𝗜𝗫. Hᴀᴅᴇs

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𝟎𝟎𝟗. ┇🔱⚡️𝖧𝖺𝖽𝖾𝗌

Estaban en las sombras del bulevar Valencia, mirando el rótulo de letras doradas sobre mármol negro: 

«ESTUDIOS DE grabación EL otro barrio.» Debajo, en las puertas de cristal, se leía: «abogados no, vagabundos no, vivos no.»

Era casi medianoche, pero el recibidor estaba bien iluminado y lleno de gente. Tras el mostrador de seguridad había un guardia con gafas de sol, porra y aspecto de tío duro.

Percy se giró a sus amigos, Helena estaba de pie pues le había pedido al azabache que la bajara.

—Muy bien. ¿Recuerdan el plan? — Helena asintió con una sonrisa

—¿El plan? —Grover tragó saliva—. Sí. Me encanta el plan.

—¿Qué pasa si el plan no funciona? —preguntó Annabeth.

—No pienses en negativo. —Le sonrío Helena

—Bien —dijo—. Vamos a meternos en la tierra de los muertos y no tengo que pensar en negativo. — Helena se encogió de hombros feliz

—¿Por qué tanta felicidad Hel? — Preguntó Grover tragando saliva

—Voy a ver a mi tío favorito. — Le sonrío con emoción

Percy tomo la mano de Helena, con la otra sacó las perlas de su bolsillo, las cuatro que la nereida le había dado en Santa Mónica. Si algo iba mal, no parecían de mucha ayuda.
Annabeth me puso una mano en el hombro.

—Lo siento, Percy, los nervios me traicionan. Pero tienes razón, lo conseguiremos. Todo saldrá bien.—Y le dio un codazo a Grover.

—¡Oh, claro que sí! —dijo él, asintiendo con la cabeza—. Hemos llegado hasta aquí. Encontraremos el  rayo maestro y salvaremos a tu madre. Ningún problema. — El chico los vio agradecido

—Vamos a repartir un poco de leña subterránea.

Entraron en la recepción de EOB. Una música suave de ascensor salía de altavoces ocultos. La moqueta y las paredes eran gris acero. En las esquinas había cactos como manos esqueléticas. El mobiliario era de cuero negro, y todos los asientos estaban ocupados. Había gente sentada en los sofás, de pie, mirando por las ventanas o esperando el ascensor. Nadie se movía, ni hablaba ni hacía nada. Con el rabillo del ojo se veía a todos bien, pero si se centraban en alguno en particular, parecían transparentes. Veían a través de sus cuerpos. El mostrador del guarda de seguridad era bastante alto, así que tenían que mirarlo desde abajo.

Era un negro alto y elegante, de pelo teñido de rubio y cortado estilo militar. Llevaba lentes de sol de carey y un traje de seda italiana a juego con su pelo. También lucía una rosa negra en la solapa bajo una tarjeta de identificación.

—¿Se llama Quirón? —dijo Percy intentando leer su nombre, confundido.

Él se inclinó hacia delante desde el otro lado del mostrador. En sus lentes sólo vieron su reflejo, pero su sonrisa era dulce y fría, como la de una pitón justo antes de comerte.

—Mira qué preciosidades de muchacho y jovencita tenemos aquí. —Tenía un acento extraño, británico quizá, pero también como si el inglés no fuera su lengua materna, parecido al de Helena—. Dime, ¿te parezco un centauro?

—N-no. Señor —añadió con suavidad.

—Señor repitió

Agarró su tarjeta de identificación con dos dedos y pasó otro bajo las letras.

—¿Sabes leer esto, chico? Pone C-a-r-o-n-t-e. Repite conmigo: Ca-ron-te.

—Caronte.

—¡Impresionante! Ahora di: señor Caronte—

—Señor Caronte.

—Muy bien. —Volvió a sentarse—. Detesto que me confundan con ese viejo jamelgo de Quirón. Y bien, ¿en qué puedo ayudaros, pequeños muertecitos? — Percy vio a Helena en busca de ayuda

—Queremos ir al inframundo —intervino ella

Caronte emitió un silbido de asombro.

—Vaya, niña, eres toda una novedad.

—¿Sí? —repuso ella.

—Directa y al grano. Nada de gritos. Nada de «tiene que haber un error, señor Caronte». —Se les quedó mirando—. ¿Y cómo murieron, pues?

Percy le soltó un codazo a Grover.

—Bueno... —respondió él—. Esto... ahogados... en la bañera.

—¿Los cuatro? —Asintieron

—Es que mi amigo quiere decir, que era una bañera enorme, los cuatro nos ahogamos en las fauces de la bañera, por que el agua era muy caliente y no podíamos salir. — Comentó Helena soltando su más sincera mirada

—Pero que bañera. —Caronte parecía impresionado—. Supongo que no tienen monedas para el viaje. Verán, cuando se trata de adultos puedo cargarlo a una tarjeta de crédito, o añadir el precio del ferry a la factura del cable. Pero los niños... Vaya, es que nunca se mueren preparados. Supongo que tendrán que esperar aquí sentados unos cuantos siglos. — Helena negó

—No, si tenemos monedas. — Percy puso tres dracmas de oro en el mostrador, parte de lo encontrado en el despacho de Crusty.

—Bueno, bueno... —Caronte se humedeció los labios—. Dracmas de verdad, de oro auténtico. Hace mucho que no veo una de éstas... —Sus dedos acariciaron codiciosos las monedas.

