La ciudad en un lago

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Les tomó alrededor de dos días y medio llegar a la capital de Xentla, la caravana salió desde la casona Valtrot al amanecer, justo cuando el sol apenas estaba saliendo y una somnolienta y molesta Hasen fue arrancada de las cómodas sábanas de su lecho para prepararla para el viaje, le pusieron sobre el cuerpo un vestido cómodo y bastante abrigador, pues a diferencia de su residencia, donde se procuraba mantener la calidez del hogar, prendiendo chimeneas constantemente, al aire libre, la temperatura no podría ser manipulable por absolutamente nadie.

Salieron de la casona, las mujeres dentro de un carruaje bien equipado para el viaje y los hombres a caballo, con Don Santiago y sus hijos dirigiendo la caravana frente al resto de los guardias y demás caballeros que llevaban para protegerse, los niños se habrían quedado dentro de la mansión al cuidado de sus respectivas nanas, pues su presencia podría ser representar más trabajo para todos dentro de la caravana, aún eran demasiado pequeños para entender la razón de su desplazamiento tan repentino, además, el abandonar su hogar por tanto tiempo podría resultar nada gratificante para seres tan pequeños.
Yareth cabalgaba al lado del carruaje, siempre al pendiente de su pequeña señora, quien a pesar del sueño, conforme fueron abandonando el bosque y los terrenos de sembrado se asomó por la ventana para mirar las calles del pueblo al cual su padre ofrecía protección y comida, después de ello, el follaje verdoso, la neblina y el frío volvieron a dominar el resto de los caminos que deberían seguir hasta concluir con su trayectoria.

Durante el segundo día, la caravana debió parar a un par de kilómetros, aún alejados de la capital, pues los hombres no habían dormido ni comido adecuadamente durante el trayecto, las damas de la familia se dedicaron a prepararse para presentarse ante el amo y señor de todo Xentla, su gobernante y el hombre más poderoso de todo el reino.
Yareth desistió completamente ante la idea de dormitar un par de minutos, se mantuvo siempre fuera de la carpa donde las mujeres se preparaban para la gran entrada a la ciudad, se ajustaba los corsets y se lavaban el cuerpo en tinas de madera que solían cargar a todos lados cuando debía viajar por un tiempo prologongado. Hasen acababa de salir de una de ellas, pues el agua ya se había entiviado y resultaba desgaradable peemanecer más tiempo dentro.
Le arreglaron el cabello, atandolo en un montón de trenzas entrelazadas entre si, dejando solo un par de rizos sueltos para darle un aire más juvenil, le colocaron flores en el cabello, algunas silvestres y otras hechas a base de papel, pretendían colocarle flores blancas y rojas pero Hasen insistió en usar las más parecidas a las flores que brotaban en la temporada de todos los santos, de color púrpura y naranja.

Una vez estuvieron todos listos, retomaron su camino y cuando entraron a la ciudad, Hasen no puedo evitar preguntarse como era posible que la ciudad estuviese construida sobre un lago y no pereciese ante el agua debajo de ella, se imaginó a las calles como pequeños canales, donde las canoas iban cargadas de granos preciosos, jade, oro y personas. Le hubiera gustado vivir en aquellos años para observar la antigua Tenochtitlan en todo su esplendor, ahora ya no quedaba mucho de ello, quizás en algunas callejuelas los riachuelos se negaba a perecer, pero llevaban agua sucia y mal doliente. La mayor parte estaba cubierta por tierra y casonas donde vivían los nobles más ricos de la capital. Avanzaron un poco más, entre las personas que se reunían para mirar la caravana de "Los señores del maíz".

Así los habían apodado, pues no es que le gusta se presumir, pero gracias a su ubicación, en la perla de la sierra, es como los Valtrot podían producir alimento suficiente para alimentar a la población de Xentla, entre otras más casas nobles por su puesto, pero la mayoría del maíz y distintos alimentos venían de sus tierras.
Puede que las casas en la capital fueran más pomposas, al igual que sus habitantes, pero los Valtrot tenían mucho más dinero, solo no les gustaba gritarlo a los cuatro vientos o presumir de ello.

