CAPÍTULO 21: La Colmena

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Oculto tras el espeso abrigo de niebla blanca, se alzaba un puente de estropeados adoquines, cercados por un resbaladizo verdín. No había en él, nada que indicase que dicho paradero contuviera algo de especial, salvo que cualquier persona en su sano juicio que lo atravesaba, experimentaba un escalofrío, una sensación inquietante de que algo no iba bien. Notaban cómo se les erizaba el vello de todo el cuerpo e intuían una presencia terriblemente maligna, envuelta en frío y hedor a podrido. Sin embargo, al cruzar el puente, la sensación se desvanecía. Por eso, continuaban con lo que tenían que hacer como si nada: ir a por fruta al mercado, visitar a una abuela enferma...

La antigua reconstrucción desembocaba en una tétrica acera empedrada que finalizaba con la presencia de un ángel cincelado con alto gusto. Un ángel celestial que desde hacía varios meses había dejado de lucir corriente. Un día, al alba, había abierto sus ojos de piedra, proyectando un resplandor rojizo. Como un faro que llama a los barcos con su luz para encontrar tierra firme, esos ojos no se apagaban, esperando la llegada de aquellos que debían encontrarlo.

Los habitantes de aquella región, que tocaba con las zonas montañosas de Hungría, jamás podrían haberse imaginado que, bajo aquellos terrenos edificados a conciencia, se hallaba la causa de todas las catastróficas desgracias que habían golpeado con fuerza su comunidad. Y mucho menos, que bajo tierra, una criatura atípica, fuera de los límites de la comprensión humana, y altamente poderosa, se debatía duramente entre la vida y la muerte.

En las calles de la ciudad enterrada, organizadas por unas largas columnas, la actividad diaria había sido brutalmente sustituida por un régimen estricto de práctica y oración. Aquella metrópoli escondida, había perdido su frenética vida y apenas era un espejismo de aquello que había representado bajo el mandato de su exiliado gobernador.

Al amparo de sus techos abovedados, repletos de ventanales circulares y un magno rosetón, decenas de fieles pronunciaban al unísono una desconocida oración. La repetían una y otra vez y resonaba en las paredes como un viejo canto gregoriano, tomando autoridad según se iba intensificando su volumen. No porque los devotos miembros del culto alzaran más alto sus plegarias, sino porque la propia arquitectura de aquella colmena dominada por oscuras criaturas creadas por el más grande de los Dómines, fusionaba orgánicamente el sonido del presente con el del pasado, generando una espiral infinita de resonancia.

Los rostros de los oradores se hallaban ocultos tras la capucha de una pesada túnica negra, de modo, que era imposible distinguir su identidad. Sus facciones se iluminaban vagamente en una penumbra únicamente corrompida por los rayos azules y rojos que penetraban por las vidrieras, del mismo modo que la radiación del sol traspasaba las nubes grises un día cualquiera. Con omnipotencia.

La cohorte le cantaba a él, al cuerpo que yacía en el centro de una gran circunferencia de carne y hueso. Al cuerpo de un joven bello y sólido, de piel perfecta y cabellos largos. Parecía no respirar igual que un cadáver congelado por el tiempo. Pero en su interior, la vida se agarraba a ese poder que alteraba su estado humano y que lo convertía en la invicta bestia que era.

Flotaba inmerso en una estructura de vidrio transparente, colocada en lo alto de una armadura de hierro. Un líquido viscoso, rozaba los bordes sin derramarse. Por su aspecto negruzco, no podía ser agua y su espesor tampoco era propio de ningún líquido localizable en la tabla periódica. En su interior, el joven se conservaba intacto. Podría pasar por un humano cualquiera, si no hubiera sido porque en ese estado, sus viscosos tentáculos se mantenían a la vista de todos, flotando, como una extremidad más. Seis tubos de gran diámetro caían hacia los fieles, que se turnaban para insuflar aquella sangre recogida de la fuente principal de La Colmena.

La población subterránea había descendido considerablemente, debido a que los últimos acontecimientos habían provocado una aguda brecha entre los miembros del culto. Una numerosa sección había abandonado los terrenos de La Colmena para esconderse. Invadidos por el miedo a haber pertenecido al bando equivocado o empujados por la esperanza de un cambio, habían buscado cobijo lejos de allí. La subterránea sede Desdenia, se había rendido ante la intromisión de Damon y un Dómine débil, en un estado catatónico que aparentemente no guardaba explicación alguna.

Sin embargo, y aunque muchos de ellos se empeñaran en negarlo, una ponzoñosa plaga de rumores había parasitado las creencias de la mayoría. Las dudas planeaban sobre sus cabezas como un animal depredador, pues las historias que precedían a su credo, ya no parecían tratarse únicamente de mitos y leyendas absurdas, utilizadas para un fin común: el Día del Hanngu y el poder absoluto.

Si los textos bordados con el título de La Renacida eran ciertos o no... Nadie parecía tener esa certeza. No obstante, muchos le habían otorgado a aquella misteriosa muchacha, la bandera de poder volverlos tan reales como jamás se habían podido imaginar.