Entonces Caronte vio al dúo fijamente y su frialdad pareció atravesarme sus pechos.

—A ver —dijo—. No has podido leer mi nombre correctamente. ¿Eres disléxico, chico?

—No —mintió —. Soy un muerto. —

Caronte se inclinó hacia delante y olisqueó.

—No eres ningún muerto. Debería haberme dado cuenta. Eres un diosecillo, y tu una diosecilla. — Helena sonrió nerviosa

—Tenemos que llegar al inframundo —insistío la niña

Caronte soltó un profundo rugido. Todo el mundo en la sala de espera se levantó y empezó a pasearse con nerviosismo, a encender cigarrillos, mesarse el pelo o consultar los relojes.

—Marchense mientras pueden—nos dijo Caronte—. Me quedaré las monedas y olvidaré que los he visto.—Hizo ademán de guardárselas, pero Percy se las arrebató

—Vamos a llevado a otros diosecillos, como a Heracles. — Recordó Helena a Caronte y este la vio ofendido

—Supongo que eres su pariente, ambos son unos sin vergüenzas. — La chica sonrió con nervios — No hay duda, otra hija de Zeus que quiere bajar al inframundo ¿Sabes que me hizo mi jefe cuando deje que Heracles bajara al inframundo sin pago? — Ella asintió

—Lo regaño y castigo Señor Caronte. — Respondió la niña y Percy la puso detrás de él protegiéndola

Percy recordó que el nombre Griego de Hércules, era Heracles.

—Sin servicio no hay propina. —Intentó parecer más valiente de lo que se sentía

Caronte volvió a gruñir, esta vez un sonido profundo que helaba la sangre. Los espíritus de los muertos empezaron a aporrear las puertas del ascensor.

—Es una pena —suspiró Percy—. Teníamos más que ofrecer. — Le enseñó la bolsa llena con las cosas de Crusty.

Sacó un puñado de dracmas y dejó que las monedas se escurrieran entre sus dedos. El gruñido de Caronte se convirtió en una especie de ronroneo de león.

—¿Crees que puedes comprarme, criatura de los dioses? Oye... sólo por curiosidad, ¿cuánto tienes ahí? —

—Mucho —contestó —. Apuesto a que Hades no le paga lo suficiente por un trabajo tan duro.

—Uf, si te contara... Pasar el día cuidando de estos espíritus no es nada agradable, te lo aseguro. Siempre están con «por favor, no dejes que muera», o «por favor, déjame cruzar gratis». Estoy harto. Hace tres mil años que no me aumentan el sueldo. ¿Y te parece que los trajes como éste salen baratos?

—Se merece algo mejor —coincidío la niña—. Un poco de aprecio. Respeto. Buena paga. —Con cada palabra, apilaba otra moneda de oro en el mostrador.

Caronte le echó un vistazo a su chaqueta de seda italiana, como si se imaginara vestido con algo mejor.

—Debo decir, chicos, que lo que dicen tiene algo de sentido. Sólo un poco, ¿eh? — Percy apilo unas monedas más

—Yo podría mencionarle a Hades que usted necesita un aumento de sueldo... — Afirmó Helena con una voz segura

Suspiró.

—De acuerdo. El barco está casi lleno, pero intentaré meterlos con calzador, ¿Bien? —Se puso en pie, recogió las monedas y dijo—: Síganme.

Se abrió paso entre la multitud de espíritus a la espera, que intentaron colgarse de los niños mientras susurraban con voces lastimeras. 

Caronte los apartaba de su camino murmurando: «Largo de aquí, gorrones.» Los escoltó hasta el ascensor, que ya estaba lleno de almas de muerto, cada una con una tarjeta de embarque verde. Caronte agarró a dos espíritus que intentaban meterse con ellos y los devolvió a la recepción.

—Bien. Escuchenme: que a nadie se le ocurra pasarse de listo en mi ausencia —anunció a la sala de espera —. Y si alguno vuelve a tocar el dial de mi micrófono, me aseguraré de que pasen aquí mil años más. ¿Entendido? — Cerró las puertas. 

Metió una tarjeta magnética en una ranura del ascensor y empezaron a descender.

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—¿Qué les pasa a los espíritus que esperan? —preguntó Annabeth

—Nada —repuso Caronte.

—¿Durante cuánto tiempo? — Helena lo vio con confusión

—Para siempre, o hasta que me siento generoso.—

—Vaya —dijo Annabeth—. Eso no parece... justo

Caronte arqueó una ceja.

—¿Quién ha dicho que la muerte sea justa, niña? Espera a que llegue tu turno. Yendo a donde vas, morirás pronto.

—Saldremos vivos —respondió Helena

—Ja.

De repente Helena sintió un mareo. No bajaron, sino que iban hacia delante. El aire se tornó neblinoso. Los espíritus que los rodeaban empezaron a cambiar de forma. Sus prendas modernas se desvanecieron y se convirtieron en hábitos grises con capucha. El suelo del ascensor empezó a bambolearse. Cerró los ojos con fuerza, apretando el agarre de Percy. Cuando los abrió, el traje de Caronte se había convertido en un largo hábito negro, y tampoco llevaba los lentes de carey. Donde tendría que haber habido ojos sólo había cuencas vacías; como las de Ares pero totalmente oscuras, llenas de noche, muerte y desesperación.

El mayor vio que lo miraba y preguntó:

—¿Qué pasa?—

—No, nada —consiguío decir Helena

Pensó que estaba sonriendo, pero no era eso. La carne de su rostro se estaba volviendo transparente, y podía verle el cráneo.