Cuando Hasen sacó la cabeza por la ventana del carruaje, pudo alcanzar a ver una imponente fortaleza hecha de piedra, con finos acabados y tallados con presicion, casi oculto entre los frondosos árboles, pero con la bandera de Xentla ondeado en su punto más alto, pudo ver el castillo de Chapultepec, imponente, enorme, un verdadero símbolo de la realeza como tal y a Hasen se le revolvió el estómago por primera vez en el viaje, pues jamás estuvo en la capital antes de eso y solo conocía la estructura del castillo por los viejos libros y pergaminos de historia en la biblioteca de su casa ancestral, pues aunque su hogar era grande e imponente, no se comparaba con el castillo al que estaban a punto de aventurarse.

Y se sintió diminuta.

-¿No estás emocionada, cuñada?-Cristina no había soltado su manta de bordado desde que se subieron al carruaje la primera vez-Habrán muchos jóvenes caballeros esperando por un poco de tu atención-Hasen observó a su madre, quien dormitaba sobre el hombro de su otra nuera.
-En realidad no creo que Hasen le preste mucha atención a ese tipo de cosas-dijo Ofelia, la esposa de Cesar mientras intentaba sostener la cabeza de su suegra-Creo que estás más emocionada por las bestias aladas.

Eso era verdad.

Los jóvenes galanes hijos de casas nobles que pudiera conocer en el castillo poco le importaban, los muchachos de su edad le parecían tan poco atractivos, demasiado debiluchos, ataviados en sus trajes de seda, y hombreras anchas, igual de delicados que cualquier dama que ella conociese, no se comparaba con sus hermanos, que recorrían los sembradios a caballo ellos mismos, practicaban con la espada casi diario y tenían los brazos y manos endutecidos.

O con Yareth, quien era enorme y fuerte, sabía pelear y podía sostener su pesada espada con solo una mano.
Incluso su padre, aunque ya entrado en años seguía manteniendo la espalda ancha de su juventud y fiereza en su carácter.

Eso era lo que ella suponía, debía ser un hombre, un caballero de verdad.

Sin embargo la sola idea de casarse con alguien débil le provocó cierto temor que no había considerado hasta ese momento.
Ya había sido presentada en sociedad hace un mes atrás, acababa de cumplir los quince años y aunque su fiesta fue bastante modesta, invitando solo a amigos y familiares cercanos allá en su ciudad natal, suponía que los rumores y habladurías ya habían llegado hasta la capital tan rápido como soplaba el viento.
Aún no quería casarse, no tenía prisa por ello, aunque támpoco es que no lo deseara, pero no esperaba que sucediera tan rápido, estaba demasiada acostumbrada a la neblina, los bosques y los jardines de la casona Valtrot como para abandonarlos de la noche a la mañana, en especial no quería dejar a su familia, perder contacto con sus adorables sobrinos, dejar de practicar con su padre, ya no podría sentarse en el jardín con su madre para admirar las flores o chismear con sus cuñadas sobre asuntos cómicos.

Además no podría llevarse a Yareth, pues él le servía a su padre, no a ella.

No estaba lista todavía, no lo deseaba.

Retuvo un quejido lastimero que amenazaba con salir de sus labios en cuanto se imaginó aquel panorama y pensó una forma, la que fuera, para desagradar a los nobles caballeros reunidos en el castillo.

Según tenía entendido, los hombres preferían mujeres más débiles que ellos en todo sentido, para no sentirse inferiores y aplastados por la personalidad de su respectiva esposa, que en varias ocasiones era mucho más interesante y pensó que quizás las mujeres eran obligadas a ir en carruaje debido a que su cuerpo no era tan resistente como el de un hombre...o eso creían.

Sacó gran parte de su dorso por la ventana del carruaje y buscó los ojos de Yareth con tanta desesperación que el chico se acercó hasta ella en su montura.