Podría haberse constituido solo de eso: rumores. Si bien, la mayoría sospechaba, sin lugar a dudas, que algo inexplicable debía haber ocurrido en la cámara del Rithiki semanas atrás, para que el estado de su líder, su indestructible, carismático y poderoso líder, fuera tan preocupante. Entre ellos se atrevían a debatir, siempre que no hubiera demasiados controladores alrededor, sobre si había llegado el final de una era o si su Dómine sería capaz de superar las dificultades y recuperar su estatus.

Fuera como fuese, aquellos que habían presenciado la batalla: Piraña, Beros, Tea, Matriz y Kuna ya no estaban allí para narrar lo ocurrido. Se hablaba de una Sorgeni mestiza, de una piedra caída recién encontrada, de una explosión de poder que había derribado sin remedio a Michael Eville... pero nadie podía confirmar que los hechos fueran ciertos. Los que fueran enviados bajo los mandos de Kuna a investigar la existencia de la chica, habían escapado a la llegada de Damon, portando a su padre en brazos.

Aquellos que habían decidido permanecer en La Colmena, habían declarado que la fe sería su guía, y que encontrarían la forma de curar la grave enfermedad del Dómine. Aunque las vías, supusieran un descomunal estruendo en el mundo exterior y rompieran la máxima ley impuesta por la familia Eville: no hacerse visibles hasta el día final y sacrificar la vida de un solo humano la noche de luna nueva anual de Sceneville.

—¿Alguna novedad? —Una mujer descubrió su rostro y se deshizo de su túnica, dejándola a un lado. Al despojarse de su uniforme, quedó al descubierto el cuerpo de una joven de no más de catorce años, vestida con ropa escolar de color gris. Algo de lo tenebroso se esfumó al quitarse la túnica, aunque las largas cicatrices que cruzaban sus ojos, denotaban en ella características extrahumanas propias de un Desdenio creado por Michael.

—Por desgracia, no —afirmó un chico liberándose también de su toga—. Seguimos en el mismo punto que hace unas semanas. —Su cardado pelo rubio le proporcionaba un aire rebelde, y su gran pesada chaqueta de cuero estaba repleta de brillantes rojos que hacían juego con sus ojos.

—¿Y Leril? —preguntó la chica.

—Mmm... ¡Eh, Leril, hermano! —Entre la multitud oradora, otro joven giró el cuello, tratando de localizar a quien le llamaba—. ¿Por qué no te acercas? —Leril echó a andar hacia ellos, pero no se desvistió. Solamente, apartó la capucha que cubría su cara.

—¿Sí, Samuel?

—Ispanda quiere saber cómo van tus investigaciones.

—Los libros aún no me dicen nada, hermana Ispanda. Sigo inmerso en ellos por horas, cada día. Leo todo lo que puedo y dejo que mi virtud me marque el camino.

—Así que de momento... —concluyó la Desdenia—. Debemos continuar con las prácticas que indica El Inadmisible. Damon empieza a cansarse. Transgredir la norma que su padre impuso, es demasiado peligroso.

—¡JA! —rio Leril con sorna—. No es la primera vez que rompe alguna ley impuesta por el Dómine.

—Cuidado con tus palabras. Respeta a tu creador —amenazó la chica fulminando con la mirada a su compañero—. Si no quieres que te corten la lengua.

—El poder, hermano Leril, puede ser una bendición o una manzana envenenada —intervino Samuel, con sabiduría—. Sabemos cuáles son las consecuencias de los ritos prohibidos de El Inadmisible, pero no nos queda otra opción... al menos... que encuentres algo pronto. Puedes irte.

—Traerlo de vuelta está siendo mucho más complicado de lo que esperábamos. —Una vez se hubieron quedado a solas, la chica se pronunció acerca de sus pensamientos—. Debemos darnos prisa o Kuna y los disidentes vendrán a por nosotros.

—Con suerte serán los disidentes. Si ella nos encuentra antes, Ispanda... Todo por lo que hemos pasado a lo largo y ancho de los siglos, habrá sido en vano.

—¡Ispanda! —A lo lejos, un hombre solicitaba la atención de la joven de párpados seccionados. Ispanda alcanzó su túnica y alzó las cejas a su colega en gesto de obligación, antes de vestirse y caminar hacia Damon.

—¿Maestro?

—¿Alguna novedad acerca de las inscripciones?

—Leril no encuentra nada nuevo.

—He hecho traer todos y cada uno de los libros de la mansión Eville. Mi padre ha recogido toda la información que posee en ello... Tiene que haber algo.

—Lo sé, maestro. —La chica bajó la mirada en gesto de sumisión, pero Damon colocó su mano en el mentón de la chica y le obligó a alzar el rostro—. ¿Señor?

—¿Y qué hay de esa traidora de Mary Dorcas? —La muchacha negó con la cabeza—. Confío en ti Ispanda.

—Lo sé, maestro.

—Recuerda, que nadie más debe conocer lo ocurrido en el templo sagrado. Ni siquiera Leril. Pon todos tus esfuerzos en esto, necesitamos traer al Dómine de vuelta y encontrar a esos desertores. 

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