El suelo seguía bamboleándose.

—Me parece que me estoy mareando —dijo Grover

Cuando volvió a cerrar los ojos, el ascensor ya no era un ascensor. Estaban encima de una barcaza de madera. Caronte empujaba una pértiga a través de un río oscuro y aceitoso en el que flotaban huesos, peces muertos y otras cosas más extrañas: muñecas de plástico, claveles aplastados, diplomas de bordes dorados empapados.

—El río Estige —murmuró Annabeth—. Está tan...

—Contaminado —la ayudó Caronte—. Durante miles de años, ustedes los humanos han ido tirando de todo mientras lo cruzaban: esperanzas, sueños, deseos que jamás se hicieron realidad. Gestión de residuos irresponsable, si vamos a eso.

La niebla se enroscó sobre la mugrienta agua. Por encima de ellos, casi perdido en la penumbra, había un techo de estalactitas. Más adelante, la otra orilla brillaba con una luz verdosa, del color del veneno.

Helena al ver el pánico de Percy le abrazó el brazo de este, le dio un suspiro de tranquilidad como respuesta. Vio como estaba murmurando una oración, aunque no estaba muy segura de a quién se la rezaba. Ahí abajo, sólo un dios importaba, y era el mismo al que había ido a enfrentar el chico, Helena estaba feliz de visitar a su tío.

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La orilla del inframundo apareció ante su vista. Unos cien metros de rocas escarpadas y arena volcánica negra llegaban hasta la base de un elevado muro de piedra, que se extendía a cada lado hasta donde se perdía la vista. Llegó un sonido de alguna parte cercana, en la penumbra verde, y reverberó en las rocas: el gruñido de un animal de gran tamaño.

—El viejo Tres Caras está hambriento —comentó Caronte. Su sonrisa se volvió esquelética a la luz verde—. Mala suerte, diosecillos.

La quilla de la barcaza se posó sobre la arena negra. Los muertos empezaron a desembarcar. Una mujer llevaba a una niña pequeña de la mano. Un anciano y una anciana cojeaban agarrados del brazo. Helena sonrió al verlos, le gustaría terminar así cuando muriera feliz, tranquila y al lado de su amado. Un chico, no mayor que ellos, arrastraba los pies en su hábito gris.

—Les desearía suerte, chicos —dijo Caronte—, pero es que aquí abajo no hay ninguna. Pero oye, no te olvides de comentar lo de mi aumento. — Se dirigió a Helena

Contó las monedas de oro en su bolsa y volvió a agarrar la pértiga. Entonó algo que parecía una canción de Barry Manilow mientras conducía la barcaza vacía de vuelta al otro lado. Siguieron a los espíritus por el gastado camino. La entrada a aquel mundo subterráneo parecía un cruce entre la seguridad del aeropuerto y la autopista de Nueva Jersey. Había tres entradas distintas bajo un enorme arco negro en el que se leía:

 «está entrando en erebo.» 

Cada entrada tenía un detector de metales con cámaras de seguridad encima. Detrás había cabinas de aduanas ocupadas por fantasmas vestidos de negro como Caronte. El rugido del animal hambriento se oía muy alto, pero no vio de dónde procedía. El perro de tres cabezas, Cerbero, que supuestamente guardaba la puerta del Hades, no estaba por ninguna parte. Los muertos hacían tres filas, dos señaladas como «EN SERVICIO», y otra en la que ponía: «MUERTE RÁPIDA.» La fila de muerte rápida se movía velozmente. Las otras dos iban como tortugas.

—¿Qué te parece? —le pregunto a Helena

—La cola rápida debe de ir directamente a los Campos de Asfódelos —dijo—. No quieren arriesgarse al juicio del tribunal, porque podrían salir mal.

—¿Hay un tribunal para los muertos?

—Sí. Tres jueces. Se turnan los puestos. El rey Minos, Thomas Jefferson, Shakespeare; gente de esa clase.  A veces estudian una vida y deciden que esa persona merece una recompensa especial: los Campos Elíseos. En otras ocasiones deciden que merecen un castigo. Pero la mayoría... en fin, sencillamente vivieron, son historia. Ya sabes, nada especial, ni bueno ni malo. Así que van a parar a los Campos de Asfódelos.

—¿A hacer qué?

—Imagínate estar en un campo de trigo de Kansas para siempre —contestó Grover.

—Qué agobio —respondío Percy

—Tampoco es para tanto —murmuró Grover—. Mira. —

Un par de fantasmas con hábitos negros habían apartado a un espíritu y lo empujaban hacia el mostrador de seguridad. El rostro del difunto les resultaba vagamente familiar

—. Es el predicador de la tele, ¿te acuerdas?

—Anda, sí.

Ya se acordaban. Lo habían visto en la televisión un par de veces, en el dormitorio de la academia Yancy, y Helena en su casa. Era un telepredicador pelmazo que había recaudado millones de dólares para orfanatos y después lo habían sorprendido gastándose el dinero en cosas como una mansión con grifos de oro y un minigolf de interior. Durante una persecución policial su Lamborghini se había despeñado por un acantilado.

—Castigo especial de Hades —supuso Grover—. La gente mala, mala de verdad, recibe una atención personal en cuanto llegan. Las Fur... Las Benévolas prepararán una tortura eterna para él.

—Pero si es predicador y cree en un infierno diferente... —objetó Percy y Grover se encogió de hombros.

