8. Letras vacías

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Narrador omnisciente.

Mikaela baja del taxi despacio, analizando cada paso que da como si en el acto pudiese perder más de lo que ganaría.

Sí que puede perder mucho. De hecho, todo lo que ha conseguido en los últimos años, basado en esfuerzos y dolor.

Pero de nuevo piensa en él, el motivo de su regreso, y no es capaz de arrepentirse. Por mucho que le incomode la idea de volver a su casa después de tanto tiempo, no puede marcharse sin siquiera entrar.

La mansión está deslumbrante, como siempre: la alta reja actuando de resguardo para esa inmensa edificación color cal; el camino de piedras hasta la puerta de entrada, el jardín lleno de vida y colores. Todo desprende alegría, aunque solo en la fachada.

Y Mikaela lo sabe demasiado bien.

Sin meditarlo más, se dispone a entrar al sitio que alguna vez sintió su hogar, y que había dejado de serlo cuando ahí no encontró la comprensión necesaria para emprender en la vida de la forma en que lo deseaba.

Un chico en el patio llama su atención, nunca lo había visto por allí. Aunque se dice que, seguramente, muchas cosas han cambiado desde su partida, hace poco más de dos años.

—Hola. ¿Trabajas aquí? —saluda al joven que aparenta tener más o menos la misma edad que ella.

Unos rasgados ojos castaños resaltan en su rostro, dominado por la inquietud. Con ropas un tanto desaliñadas, bien que puede tratarse del jardinero, pero ella permite la aclaración.

—Oh, no. Yo soy...

Una voz gruesa y estrepitosa interrumpe la torpe presentación del chico.

—¡Por Dios!, no lo puedo creer —Gina se sorprende al verla, pero positivamente. Ella la adora—. ¡Mike! —dice emocionada, saliendo al encuentro de la chica.

A Mikaela se le acumulan lágrimas en los ojos, que su orgullo no permitirá dejar escapar. Pero eso no impide que deje las maletas a un lado y se lance sin flaquear a los brazos de aquella mujer robusta, con cabellos casi blancos y aroma a dulces recién horneados, que jamás dejará de ser su nana.

—¡Cuánto tiempo ha pasado! Estás hermosa.

Se aleja un poco para analizarla mejor.

—Parece que es cierto eso de que el tiempo cambia a las personas.

Encoge su hombros y gira en círculos lentamente.

—Pues a ti te convino demasiado. —Ríe con afecto—. Por cierto, ¿ya conociste a Fred? —Se refiere al chico que aún está ahí, siendo testigo de tan emotivo reencuentro.

Mikaela se voltea hacia él, sonriendo con amabilidad, de esa que le sobra y no duda en compartir con todos.

—Más o menos. Justo estaba por decirme su nombre.

—Es mi sobrino, Julian Alfredo. —Gina se acerca y le da varias palmaditas en la espalda—. Pero todos lo llamamos Fred.

—¡Tía! —reclama avergonzado—. ¿Podrías solo no decir mi nombre completo?

Mikaela ríe por lo bajo.

—Descuida, es un nombre muy sofisticado. Soy Mikaela, mucho gusto. —Le tiende la mano y él, todavía nervioso, la estrecha.

—Puedes decirle Mike —puntualiza la señora con delantal.

—Sí nana, gracias por recordar que mi apodo es nombre de chico.

Los tres se miran entre ellos y después rompen a reír.

────────✧♬✧♬✧────────

—Nena, ¿quieres comer algo? ¿Un sándwich? ¿Pastel? —le pregunta mientras caminan al interior de la casa.

Mikaela inspecciona cada rincón, sorprendiéndose al notar apenas unos pocos cambios en la decoración. Aunque no es realmente eso lo que le preocupa.

—Quizás luego, antes que nada quiero ver a Mitch. El viaje se me ha hecho eterno solo por la incertidumbre que me genera esta situación.

—De acuerdo, pero ve con cuidado. Últimamente no se sabe cuándo está de buenas.

—Sí, ya el tío Nick me advirtió.

Camina a través del pasillo en la planta alta, con una pizca de nostalgia sacudiéndole las emociones. Pero no se permite claudicar, ni siquiera cuando divisa la puerta con marcas de lo que fueron pegatinas y un cartel con su nombre. Solo quedan las huellas del pegamento sobre la madera que no ha sido pintada nuevamente; eso la aflige un poco, pero continúa.

Según se acerca a la habitación en el final del corredor, la melodía proveniente de ella se intensifica. Es un sonido agradable, pero poco definido.

Por un momento, Mikaela especula que Mitch esté mejor y que ha venido en vano. Pero al abrir la puerta, la imagen que avista le dice todo lo contrario.

Su hermano se encuentra sentado en el suelo, a los pies de la cama, y con la guitarra en las manos.

Está rodeado de bolas de papel arrugado; más de una docena, probablemente. Tiene los hombros caídos, y su ensimismamiento es tal que no le permite percatarse de la presencia de Mikaela, justo a su lado.

—Hola.

Alcanza a decir, con la voz temblorosa y una lágrima rodando por su mejilla.

