más que podía ser un arcano, y tenía que seguirla.

En cuanto bajé del transporte, me instalé en un monoambiente que alquilé en el centro de la ciudad. Tenía una libreta para anotar mis sueños y los recuerdos espontáneos que surgían de mi alma.

Solo necesité sacarle charla a algunos comerciantes para que me dieran los detalles sobre la leyenda local: contaban que, en las noches, algo salía del bosque. Una cosa no humana, al servicio de la venganza, que desplegaba sus alas para volar sobre Costa Santa e impartir justicia con su espada de fuego. Lo llamaban el Demonio Blanco.

Después de varios días juntando coraje, decidí ir a buscarlo.

Esa tarde, me adentré en las sombras del bosque. Me transformé para darme valor. También tenía la esperanza de que, si me cruzaba con el Demonio Blanco, al verme como un igual, como a otro arcano, ambos podríamos entendernos.

Iluminado por mi mano envuelta en fuego, di varias vueltas sin hallar pistas y me desesperé. Solo había plantas, oscuridad, frío y ruidos de animales que huían.

Estaba por levantar vuelo sobre las copas de los árboles para ubicarme, cuando llegué a una ciénaga.

Ahí se encontraba, de espaldas al agua turbia. Me miraba fijo, como si hubiera estado aguardando por mí.

Parecía un fantasma, pero transmitía un poder de naturaleza demoníaca y a la vez angelical. Su aura emitía vibraciones extrañas, angustiantes, aunque se percibía cierta nobleza en lo profundo de su alma.

Me estremecí. Por fin había hallado al Demonio Blanco, y era espeluznante. Su piel, pálida como un cadáver. Sus ojos, negros con iris rojos. Tenía el pelo quebrado, desaliñado, sucio. Los labios apenas lograban ocultarle los colmillos.

Vestía una especie de manto negro compuesto de harapos, del que sobresalían sus manos blancas, con uñas negras y crecidas sin forma. Sus alas estaban hechas de una membrana de piel casi transparente, en algunas partes rota, y se veían como si tuvieran los huesos de sus dedos del lado de afuera. En realidad, se trataba de un exoesqueleto con filos en las puntas.

Quise presentarme, pero, en cuanto di un paso hacia él, vino a atacarme. Me gritaba palabras sin sentido. Pensé que estaba completamente loco, que no era más que una bestia. Logré apartarlo con un golpe contundente que lo hizo huir. Lo seguí por el aire y peleamos en el cielo estrellado, iluminando la noche con nuestras llamaradas. No quería herirlo. Mientras resistía sus ataques, me preguntaba si iba convertirme en alguien como él solo por ser un arcano.

—¡Basta! ¡Pará! —grité, en medio del combate—. Soy un ángel, como vos. También nací como un humano.

Se apartó de mí y empezó a volar en círculos, observándome. Quizás él tampoco había visto a otro arcano en su vida y le costaba reconocer a un semejante. De pronto, se dirigió hacia la zona más profunda del bosque.

Fui tras él.

El Demonio Blanco aterrizó y me observó durante varios instantes con el rostro inexpresivo, aunque sus manos temblaban y había lágrimas en sus ojos. En ese momento, me pregunté si sería capaz de hablar como un humano.

—Soy Raziel. Era un ángel en los otros mundos y creo que nos conocemos —le expliqué—. Nací como humano y ahora mi nombre es Gaspar.

Se acercó.

—Arcángel Raziel... otros mundos... antes —dijo y asintió.

Su voz... se escuchaba rota, desarticulada.

En ese momento, se transformó. Di un paso hacia atrás, asustado. Su apariencia era humana, pero algo no estaba bien.

Sus alas habían desaparecido, sus ojos eran normales, de color pardo, pero su piel no se había transformado: continuaba siendo blanca como la luna. Llegué a ver en sus brazos cicatrices que parecían costuras. Seguía vestido con esa ropa sucia y rota, como una especie de hábito de monje.

Luego de unos segundos en silencio, empezó a caminar y lo seguí. Llegamos hasta una cabaña escalofriante, con algunas partes deformadas. Creí que las paredes de madera estaban siendo comidas por termitas, pero al acercarme vi que tenían palabras talladas en un lenguaje angelical. Más adelante, supe que eran nombres y frases sueltas con las que intentaba reconstruir sus recuerdos fragmentados.

El arcano buscó entre las maderas de la cabaña hasta señalarme algunos sigilos y nombres grabados: Semyaza y Midael, rodeados de fusiones extrañas de los mismos, como las que encontraste en tu visión, Bruno.