—¿Quién dice que esté viendo este lugar como lo vemos tú y yo? Los humanos ven lo que quieren ver. Son muy tontos... quiero decir, persistentes.

Se acercaron a las puertas. Los alaridos se oían tan alto que hacían vibrar el suelo bajo sus pies, aunque seguían sin localizar el lugar del que procedían. Entonces, a unos quince metros delante, la niebla verde resplandeció. Justo donde el camino se separaba en tres había un enorme monstruo envuelto en sombras. No lo habían visto antes porque era semitransparente, como los muertos. Si estaba quieto se confundía con cualquier cosa que tuviera detrás. Sólo los ojos y los dientes parecían sólidos. Y estaba mirándolos

—Es un rottweiler. —Supuso Percy

Cerbero era un rottweiler de pura raza, salvo por el pequeño detalle de que también era el doble de grande que un mamut, casi del todo invisible, y tenía tres cabezas. Los muertos caminaban directamente hacia él: no tenían miedo. Las filas en servicio se apartaban de él cada una a un lado. Los espíritus camino de muerte rápida pasaban justo entre sus patas delanteras y bajo su estómago, cosa que hacían sin necesidad de agacharse.

—Ya lo veo mejor —murmuró el azabache—. ¿Por qué pasa eso?

—Creo... —Annabeth se humedeció los labios—. Me temo que es porque nos encontramos más cerca de estar muertos.

La cabeza central del perro se alargó hacia ellos. Olisqueó el aire y gruñó.

—Huele a los vivos —dijo Helena

—Pero no pasa nada —contestó Grover, temblando a su lado—. Porque tenemos un plan.

—Ya —musitó Annabeth—. Eso, un plan.

Se acercaron al monstruo. La cabeza del medio les gruñó y luego ladró con tanta fuerza que los hizo parpadear.

—¿Lo entiendes? —le preguntó a Grover el hijo del mar

—Sí lo entiendo, sí. Vaya si lo entiendo.

—¿Qué dice?

—No creo que los humanos tengan una palabra que lo exprese exactamente.

Percy sacó un palo de la mochila de Ares: el poste que había arrancado de la cama de Crusty modelo safari. Lo sostuvo en alto, intentando canalizar hacia Cerbero pensamientos perrunos felices: anuncios de exquisiteces para perro, huesos de juguete, piensos apetitosos. Trato de sonreír, como si no estuviera a punto de morir.

—Ey, grandullón —lo llamó —. Seguro que no juegan mucho contigo.

—¡GRRRRRRRRR! — Helena no paraba de mover sus manos de la ansiedad que sentía

—Buen perro —contestó débilmente.

Movió el palo. Su cabeza central siguió el movimiento y las otras dos concentraron sus ojos en el, olvidando a los espíritus. Toda su atención se hallaba puesta en el azabache. No estaba muy seguro de que fuera algo bueno.

—¡Agárralo! —Lanzó el palo a la oscuridad, un buen lanzamiento Helea escuchó chapoteo en el río Estige

Cerbero le dedicó una mirada furibunda, no demasiado impresionado. Tenía unos ojos temibles y fríos. Bien por el plan. Cerbero emitió un nuevo tipo de gruñido, más profundo, multiplicado por tres.

—Esto... —musitó Grover—. ¿Percy?

—¿Sí?

—Creo que te interesará saberlo.

—¿El qué?

—Cerbero dice que tenemos diez segundos para rezar al dios de nuestra elección. Después de eso... bueno... el pobre tiene hambre.

—¡Esperen! —dijo Annabeth, y empezó a hurgar en la mochila de Helena

—Cinco segundos —informó Grover—. ¿Corremos ya?

Annabeth sacó una pelota de goma roja del tamaño de un durazno. En ella ponía: «waterland, denver,co.» levantó la pelota y se encaminó directamente hacia Cerbero.

—¿Ves la pelotita? —le gritó—. ¿Quieres la pelotita, Cerbero? ¡Siéntate!

Cerbero parecía tan impresionado como los demás. Inclinó de lado las tres cabezas. Se le dilataron las seis narinas.

—¡Siéntate! —volvió a ordenarle Annabeth.

Cerbero se relamió los tres pares de labios, desplazó el peso a los cuartos traseros y se sentó, aplastando al instante una docena de espíritus que pasaban debajo de él en la fila de muerte rápida. Los espíritus emitieron silbidos amortiguados, como una rueda pinchada.

—¡Perrito bueno! —dijo Annabeth, y le tiró la pelota.

Él la cazó al vuelo con las fauces del medio. Apenas era lo bastante grande para mordisquearla siquiera, y las otras dos cabezas empezaron a lanzar mordiscos hacia el centro, intentando hacerse con el nuevo juguete.

—¡Suéltala! —le ordenó Annabeth

Las cabezas de Cerbero dejaron de enredar y se quedaron mirándola. Tenía la pelota enganchada entre dos dientes, como un trocito de chicle. Profirió un lamento alto y horripilante y dejó caer la pelota, ahora toda llena de babas y mordida casi por la mitad, a los pies de Annabeth.

—Muy bien. —Recogió la bola, haciendo caso omiso de las babas del monstruo.

—Vayan ahora. La fila de muerte rápida es la más rápida. — Annabeth les dijo

—Pero... — Helena no quería dejarla

—¡Ahora! —ordenó, con el mismo tono que usaba para el perro

Grover hizo caso, Helena tuvo que ser arrastrada por Percy avanzaron poco a poco y con cautela. Cerbero empezó a gruñir.

