CAPÍTULO 13: La renuncia

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Rozar la tersa piel de Matt, no le había provocado, por fortuna, ningún inesperado paseo astral de vuelta al pasado. Después de todo, el Entherius no se había marcado un farol al asegurar que no les pasaría nada malo al tocarse. No ocurrió nada, realmente nada, en el instante en el que este le había tendido la mano, obligándola prácticamente a estrechársela.

Al llegar a su habitación, agradeció ver la cama provista de un revoltijo de mantas. Se sentía agotada, por lo que los párpados se le cerraron en un periquete, y así, sin más, cayó en un profundo y envenenado sueño, viéndose inmersa en una espiral de imágenes que, desde luego, no pertenecían a su 1988.

Caminaba por un largo pasillo ciertamente conocido. Inequívocamente, había sido conducida por su nuevo poder hasta la remota Sceneville. Precisamente hasta la casa Moon. En las bizarras e involuntarias incursiones en las que se había tropezado con unos jovencísimos Matt y Ben, ya había intuido, sencillamente observando el edificio desde el exterior, que la residencia familiar gozaba de unas condiciones excepcionales en los tiempos de su bisabuela Belia. Sea como fuere, su interior brillaba con un apogeo y una suntuosidad que la sobrecogió muchísimo. Ni en un millón de años, Star, habría podido imaginar un lugar tan asombroso.

No era posible localizar ni una gota de polvo acumulado, ni habitaciones cerradas con llave. La habitual penumbra que acechaba a la casa como una calima de tristeza, se había evaporado por completo, y en contraste, las cálidas luces amarillentas llenaban la mansión, dándole un aspecto acogedor.

Star hubiera vendido sus cintas favoritas de Def Leppard solo por haber tenido la oportunidad de vivir en esa versión de la casa Moon. La chimenea estaba encendida y chisporroteaba alegremente en el extenso salón, y los magnos retratos de su bisabuela y de su bisabuelo, presidían las paredes.

Star subió las escaleras, y mientras lo hacía, observó que el tejado tampoco lucía grieta alguna. Se maravilló al hallar que al menos algo no había cambiado: la presencia de las polillas. Todas ellas se concentraban y revoloteaban, agitando frenéticamente las alas en un mismo punto. En la misma habitación en la que se había refugiado toda su vida. «Las polillas son símbolo de Entherius», recordó que le había dicho Ben una vez, en un pasado que se le antojaba demasiado lejano.

La decoración de dicha habitación, al contrario, sí era diferente. Allí dormía un chico de quince años. Un chico que también contaba con su propio retrato y que, como un vigilante, yacía en la pared principal. Star se sentó en la cama y observó con detalle cada objeto. Desde luego, su abuelo Robert gozaba de un gusto exquisito por los artilugios peculiares y extraños que ella no estaba siendo capaz de identificar. No sabía para qué servían, pero le parecieron realmente curiosos. También disponía, al parecer, de un interés desbordante por el saber, pues había bañado el suelo de libros, algunos probablemente muy antiguos y otros con aspecto de ser más nuevos. Descansaban ahí, como si alguien los hubiera soltado y se hubiera marchado con a toda prisa, dejando todo manga por hombro.

Unos gritos feroces que venían del exterior, extrajeron a Star de su introspección, sin previo aviso. Se acercó al redondo ventanal y acercó su cara al cristal, limpio y sin muescas. En el jardín trasero, su bisabuela Belia, aún joven, aunque sí mucho más estropeada que la última vez que la había visto, discutía utilizando sus inconfundibles refinados modales con un joven de cabellos del color de la luna. El chico no podía ocultar su rabia y movía acaloradamente los brazos al replicar estrujando la mandíbula.

—¡Deja de gritar, Robert! —ordenó Belia con el semblante serio—. Aquí no hay velo de protección —apuntó, pidiéndole a su hijo con un gesto que entrara en la casa. Al verlos desaparecer por el marco de la puerta, Star se apresuró a salir de la habitación con intención de escuchar con claridad la conversación. Ya que había viajado al pasado, ¡otra vez!, por qué no aprovecharlo. Empezaba a caer en la cuenta de que si no hubiera sido por esas excursiones, no habría averiguado ni lo equiparable a un dedo del pie en cuanto a información sobre su familia.

—¡¡Estoy harto de todo esto, madre!! ¡De las mentiras! ¡De los secretos! —vociferó el chico con el rostro enrojecido, mostrando una mirada oscura, sin iris, a rebosar de honda negrura.

—Sabes que si renuncias a tus poderes, nuestro linaje se extinguirá por siempre, Robert. Se acabaron los Gravithus. Solo quedamos nosotros, hijo: tú y yo. Y los Entherius... los Entherius seguirán adelante, porque Matteo existe, y porque Damon y Michael vivirán un sinfín de siglos más. Porque aunque no sean inmortales, sobreviven mucho más que nosotros, y porque harán lo que sea para seguir vivos hasta el Día del Hanngu.

—Eso es culpa tuya. Por liberarlos a todos. Por sacarlos del otro lado, y yo... ¡Yo ni siquiera soy un Sorgeni como tú! Por mis venas corre sangre oscura, madre. ¿Cómo pudiste? ¿Cómo pudiste hacernos algo así?

—Si no lo hubiera hecho, si no hubiera conocido a Damon... jamás habrías nacido.

—¡Preferiría no haber nacido!

—¡Qué tonterías dices! Por favor, no renuncies a todo esto. No renuncies al apellido que te precede, que te ha dado este don.