Mitch levanta la cabeza y la mira algo confundido. Después le regala una media sonrisa, mientras se pone en pie.

—Mike. ¡Eres tú! —Busca a tientas la cama, y cae sentado en ella. Sigue desconcertado.

Su hermana se le lanza al cuello y le da un fuerte abrazo que le hace reaccionar. Él intenta encontrar las palabras correctas, pero no consigue decir nada.

—Claro que soy yo, tontito —dice ella tratando de disimular la tristeza que le provoca ver el estado de su hermano, quien cada vez se halla más cerca de la depresión. Se acomoda a su lado en la cama, enfrentándose a su triste rostro—. Solo me teñí un poco el cabello y me hice unos cuantos tatuajes. Por lo demás, estoy igualita.

—Sí, puedo verlo —algunas lágrimas salen de sus ojos. Y es raro, pero presume que estas sean de felicidad y no de dolor.

Se miran por un largo minuto. Como si buscasen en la mirada del otro algo más profundo, más allá del color verde que comparten. Algo que les diga qué estuvo haciendo el otro todo ese tiempo.

Sonríen, como si hubiesen hallado lo que buscaban y se funden en otro abrazo. Uno de esos que piden perdón, gritan un "no estás solo" y dicen "te extrañé" sin palabras. Se dan uno de esos abrazos que, entre dos hermanos, no necesita nada más para que todo sea como antes.

—¿Cómo lo llevas? ¿Estabas componiendo otra vez? —él la observa un tanto incómodo—. Lo siento, pero se escuchaba fuera.

Mitch mira al frente, a un punto fijo en la pared. El cabello que le sale en todas direcciones se nota sucio y enredado; los ojos quedan atrapados bajo los caídos parpados que le hacen lucir medio adormilado.

—Hoy lo necesitaba. Pero ya nada ha sido igual, no puedo —agacha su cabeza, sin encontrar salida. Derrotado.

—¡Hey! —Mikaela llama su atención y lo toma por los hombros—. No estás solo en esto, Mitch. Poco a poco se irá despertando ese hermoso don que la vida te regaló, porque aún sigue ahí dentro —pone un dedo en medio de su pecho—. Solo debes hacer un poco de ruido, para que se anime.

—No es tan fácil, Mike. ¿Ves todos esos papeles arrugados? —señala al suelo donde minutos antes estaba sentado. Ella asiente—. Pues, al menos quince veces intenté escribir una canción. ¡Una maldita canción! —le da una ojeada, enojado.

Ella solo le presta atención, en silencio.

—Y no salió nada. Antes el lápiz bailaba sobre el papel, al ritmo que mis dedos lo hacían por las cuerdas de la guitarra. Mírame ahora. Solo llego a escribir palabras sin sentido, que no forman nada —vuelve a perderse entre la infinidad de puntos fundidos que forman la pared, a medida que disminuye el tono de su voz—. Es como si las letras estuvieran vacías, sin ninguna emoción, ni sentimiento. Todo lo contrario a lo que solían ser —suspira con pesar—. Más que dormido, creo que está muerto ese don.

—No debes forzarlo. Tienes que dejar que fluya por sí mismo; sentirás cuando sea el momento de salir de nuevo —le regala una sonrisa reconfortante. La sonrisa de la hermana mayor cuando te da un consejo que casi nunca quieres escuchar—. Pero eso no va a suceder si sigues encerrado entre estas cuatro paredes. 

Arruga el ceño… y el resto del rostro.

—Si viniste con el objetivo de sacarme de la habitación, no deberías perder el tiempo.

—Vine porque Nick dijo que tenía aquí un aspirante a vampiro —Mitch sonríe ante ese comentario, y Mikaela no puede evitar sentirse feliz. Sabe que él no desea sonreír ni encontrarse bien, pero no quiere eso para su hermano.

—¿Nick?, ¿desde cuándo te permito llamarme así, jovencita? —pregunta Nick desde la puerta. Estuvo ahí durante casi toda la conversación, pero prefirió observar de lejos que irrumpir en esa complicidad de hermanos.

—¡Tío!, que gusto verte —chilla Mikaela, acercándose a él para saludarlo con uno de sus sonoros besos.

—Así está mucho mejor —ríe satisfecho—. También te extrañé, Mike.

Mientras se saludan, entre risas y abrazos, no se percatan de que Mitch se ha acostado, hecho un ovillo en medio de la cama, bajo las sábanas arrugadas. Intercambian una mirada preocupada antes de salir de la habitación sin hacer ruido.

—¿Ves por qué te necesito aquí? —señala la puerta por donde acaban de salir.

—Comprendo… y no sabes cuánto me duele verlo así. Ya no es para nada el mismo de antes —las lágrimas se acumulan nuevamente en sus ojos, pero esta vez no las retiene.

—Todos los días se le pasan de esa forma, a pesar de mis intentos. Él sigue asumiendo la culpa, y soporta tanto.

—Yo veré que hago, pero Mitch no puede seguir perdiendo su vida entre esas paredes.

Siguen conversando mientras se dirigen a la cocina. Ahí Gina les prepara de comer, y continúan charlando.