—¡Quieto! —ordenó Annabeth al monstruo—. ¡Si quieres la pelotita, quieto!

Cerbero gañó, pero permaneció inmóvil.

—¿Qué pasará contigo? —le preguntó Percy a Annabeth cuando cruzaron a su lado.

—Sé lo que estoy haciendo, Percy —murmuró—. Por lo menos, estoy bastante segura...

Los demás pasarom entre las patas del monstruo. Conseguieron cruzar. Cerbero no daba menos miedo visto por detrás.

—¡Perrito bueno! —le dijo Annabeth.

Agarró la pelota roja machacada, y probablemente llegó a la misma conclusión que ellos: si
recompensaba a Cerbero, no le quedaría nada para hacer otro jueguecito. Aun así, se la lanzó y la boca izquierda del monstruo la atrapó al vuelo, pero fue atacada al instante por la del medio mientras la derecha gañía en señal de protesta. Así distraído el monstruo, Annabeth pasó con presteza bajo su vientre y se unió a ellos en el detector de metales.

—¿Cómo has hecho eso? —le preguntó Helena

—Escuela de adiestramiento para perros —respondió sin aliento —. Cuando era pequeña, en casa de mi padre teníamos un doberman...

—Eso ahora no importa —interrumpió Grover, tirándo a Percy de la camisa—. ¡Vamos!

Se dispusieron a adelantar la fila a todo velocidad cuando Cerbero gimió lastimeramente por las tres bocas. Annabeth se detuvo y se volvió para mirar al perro, que se había girado hacia nosotros. Cerbero jadeaba expectante, con la pelotita roja hecha pedazos en un charco de baba a sus pies.

—Perrito bueno —le dijo Annabeth con voz de pena.

—¿No podemos llevarlo? — Helena los vio esperanza

—Me temo que no Barbie. — Le sonrío a la menor haciéndola sonrojar

Las cabezas del monstruo se ladearon, como preocupado por ella.

—Pronto te traeré otra pelota —le prometió Annabeth—. ¿Te gustaría?—El monstruo aulló.

—Perro bueno. Vendré a verte pronto. Te... te lo prometo. —Annabeth se volvió hacia sus amigos—. Vamos.

Cruzaron el detector de metales, que de inmediato accionó la alarma y un dispositivo de luces rojas.

«¡Posesiones no autorizadas! ¡Detectada magia!»

Cerbero empezó a ladrar. Se  lanzaron a través de la puerta de muerte rápida, que disparó aún más alarmas, y corrieron hacia el inframundo.

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Unos minutos después estában ocultos, jadeantes, en el tronco podrido de un enorme árbol negro, mientras los fantasmas de seguridad pasaban frente a ellos y pedían refuerzos a las Furias.

—Bueno, Percy —murmuró Grover—, ¿qué hemos aprendido hoy?

—¿Que los perros de tres cabezas prefieren las pelotas rojas de plástico a los palos?

—No —contestó Grover—. Hemos aprendido que tus planes son perros, ¡perros de verdad!




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Imagínate el concierto más multitudinario que hayas visto jamás, un campo de fútbol lleno con un millón de fans. Ahora imagina un campo un millón de veces más grande, lleno de gente, e imagina que se ha ido la electricidad y no hay ruido, ni luz, ni globos gigantes rebotando sobre el gentío. Algo trágico ha ocurrido tras el escenario. Multitudes susurrantes que sólo pululan en las sombras, esperando un concierto que nunca empezará. Si puedes imaginarte eso, te harás una buena idea del aspecto que tenían los Campos de Asfódelos. La hierba negra llevaba millones de años siendo pisoteada por pies muertos. Soplaba un viento cálido y pegajoso como el hálito de un pantano. Aquí y allá crecían árboles negros, eran álamos.

El techo de la caverna era tan alto que bien habría podido ser un gran nubarrón, pero las estalactitas emitían leves destellos grises y tenían puntas afiladísimas, había varias de ellas desperdigadas por el suelo, incrustadas en la hierba negra tras derrumbarse.

Annabeth, Grover, Helena y Percy intentaban confundirse entre la gente, pendientes por si volvían los demonios de seguridad. No pudieron evitar buscar rostros familiares entre los que deambulaban por allí, pero los muertos eran difíciles de mirar. Sus rostros brillan. Todos parecían enfadados o confusos. Se te acercan y les hablan, pero sus voces sonaban a un traqueteo, como a chillidos de murciélagos. En cuanto advierten que no puedes entenderlos, fruncen el entrecejo y se apartan. Los muertos no dan miedo. Sólo son tristes.

Siguieron abriéndose camino, metidos en la fila de recién llegados que serpenteaba desde las puertas principales hasta un pabellón cubierto de negro con un estandarte que rezaba:

«Juicios para el Elíseo y la condenación eterna. ¡Bienvenidos, muertos recientes!» 

Por la parte trasera había dos filas más pequeñas. A la izquierda, espíritus flanqueados por demonios de seguridad marchaban por un camino pedregoso hacia los Campos de Castigo, que brillaban y humeaban en la distancia, un vasto y agrietado erial con ríos de lava, campos de minas y kilómetros de alambradas de espino que separaban las distintas zonas de tortura. Incluso desde tan lejos, veían a la gente perseguida por los perros del infierno, quemada en la
hoguera, obligada a correr desnuda a través de campos de cactos o a escuchar ópera. Helena vislumbró más que vio una pequeña colina, con la figura diminuta de Sísifo dejándose la piel para subir su roca hasta la cumbre. Y vio torturas peores; cosas que no quisiera describir. La fila que llegaba del lado derecho del pabellón de los juicios era mucho mejor. Esta conducía pendiente abajo hacia un pequeño valle rodeado de murallas: una zona residencial que parecía el único lugar feliz del inframundo. Más allá de la puerta de seguridad había vecindarios de casas preciosas de todas las épocas, desde villas romanas a castillos medievales o mansiones victorianas. Flores de plata y oro lucían en los jardines. La hierba ondeaba con los colores del arco iris. Escucharon risas y olor a barbacoa.