—No me has dejado otra opción. Me has mentido. Padre, no es padre y resulta que mi padre es un Entherius. Y no solo eso, sino que además habéis transgredido las normas impuestas, y habéis creado a alguien como... —hizo una pausa tratando de tragarse su ira y su llanto—... yo.

—Por favor. —Por primera vez, la voz de Belia sonó dócil y su expresión se amainó tanto que, a pesar de su figura y carácter severo, pareció realmente angustiada—. Lo perderemos todo. La casa Moon morirá y nuestro esplendor se irá apagando con el paso de los años.

—No me importa ni lo más mínimo. ¿Sabes lo que soy? ¿Sabes en lo que tú y Damon me habéis convertido? —Belia bajó la mirada mientras Robert trataba de retener sus lágrimas de furia en la cuenca de sus negros ojos un poco más. Esto solo provocó que dicha furia fluyera por otras sendas, arrancando de golpe el retrato de su madre de la pared y enviándolo a morir bajo el fuego de la lumbre.

—No tienes por qué... Las leyendas son solo eso... leyendas, mitos. No tienen por qué cumplirse —expuso, acercándose a su hijo. Puso la mano cariñosamente en su mejilla, tendiéndole una conciliación cariñosa. Robert apoyó la palma de su mano sobre la de su madre y la despegó de su cara aceptando la tentativa de acercamiento y pese a todo, todavía firme en su decisión.

—No deseo esa responsabilidad. No quiero ser esa llave. No quiero ser yo quien se enfrente al mal. Y sí: tendré que hacerlo si no renuncio, madre. El abuelo Michael sabe lo que soy. Tarde o temprano, vendrá a por mí. Si fue capaz de destruir a cientos de criaturas atípicas, que en realidad no suponían ninguna amenaza para él, qué será de mí. —Belia se recostó en uno de los sillones de terciopelo que vestían el salón de la mansión y suspiró derrotada.

—Dejarás de ser lo que eres, Robert. Lo perderás todo. Caerás en la infelicidad y tus hijos, y los hijos de tus hijos no tendrán absolutamente nada. Carecerán de cada detalle que merezca la pena en esta vida y nadarán en la miseria.

—Serán felices con lo poco que tengan, como el resto de los mortales. Al menos, tendrán una vida que merezca la pena, una vida sin crímenes imperdonables a sus espaldas.

—Tratar de retener el poder, aunque fuera terrible, nunca fue una buena idea. Llevamos pagando ese precio siglos y seguiremos haciéndolo si tu voluntad es cegarte ante la evidencia.

***

Un torrente desafortunado succionó el cuerpo de Star Moon volviéndolo translúcido y voluble como la acuarela. La imagen de la habitación de su abuelo desapareció en su presencia, mezclándose con su propia carne, huesos y sangre púrpura.

Emergió sin elección alguna en un aciago aposento iluminado solo por la combustión de las velas. La visión borrosa de sus ojos se aclaró y pudo distinguir seis llamas que flotaban sobre la cera derretida de seis velas. En el centro, Robert repetía una y otra vez algunas palabras que Star no logró entender. De rodillas, parecía rezar a algún dios sin nombre. Probablemente, si un humano corriente presenciara la acción del chico, se inclinaría a pensar que se trataba de un rito satánico o algo parecido.

Tenía las palmas de las manos colocadas sobre dos pesados libros, y sin levantar la voz, decía una y otra vez esas palabras que retumbaban, amenazantes, en el pecho de Star, justo al lado de la piedra grabada en sus costillas.

Ascendes, togliere, nire bihotza. Odola, assugare mes. Ascendes, togliere, nire bihotza. Odola, assugare mes. Ascendes, togliere, nire bihotza. Odola, assugare mes... —Robert abrió los ojos y alcanzó un cuenco de mineral, hierro y cromo. Seguidamente, con harta seguridad, recorrió su brazo derecho de arriba a abajo utilizando un afilado utensilio del mismo material—. Ascendes, togliere, nire bihotza. Odola, assugare mes. Ascendes, togliere, nire bihotza. Odola, assugare mes... —La sangre comenzó a brotar de la piel del chico, Star no pudo evitar admirar la escena con estupefacción.

»La sangre que corría por las venas de su abuelo Robert era exactamente igual a la propia: púrpura, recubierta de millones de destellos, como si la vida naciera en ellos. Vio cómo volcaba el líquido en el interior del cuenco, mezclándolo con dos puñados de polvo, que obtuvo de los libros—. Ascendes, togliere, nire bihotza. Odola, assugare mes. Ascendes, togliere, nire bihotza. Odola, assugare mes. Ascendes, togliere, nire bihotza. Odola, assugare mes...

Cuando terminó de aullar el canto, una corriente de aire apagó las luces de las velas, dejando el sótano de la casa Moon totalmente a oscuras. La oscuridad solo duró unos segundos, pues pronto el fuego dibujó las líneas de un círculo imaginario que había formado el mitad Sorgeni, mitad Entherius. Tras aquello, el chico se apresuró a beber de un trago el líquido del cuenco que también ardía con vehemencia.

El brebaje recorrió su garganta como la gangrena. Como si una serpiente descompuesta reptase desde su boca hasta su ombligo, pudriendo cada uno de los rincones de sus entrañas.

Al rasguñar su corazón, los cimientos de la casa Moon comenzaron a temblar desbocados. Después, el tejado se vino abajo. Star levantó los brazos para protegerse del desprendimiento, y al tratar de taparse, se desenrolló de entre las sábanas de la cama de su habitación, en Hammondland.

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