-¡Hasen, deja de hacer eso, te vas a caer!-grito Ofelia intentando sostenerlo por la cintura para meterla de nuevo dentro del carruaje, pero Hasen se resistió y continuó llamando a su protector-¡El peinado se te va a arruinar!
-Si la señorita provoca tal escándalo debo suponer que es porque algo desea-dijo Yareth una vez estuvo lo suficientemente cerca de ella-¿En qué puedo servirle?
-Quiero bajar-le susurró, pero fue opacada por los gritos de su cuñada y por las preguntas de su madre recién despierta, la cual intentaba saber la razón de aquel escándalo.
-¿Se siente mal?-agregó con una sonrisilla discreta y burlona.
-No, Yareth, quiero bajar, ahora-el jóven pareció entender que no estaba jugando, y con algo de pesar se alejo del carruaje e indicó al cochero que se detuviera. Don Santiago qué iba más adelante junto con sus hijos detuvieron la marcha cuando notaron qué todos detrás suyo se habían detenido.
Hasen se liberó del agarre de sus cuñadas y las preguntas de su madre, descendió por el carruaje de un solo salto y corrió hasta donde se encontraba su padre, montado en un majestuoso caballo gris.

Su padre le llamaba "Pelusa" entre risas y bromas, pero Hasen siempre pensó que era más adecuado llamarlo Xylon.

-¡Se te va a manchar la cara con el sol!-grito Cristina, aún dentro del carruaje, incapaz de descender de el sin ayuda, mientras la miraba correr en dirección al patriarca de la familia, levantando el ruedo de su vestido, sin importarle que el peinado apretado se desacomodara a media de corría con todas sus fuerzas por el camino de tierra. Para cuando llegó hasta el frente del desfile de carros y hombres armados con espadas se topo con Xylon levantando el oscico y buscándola de aquí para allá sin moverse mucho de su sitio, pues probablemente habría reconocido su voz, mientras llamaba a su padre.

-Deberías estar dentro con tus cuñadas y tu madre-fue lo primero que le dijo el patriarca cuando la chiquilla se acercó hasta el caballo para acariciarle la barbilla.

Detrás de ella apareció Yareth, cabalgando habilmente.

-Le pido perdón y su misericordia Don Santiago, no pude detenerla-el hombre lo miró antes de hablar con sarcasmo.
-Claro, un hombre fornido y a caballo no pudo detener a una doncella que pesa por lo mucho cincuenta kilos, debiste de ser muy feroz-Yareth bajo la cabeza, apenado mientras su patrón observaba a su hija más pequeña, completamente entregada a las atenciones del caballo.
-Quiero entrar al castillo cabalgando contigo-declaró, aferrandose a las riendas del animas mientras se acercaba a las piernas de su padre, en donde recargo su frente-Por favor padre, hace demasiado calor dentro del carruaje-en realidad no necesitaba rogar para cumplir sus caprichos.

Al ser la hija más pequeña y la más parecida a Natalia, era casi imposible que su padre se negara a concederle algún deseo, por muy tonto o infantil que fuera, así que Hasen pronto estuvo sentada junto a su padre, sobre Pelusa, o mejor dicho Xylon.

La caravana reanudo la marcha de esa manera hasta que llegaron al imponente Castillo.

Se encontraron con las puertas del lugar abiertas de par en par para recibir a todas las familias vasallas qué viajaban desde muy lejos solo para ver a su monarca, se toparon con que ya había más caravanas estacionadas, esperando su turno para ser anunciadas frente a la familia real y se tardaron un poco más de medio día en poder ingresar, no eran los últimos, detrás de ellos se estacionarion más carruaje y carretas qué cargaban con todo el equipaje necesario, entre baules y tinas de madera, sirvientes y pesados regalos para la familia real y el emperador que estaba próximo a llegar en un par de días.