El Elíseo. En medio de aquel valle había un lago azul de aguas brillantes, con tres pequeñas islas como una instalación turística en las Bahamas. Las islas Bienaventuradas, para la gente que había elegido renacer tres veces y tres veces había alcanzado el Elíseo. Helena de inmediato supo que aquél era el lugar al que quería ir cuando muriera.

-De eso se trata -Le dijo Helena a Percy como si le leyera el pensamiento-. Ése es el lugar para los héroes. - Sonrió al ver el lugar

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Tras unos kilómetros caminando, empezaron a oír un chirrido familiar en la distancia. En el horizonte se cernía un reluciente palacio de obsidiana negra. Por encima de las murallas merodeaban tres criaturas parecidas a murciélagos: las Furias. Les dio la impresión de que los esperaban.

-Supongo que es un poco tarde para dar media vuelta -comentó Grover, esperanzado.

-No va a pasarnos nada. -Intentaba aparentar seguridad tomando la mano de Helena

-A lo mejor tendríamos que buscar en otros sitios primero -sugirió Grover-. Como el Elíseo, por ejemplo...

-Vamos, pedazo de cabra. -Annabeth lo agarró del brazo.

Grover emitió un gritito. Las alas de sus zapatillas se desplegaron y lo lanzaron lejos de Annabeth. Aterrizó dándose una buena costalada.

-Grover -lo regañó Annabeth-. Basta de hacer el tonto.

-Pero si yo no...

Otro gritito. Sus zapatos revoloteaban como locos. Levitaron unos centímetros por encima del suelo y empezaron a arrastrarlo.

-Maya! -gritó, pero la palabra mágica parecía no surtir efecto-. Maya! ¡Por favor! ¡Llamen a emergencias! ¡Socorro!

Helena corrió hacia él, Percy evitó que su brazo lo noqueara e intentó agarrarle la mano, pero llegó tarde. Empezaba a cobrar velocidad y descendía por la colina como un trineo, corrieron detrás de él. Helena soltó la mano de Percy, para intentar usar sus poderes para traerlo de vuelta, dejando salir una luz escarlata de sus dedos, intentaba con todas sus fuerzas traerlo logró traerlo, pero seguía contándole mucho.

-¡Desátate los zapatos! -vociferó Annabeth.

Al gritar eso desconcentro a Helena, la cual soltó a Grover. Lo siguieron tratando de no perderlo de vista mientras zigzagueaba entre las piernas de los espíritus, que lo miraban molestos. Estaban seguros de que Grover iba a meterse como un torpedo por la puerta del palacio de Hades, pero sus zapatos viraron bruscamente a la derecha y lo arrastraron en la dirección opuesta. La ladera se volvió más empinada. Grover aceleró. Los tres apretaron el paso para no perderlo. Las paredes de la caverna se estrecharon a cada lado, y Percy reparó en que habían entrado en una especie de túnel. Ya no había hierba ni árboles negros, sólo roca desnuda y la tenue luz de las estalactitas encima.

-¡Grover! -gritó, y el eco resonó-. ¡Agárrate a algo!

-¿Qué? -gritó él a su vez.

Se agarraba a la gravilla, pero no había nada lo bastante firme para frenarlo.
El túnel se volvió aún más oscuro y frío. A Helena se le erizó el vello de los brazos y percibió una horrible fetidez. Helena otra vez utilizo sus poderes, sacándole un jadeo de cansancio logro detener a Grover atrayéndolo, cada vez Helena traía a Grover con más facilidad.

Percy pensó en cosas que ni siquiera había experimentado nunca: sangre derramada en un antiguo altar de piedra, el aliento repulsivo de un asesino. Entonces vi lo que tenían delante y se quedó clavado en el sitio. El túnel se ensanchaba hasta una amplia y oscura caverna, en cuyo centro se abría un abismo del tamaño de un cráter. Grover patinaba directamente hacia el borde.

-¡Vamos, Percy! -chilló Helena, y Annabeth lo tiró de la muñeca.

-Pero eso es...

-¡Ya lo sé! -gritó-. ¡Es el lugar que describiste en tu sueño! Pero Grover va a caer dentro si no lo alcanzamos. - Helena soltó un quejido, cuando logro traer a Grover sano y salvo.

Helena se dejó caer, pero Percy la sostuvo suspiraba y jadeaba de cansancio. Sentía las extremidades como de plomo. Grover tenía unos buenos moratones y le sangraban las manos. Las pupilas se le habían vuelto oblongas, estilo cabra, como cada vez que estaba aterrorizado.

-No sé cómo... -jadeó-. Yo no...

-Espera -dijo Helena-. Escucha.

Escucharon algo: un susurro profundo en la oscuridad.

-Percy, este lugar... -dijo Annabeth al cabo de unos segundos.

-Chist. -Se puso en pie.

El sonido se volvía más audible, una voz malévola y susurrante que surgía desde abajo, mucho más abajo de donde estaban ellos. Provenía del foso. Grover se incorporó.