—Por cierto, Mike, ¿sabe tu padre que venías? —pregunta Gina, curiosa.

—Yo le dije —responde Nick, que sí estaba al tanto de la llegada de la joven y de su mala relación con Tom.

—No pensaba decirle. Igual, no creo que le importe tanto que yo esté unos días por aquí. ¿Cierto? —no desvía la vista de su sándwich.

Aunque, en el fondo, a ella si le afecta esa situación. Le duele cada vez que pone distancias entre ella y su padre, a pesar de mostrarse como la chica inmune que todo lo puede.

—Creo que esta vez deberías hablar con él —Nick y Mikaela se vuelven hacia Gina cuando esas palabras salen de su boca—. Solo decía… son padre e hija. Las cosas no deberían estar tan desequilibradas.

Mikaela se queda pensando por un momento. Imagina qué se sentiría que su padre la apoyara para cumplir sus sueños, que no juzgara todas sus decisiones y que entendiera de una vez que había escogido cómo vivir su vida.

Pero todo se desvanece ante ella, porque sabe que Thomas Holder no es alguien que de su brazo a torcer una vez que determina algo. Ya probó de sus palabras tóxicas alguna vez.

────────✧♬✧♬✧────────

Mikaela llegaba a casa pasadas las once de la noche, con una enorme sonrisa en el fresco rostro de niña que no quería ocultar. Apenas tenía quince años.

Se moría por colarse en la habitación de su hermano para contarle las buenas nuevas; aunque a veces no la entendiese, siempre la escuchaba con interés en su mirada. Además, también era el único que reparaba de forma positiva en su acciones; él la apoyaba incondicionalmente.

Pero Mike abrió la puerta delantera y su emoción la mantuvo tan ajena a la realidad, que no repasó la posibilidad de que su padre la estuviese esperando. O al menos no para nada bueno.

Ahí estaba, en el sillón marrón de la esquina más sombría en todo el salón. Muy despierto, muy enojado, muy preparado para reprenderla. Sin embargo, la sonrisa de Mikaela se intensificó al divisar la furia en los oscuros ojos de su padre; no era tan floja como Mitch.

—Buenas noches, papá —lo saludó sin detener su paso hacia la cocina. Acostumbraba tomar un vaso de leche antes de dormir, y esa noche no sería la excepción.

—¿A dónde crees que vas? ¡Mikaela, detente! —Tom salió corriendo para alcanzarla, pero ella solo se detuvo al llegar a su destino—. ¿Estas son horas de llegar?

La indignación era audible en cada palabra, irritado por el descaro de su hija. No pretendía disimular más que los recuerdos; quería una explicación.

—Estaba ensayando para la actuación del sábado —abrió la puerta de la nevera, luego se volvió hacia él con una risa forzada que le achinaba los ojos—. A la que no irás, por supuesto.

La rabia le oprimió un poco más.

—¡Ni tú tampoco! ¡No irás a ninguna maldita actuación! —gritó; el vaso de vidrio cayó al suelo antes de que Mike lo llenase—. Nunca más, Mikaela, en tu vida.

—¿Qué? —se le escapó una risita nerviosa—. ¿Vas a prohibirme bailar? ¿Es eso? —comenzó a caminar de un sitio a otro—. No voy a dejar de bailar, papá. Nunca en mi vida.

Le devolvió la frase, con la misma desvergüenza de siempre, pero desgarrada por dentro. Él se quedó estático, sin saber qué hacer con tanto fastidio; ella lograba sacarlo de quicio y dejarlo sin capacidad para nada más. Es que era tan como él, que se conocía cada una de sus cartas.

Ya Tom había insinuado varias veces su desagrado sobre ese tema, aunque Mike nunca creyó que llegaría tan lejos. A partir de esa noche, entendió que su camino dependería solo de ella; porque su padre definitivamente, no la apoyaría, y Mitch siquiera podía luchar con sus cosas.

Se volvió un poco más fría, más solitaria, y más consciente; porque, de lo contrario, jamás encontraría la manera de crecer.

────────✧♬✧♬✧────────

Tras encontrarse con su vieja yo, termina de comer mientras analiza alguna forma de ayudar a su hermano, quien realmente lo necesita, tanto como Crystal puede necesitar apoyo, y está dispuesta a hacer hasta lo imposible por ellos.

Porque ya comienza a escuchar la historia de Mitch y Crystal como una melodía dispersa en el viento, arrastrada a todas partes sin nada firme a lo que aferrarse; y teme que se vuelvan una de esas canciones huecas, que acaban siendo restos indescifrables de algo que un día fue hermoso.

Simplemente, no puede permitirlo.

Dos personas que siempre tuvieron tanto que decir, como Mitch y Crystal, no deben simplemente dejarse llevar por el silencio, ni quedarse a medias en una canción, ni ser algo incompleto, roto y sin valor. Tienen que formar más que solo palabras sueltas, o frases escogidas al azar que no marcan ningún destino.

Que no dicen nada.

Es por eso que a veces debemos tratar de rellenar las letras, aunque eso implique vaciar nuestras almas. De algún modo, valdría la pena.

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