CAPÍTULO 19: La visita

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—Ahí está.

La niebla de Strana había caído para todos y cada uno de los habitantes de la ciudad, y el reloj estaba a punto de mover sus agujas hasta las dos de la madrugada. Era realmente tarde, y la noche albergaba algo insólito, algo de lo que ningún straniense se había percatado todavía; escondía a un anciano, vestido con una larga y pesada túnica negra. El hombre, ocultaba su arrugado rostro, enterrando la cabeza en un puntiagudo capuchón. A su izquierda, una mujer de actitud sólida y rígida, apoyaba las palmas de sus manos elegantemente sobre sus delgadas rodillas. Lucía un petulante vestido de encaje apropiado para cualquier funeral del siglo anterior.

Bajo el esplendor de la luna de otra velada corriente del año, sin duda, ambos, habrían resultado ciertamente bizarros, ubicados entre chaquetas de cuero, hombreras, maquillaje y cardados. No obstante, se trataba de la única noche en la que vestir de forma espeluznante y desfasada no provocaba ataques de corazón, sino todo lo contrario. En Halloween, el BewitzMuzik estaba atestado de tropas disfrazadas de la cabeza a los pies. Así pues, el anciano y la mujer, aparentaban ser solo dos individuos más, camuflados entre la multitud en éxtasis.

—¿Debemos acercarnos? —La pregunta provino de otra mujer. Esta formaba parte del grupo, y al contrario que sus compañeros, tapaba su cara bella con una inflexible máscara de plástico Costume & Mask de Wonder Woman. A duras penas se apreciaba su cabello rubio caer detrás de la goma del disfraz.

—No —sentenció el anciano sin prácticamente mover ni un músculo, proyectando una voz de ultratumba—. Huirá.

—No. No se va a ir corriendo si me ve a mí, ¿no? —abordó la mujer, expresando dudas reales sobre la situación.

—Si te ve con nosotros, querida... —La solemne mujer, no solo vestía como de una época pasada, sino que también se expresaba como si hubiera sido sacada de un libro de 1700—. Permíteme decirte, que huirá de la misma forma. El trauma debe haber calado en lo más profundo de su corazón.

—Ya...

—Esperaremos —resolvió el hombre—. Esperaremos observándola con detenimiento desde la distancia. Tarde o temprano tendrá que emprender rumbo a su madriguera. Será entonces.

Al otro lado del pub, entre las pequeñas brechas que se formaban en medio de las personas al moverse alrededor de la pista de baile, se vislumbraba un pellizco de una muchacha llamada Star Moon. Esta, charlaba con una joven de pelo rizado. Las chicas se comunicaban con intensidad, inmersas en una conversación absorbente que parecía borrar, sin remedio, todo aquello que se movía a su alrededor: la gente, la música, las carcajadas... Aproximadamente diez minutos después, una pandilla formada por dos chicas y dos chicos, se abrió paso entre una masa entusiasmada por el ardor de la fiesta. Entraron decididos, dirigiéndose directamente a la mesa en la que Star y la chica bebían en silencio, abstraídas.

Desde aquella posición se les hizo imposible escuchar ni una sola palabra de aquello que los recién llegados habían dicho, pero poco tiempo después, los tres sujetos pudieron constatar cómo Star se despedía del grupo y se dirigía con decisión hacia la puerta de metal siguiendo el letrero de luces rojas que indicaba «salida».

Esperaron con paciencia a que empujara las grandes manijas del acceso para poner en marcha su plan desesperado. Sin embargo, antes de poder pensárselo dos veces, descubrieron cómo se había parado a supervisar desde la distancia a los que, intuían, eran sus amigos.

—¿Qué hace? —preguntó con curiosidad la mujer detrás de la máscara.

—Me figuro que comprobar si alguno de ellos la sigue... —dijo la mujer del vestido negro con desdén.

—No... —interrumpió el anciano, pensativo—. Creo que no va a salir por esa puerta. No la perdáis de vista.

Segundos más tarde y de forma abrupta, Star emprendió una carrera esquivando con notable habilidad a los jóvenes que no paraban de bailar y reír. Al alcanzar el otro lado de la pista, desapareció dejando atrás una pesada cortina aterciopelada.