-¿Q-qué es ese ruido? - Annabeth también lo oía.

-El Tártaro. Ésta es la entrada al Tártaro. - Exclamó Helena

Grover estaba abrazado a ella como un koala asustado, aferrado a su madre. Percy gruñó al ver eso, destapó Anaklusmos. La espada de bronce se extendió, emitió una débil luz en la oscuridad y la voz malvada remitió por un momento, antes de retomar su letanía. Ya casi distinguía palabras, palabras muy, muy antiguas, más antiguas que el propio griego. Como si...

-Magia -dijo Helena segura viendo el brillo escarlata que salía de sus manos

-¿Pero cómo? - Annabeth no sabía cómo su amiga estaba tan segura de sus respuestas

-Tenemos que salir de aquí -repuso Helena ignorando la pregunta

Helena y Percy juntos pusieron a Grover sobre sus pezuñas y volvieron a su paso, hacia la salida del túnel.

-La magia es aún más vieja, proviene de los primordiales, claro que hay una leyenda sobre que la magia más poderosa, que ningún criatura divina puede igualar el poder es el del Caos. - Contó Helena

Sabía esa historia antigua gracias a libros que había en el Olimpo. A sus espaldas, la voz sonó más fuerte y enfadada, corrieron no les sobró tiempo alguno. Un viento frío tiraba de sus espaldas, como si el foso estuviera absorbiéndolo todo. Por un momento terrorífico perdieron el equilibrio y los pies le resbalaron por la gravilla. Si hubieran estado más cerca del borde, los habría tragado. Helena a diferencia de los demás se sentía atraida al foso, pero ignoro sus pensamientos y siguió corriendo.

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Siguieron avanzando con gran esfuerzo, y por fin llegaron al final del túnel, donde la caverna volvía a ensancharse en los Campos de Asfódelos. El viento cesó. Un aullido iracundo retumbó desde el fondo del túnel. Alguien no estaba muy contento de que hubieran escapado.

-¿Qué era eso? -musitó Grover, cuando se derrumbaron en la relativa seguridad de una alameda

-. ¿Una de las mascotas de Hades?—Annabeth supuso

-Algunos de los primordiales viven en el Tártaro, junto a toda la gente que encarcelaron los primeros dioses, como a los titanes. - Grover tembló

-Sigamos. - Percy miró a Grover-. ¿Puedes caminar? - Tragó saliva el sátiro

-Gracias por salvarme Helena. - Abrazó a su amiga

Percy los vio con molestia, esto no pasó desapercibido por Annabeth.

-No hay de que Grov. - Le sonrío correspondiendo aquel abrazo

-Te la debo. - Helena negó para darle una sonrisa

-Sí, sí, claro -suspiró-. Bah, nunca me gustaron esas zapatillas. - Las había perdido en el foso tratándoselas de quitar

Helena río, sabía que Luke no le importaban esos tenis así que no habría ningún problema. El sátiro intentaba mostrarse valiente, pero temblaba tanto como los otros dos. Fuera lo que fuese lo que había en aquel foso, no era la mascota de nadie.

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Envueltas en sombras, las Furias sobrevolaban en círculo las almenas. Las murallas externas de la fortaleza relucían negras, y las puertas de bronce de dos pisos de altura estaban abiertas de par en par. Cuando estuvieron más cerca del palacio de Hades, apreciaron que los grabados de dichas puertas reproducían escenas de muerte. Algunas eran de tiempos modernos -una bomba atómica explotando encima de una ciudad, una trinchera llena de soldados con máscaras antigás, una fila de víctimas de hambrunas africanas, esperando con cuencos vacíos en la mano-, pero todas parecían labradas en bronce hacía miles de años. En el patio había el jardín más extraño para los tres chicos, Helena lo conocía a la perfección. Setas multicolores, arbustos venenosos y raras plantas luminosas que crecían sin luz. En lugar de flores había piedras preciosas, pilas de rubíes grandes como un puño, macizos de diamantes en bruto. Aquí y allí, como invitados a una fiesta, estaban las estatuas de jardín de Medusa: niños, sátiros y centauros petrificados, todos esbozando sonrisas grotescas. En el centro del jardín había un huerto de granados, cuyas flores naranja neón brillaban en la oscuridad.

-Éste es el jardín de Perséfone -explicó Helena-. Vamos andando. - Tomo la mano de Percy

El aroma ácido de aquellas granadas era casi embriagador. Percy sintió un deseo repentino de comérselas, pero recordó la historia de Perséfone: un bocado de la comida del inframundo y jamás podrían marcharse. Annabeth tiró de Grover para evitar que agarrara la más grande. Subieron por la escalinata de palacio, entre columnas negras y a través de un pórtico de mármol negro, hasta la casa de Hades. El zaguán tenía el suelo de bronce pulido, que parecía hervir a la luz reflejada de las antorchas. No había techo, sólo el de la caverna, muy por encima. Cada puerta estaba guardada por un esqueleto con indumentaria militar. Algunos llevaban armaduras griegas; otros, casacas rojas británicas; otros, camuflaje de marinos. Cargaban lanzas, mosquetones o M-16. Ninguno los molestó, pero sus cuencas vacías los siguieron mientras recorrían el zaguán hasta las enormes puertas que había en el otro extremo. Dos esqueletos con uniforme de marineros custodiaban las puertas. Les sonrieron. Tenían lanzagranadas automáticos cruzados sobre el pecho.