En aquel momento, no pude entender lo que quería decirme y supuse que había sido alguno de esos dos elohim, o que ambos eran el mismo ser, solo que los humanos lo habían conocido con distintos nombres. Pero la realidad era mucho más compleja y siniestra.

A partir de esa noche, comencé a ir con frecuencia al bosque. Al principio, el Demonio Blanco tenía días en los que me echaba y otros en los que me dejaba estar. Poco a poco, se acostumbró a mi presencia.

Cada vez que lo veía, no dejaba de preguntarme: ¿por qué existía él? ¿Por qué existía yo?

Casi nunca hablaba. Cuando lo hacía, se reía como loco y quería compartir la gracia conmigo, pero decía frases incomprensibles. Otras veces, y de forma espontánea, estallaba en ataques de ira y me enfrentaba. Cuando se daban estos episodios, me impresionaban tanto que necesitaba dejar de verlo por unos días.

¿Cómo había llegado a ese estado físico y mental? ¿Era el resultado de una vida enfrentando a monstruos y demonios? ¿Era el precio a pagar por ser algo diferente? ¿Yo terminaría así?

Solía llevarle ropa y objetos, pero no los aceptaba y, si se los dejaba, los ignoraba. Tampoco me respondía cuando lo llamaba Semyaza o Midael. Ni hablar de sacarlo de ese lugar apartado en el bosque.

Todo esto me producía una angustia insoportable. A veces pensaba en dejarlo y olvidarme de todo. No obstante, después de escuchar tantas veces sus frases, en apariencia inconexas, empecé a hallar pistas con las que armar su historia. Era imposible preguntarle de forma directa, las veces que lo había hecho, el Demonio Blanco había estallado en ataques violentos como cuando lo conocí.

Lo único que podía hacer era observarlo. Así que me armé de paciencia y creé una rutina: en cuanto me despertaba, salía hacia su guarida en el bosque y llevaba una libreta. Siempre lo encontré despierto antes de llegar y muchas veces me pregunté si acaso dormía.

Durante el día, el Demonio Blanco trabajaba en una huerta detrás de la casa. A la tarde, salía a recorrer el bosque. Cuidaba el lugar, como contaban las leyendas locales. A la noche, volaba sobre los edificios para vigilar la ciudad. Con él aprendí a defender a las personas de distintas criaturas y monstruos sobrenaturales. Cada vez que me los cruzaba, me preguntaba de dónde salían y por qué había tantos fenómenos extraños en Costa Santa.

Al anochecer, el Demonio Blanco solía encender una fogata y asar verduras. Jamás lo vi consumir ningún tipo de carne y, cuando la llevé para compartírsela, la rechazó.

A pesar de mis esfuerzos y mi paciencia, no lograba comunicarme con él, más allá de lo básico. Entendía que tenía algún problema para expresarse, pero yo estaba desesperado por obtener respuestas sobre su origen, sobre otros arcanos y lo que podía depararme el futuro, y no me importaba leer su mente para conseguirlas. Sin embargo, tampoco pude conectarme con él de manera psíquica. Comprendí entonces que había un problema importante: jamás me había respondido a ningún nombre.

Decidí cambiar las cosas.

Busqué entre las fusiones de nombres talladas en la casa, hasta encontrar uno que más o menos me parecía adecuado. Un día después, regresé a los terrenos de la cabaña, porque nunca me había dejado pasar al interior, y me quedé esperando, pero él no salió. Empecé a buscarlo por los alrededores hasta que lo hallé, en su forma arcana, de espaldas a mí y lavándose la cara en el lago del bosque. Me percibió y giró, transformándose en humano.

—Hola, Semydael. —Lo saludé.

Él abrió bien los ojos y empezó a temblar.

Comprendí que mis sospechas eran correctas: no era Semyaza ni Midael, era ambos y ninguno a la vez: era una extraña fusión de ambos seres, de dos elohim.

Semydael vino hacia mí y me abrazó. Se señaló y repitió mis palabras.

—Semydael.

Rio, y siguió caminando hasta la cabaña. Entonces, me dejó pasar al interior. Para mi sorpresa, estaba limpio. Tenía muebles buenos, pero viejos. No vi libros ni adornos, tan solo platos, cubiertos y vasos, también mudas de esa vestimenta sencilla que usaba.

Alguien le había dado esa vivienda, que él claramente había reconstruido, así como la ropa y los objetos, y además le había enseñado las cosas básicas, pero ¿quién? ¿O quiénes?

***

Poco a poco, se van revelando los secretos de los arcanos y de Costa Santa.

Comenten.

Saludos! 

Mati

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