—Ahora, ¡vamos! —Las dos mujeres y el anciano, se pusieron en pie con decisión y siguieron los mismos pasos que la joven muchacha. Atravesaron la concurrida pista y se encontraron con la misma cortina. Cuando la atravesaron, no lograron ver a la chica, aunque escucharon un chasquido del interior de una ajada puerta de madera, que les dio la pista de qué era lo siguiente que tendrían que hacer—. Seguidme.

Los tres se apretujaron en el angosto y sucio retrete. La señora rígida y seria, levantaba su vestido para no mancharlo con el suelo mojado. El anciano, en cambio, pareció no inmutarse de la extravagante situación. Su expresión era lineal y segura.

—Puaj, ¡qué asco! —se quejó la rubia. Los otros dos ni siquiera respondieron y se limitaron a observar a la mujer con menosprecio—. ¡Qué!

El tipo tendió la mano gradualmente como esperando algo y en consecuencia, la sofisticada mujer desató de su cuello una gargantilla y la colocó sobre la palma de la mano de este. De la cadena, colgaba una piedra rojo sangre que tintineaba como si en su interior guardara una diminuta alma. El anciano cerró la mano y pronunció unas palabras que solo ellos dos pudieron llegar a comprender.

Bilatu ocksa aurkitu. —Nada ocurrió.

—Desde luego, ha sido un buen intento, viejo amigo, pero no posees la habilidad de hacerlo.

—Diría que tú tampoco, madame.

—Y si... ¿lo intentáis al mismo tiempo? Quizá esa sea la solución, ¿no? Imaginad que ambos tenéis un objeto. Tú tienes tungsteno y él tiene electricidad... Si combinamos ambos... podríamos encender el mecanismo de una bombilla. Y si además, tenemos esa cosa... —explicó la bella mujer señalando la piedra—. Será más probable que funcione, ¿verdad?

—Por muy deficiente que me resulte su explicación —respondió el hombre—. Creo que la humana puede tener razón. ¿Preparada?

Bilatu ocksa aurkitu —repitieron juntos—. Bilatu ocksa aurkitu —Una salvaje sensación de mareo les golpeó súbitamente. De pronto, se encontraron en el interior de un virulento tornado, que les hizo girar a una velocidad difícil de medir. Primero sobre sí mismos y después, a su alrededor. El fenómeno duró unos largos minutos, y así de sorpresivamente como había llegado, se fue. Recibieron un fuerte golpe, y sin saberlo, tocaron la tierra firme de la histórica y secreta Hammondland.

—¿Qué es este lugar? —preguntó la rubia perpleja.

—No puede ser... —El anciano ya se había puesto en pie y observaba con detenimiento la gran pintura que recorría la pared.

—Esto es... ¿es? —la mujer seria, dudaba. Se había acercado también a observar de cerca las pinturas, pasó sus largas manos terminadas en unas largas uñas teñidas de negro por los trazos del dibujo.

—Algo me dice que es así. —La rubia se había levantado y había visualizado una puerta al fondo de la habitación. Giró el pomo y al abrirlo una corriente de viento la arrojó al suelo—. ¡Eh! ¿Estás bien?

—Sí... creo que sí —respondió esta. En una fracción de segundo, tenía al anciano a su lado, que asomaba la cara tanteando el acantilado unificado por el puente.

—Estamos en Hammondland, viejo amigo.

—Así que todo lo que se escucha es cierto, madame.

—Eso parece... Siempre pensé que Damon había fantaseado con la idea de este lugar con la esperanza de que existiera, por el contrario... —indicó el anciano.

—Tantos años formando parte de la familia... y no tenemos ni idea. Pero, ¿por qué Hammondland? ¿Con qué intención...?

—Eso tendremos que averiguarlo.

Los tres cruzaron el puente con cuidado. El crepúsculo casi había llegado a su fin y a lo lejos el sol nacía iluminando los montes y el célebre seminario Hammondland.

—¡Guau, esto es enorme!

—Sin duda, mucho más grande de lo que jamás habría cabido esperar.

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