Algunos llevaban tesoros extraídos del océano, como collares de perlas, distintos peces secados al sol para evitar su descomposición y conchas marinas. Otras familias llevaban canastos llenos de frutas exóticas, botellas de mezcal y tequila, cajas de madera con chocolates o botellas del más fino vino.
Los Valtrot por su parte cargaban con los productos de su cosecha, pieles de ternero y distintos hongos y zetas encontrados en sus bosques.

Era como si cada familia anunciara a todos los ojos curiosos su aporte para el reino y sus habitantes.

Finalmente llegó su turno, y para ese punto Hasen ya había sudado demasiado, las trenzas de su cabello le picaban en el cuero cabelludo y el vestido comenzaba a incomodarle debido al calor de la capital, aún así cuando descendió del caballo con ayuda de su padre, realizó una digna referencia en honor a su rey, doblando las rodillas y tensando los músculos de sus piernas para bajar lo suficiente, pero manteniendo la espalda derecha y la vista al suelo, luego al frente para sonreírle a las personas frente a ellos.

La familia real era bastante pequeña, ya que, solo constaba del viejo rey, un hombre ya bastante mayor, rozando casi en los sesenta, de estatura promedio, nada destacable, con una prominente barba grisacea qué le acariciaba el pecho cada vez que hablaba, tenía el estómago hinchado debido a tanto alcohol y comida en exceso. Pero vestía con trajes hermosos de color rojo y usaba una pesada corona de oro y jade incrustado.

-Y ahí esta lo que quedaba del oro

Pensó para si misma mientras miraba la corona que se tambaleaba sobre la cabeza del monarca.

Su hija mayor también estaba ahí, al lado de su padre, sentada en una silla de madera mucho más sencilla a comparación del trono donde se sentaba el hombre que regia a todo Xentla. Ella era alta, al menos más que el promedio de las mujeres ahí congregadas, casi parecía enfermiza (y tal vez no estuviera del todo equivocada), tenía el cabello castaño muy rizado y recogido en una delgada red hecha de hilos de plata.

No sabía porque.

Pero la princesa María siempre le había dado un poco de miedo, desde que leyó de ella en el registro de reyes qué todas las casas debían tener en su biblioteca.
Ahora que la conocía en persona le ocasionaba todavía más temor.
Del otro lado del trono, se encontraba sentado el príncipe David, un pequeño niño de no más de cinco años de edad que observaba a todos con curiosidad y de vez en cuando jalaba la falda de su nodriza para llamar su atención, tenía las manos regordetas ocupadas en un pequeño caballito de madera, pero no jugaba con él, más bien lo sostenía y delineaba con sus deditos la silueta del caballo.

Después de su presentación y palabras vacías por parte del rey, fueron dirigidos hasta lo que sería su ala del castillo durante el festejo de aquel tratado de paz.

Se llevaron sus carretas y caballos a las caballerizas del lugar y a ellos los dirigieron por uno de los muchos jardines del palacio hasta que sus aposentos. Ubicados en la planta alta de la construcción, con un enorme balcón que servía como corredor, desde ahí podía observarse el bosque entero y parte de la ciudad, con sus mercados e iglesias.
Hasen se acercó hasta el barandal de piedra que rodeaba el balcón y se asomó para corroborar si era tan alto como lo decían las descripciones en los libros.
Supuso que tal vez los arquitectos no mencionaron la distancia verdadera entre el balcón y aquel barranco para no asustar al lector. El viento le movió los ligeros mechones sueltos en su peinado, el olor a pino y a bosque le inundó la nariz, por un momento pensó que el aire le estaba susurrando cosas al oído.

"Cae..."

Se alejó del barandal en un movimiento brusco y asustada buscó al autor de esa palabra tan simple pero tan bizarra debido al contexto en el que se encontraban. No encontró a nadie más que a Yareth de pie, recargado en una de las columnas del balcón. Quizás era el cansancio del viaje.
Comenzaba a hacer frío y el día estaba por terminarse, así que camino en dirección a su fiel protector, para pedirle que la llevara hasta su habitación.

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