-¿Saben? -murmuró Grover-, apuesto lo que sea a que Hades no tiene problemas con los vendedores puerta a puerta.

Helena vio como a Percy le pesaba cada vez más la mochila, sabía que él no se la daría, se la quito y se la colocó.

-Oye, dámela esta pesada. - Pidió Percy no quería que cargará aquello tan pesado

-Lo que tienes es cansancio Aquaman, esta mochila no pesa nada. - Confesó en realidad no le pesaba nada

-Bueno, chicos -dijo Percy rendido-. Creo que tendríamos que... llamar.

Un viento cálido recorrió el pasillo y las puertas se abrieron de par en par. Los guardias se hicieron a un lado.

-Supongo que eso significa entrez-vous -comentó Annabeth.

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Entraron a la habitación encontrándose con el dios dueño de todo aquello, el primero que le pareció realmente divino. Helena sabía que su tío usaba su auténtica forma, a diferencia de los otros que tomaban una forma más mortal, era el primer dios en su verdadera forma que veía después de tanto tiempo. Para empezar, medía por lo menos tres metros de altura, e iba vestido con una túnica de seda negra y una corona de oro trenzado. Tenía la piel de un blanco albino, el pelo por los hombros y negro azabache. No estaba musculoso como Ares, pero irradiaba poder. Estaba repantigado en su trono de huesos humanos soldados, con aspecto vivaz y alerta. Tan peligroso como una pantera.

Inmediatamente los tres chicos tuvieron la certeza de que él debía dar las órdenes: sabía más que ellos y por tanto debía ser su amo. Y a continuación sabían que cortase el rollo. El aura hechizante de Hades los estaba afectando, como lo había hecho la de Ares. Helena no se inmutaba en el aura, al tener más parte divina que todos los semidioses, y ser casi prácticamente inmortal e igual a ellos estaba como si nada. El Señor de los Muertos se parecía a las imágenes que habían visto de Adolph Hitler, Napoleón o los líderes terroristas que teledirigen a los hombres bomba. Hades tenía los mismos ojos intensos, la misma clase de carisma malvado e hipnotizador.

-Eres valiente para venir aquí, hijo de Poseidón -articuló con voz empalagosa-. Después de lo que me has hecho, muy valiente, a decir verdad. O puede que seas sólo muy insensato. - Su voz era penetrante

-Hola tío ¿Cómo estás? - Sonrió Helena al ver como estaba Percy

Los dos avanzaron. Sabían qué tenía que decir.

-Helena. - Saludo más calmado a la niña

-Señor y tío, vengo a hacerle dos peticiones. -

Hades levantó una ceja, con una mirada diferente a la de Helena. Cuando se inclinó hacia delante, en los pliegues de su túnica aparecieron rostros en sombra, rostros atormentados, como si la prenda estuviera hecha de almas atrapadas en los Campos de Castigo que intentaran escapar.

-¿Sólo dos peticiones? -preguntó Hades-. Niño arrogante. Como si no te hubieras llevado ya suficiente. Habla, entonces. Me divierte no matarte aún, Helena me alegra que me visites pero esperaba que no fuera en estas situaciones. - Helena sonrió sabía que su tío no era muy expresivo

Percy tragó saliva. Aquello iba tan mal como se había temido. Helena vio el trono vacío, más pequeño que el que había junto al de Hades. Tenía forma de flor negra ribeteada en oro. Deseo que la reina Perséfone estuviese allí, quería ver a su hermana. Recordaba que en los mitos sabía cómo calmar a su marido. Pero era verano. Claro, Perséfone estaría arriba, en el mundo de la luz con su madre, la diosa de la agricultura, Deméter. Sus visitas, no la traslación del planeta, provocan las estaciones.

-Señor Hades -dijo el de ojos verdes-. Verá, señor, no puede haber una guerra entre los dioses. Sería... muy duro. - Helena negó rodando los ojos y se dio una facepalm interna

-Muy duro -añadió Grover para echarle una mano.

-Devuélveme el rayo maestro de Zeus -dijo-. Por favor, señor. Déjeme llevarlo al Olimpo. - Helena le dio un codazo negando

«Éste sí que es idiota» Pensó Helena para ver a los ojos de su tío que adquirieron un brillo peligroso.

-¿Osas venirme aquí con esas pretensiones, después de lo que has hecho? - Helena pensó en el yelmo mientras que los otros tenían miradas confusas

-Esto... verás -dijo -. No paras de decir «después de lo que has hecho». ¿Qué he hecho exactamente? - Helena negó

-Cállate Percy, déjame hablar a mí. - Ordenó Helena en un susurro

El salón del trono se sacudió con un temblor tan fuerte que probablemente lo notaron en Los Ángeles. Cayeron escombros del techo de la caverna. Las puertas se abrieron de golpe en todos los muros, y los guerreros esqueléticos entraron, docenas de ellos, de todas las épocas y naciones de la civilización occidental. Formaron en el perímetro de la sala, bloqueando las salidas.

-¿Crees que quiero la guerra, diosecillo? -espetó Hades.

-Eres el Señor de los Muertos -dijo con cautela-. Una guerra expandiría tu reino, ¿no?

-¡La típica frasecita de mis hermanos! ¿Crees que necesito más súbditos? Pero ¿es que no has visto la extensión de los Campos de Asfódelos? - Helena sabía el resentimiento de Hades por los demás dioses

-Bueno...

-¿Tienes idea de cuánto ha crecido mi reino sólo en este último siglo? ¿Cuántas subdivisiones he tenido que abrir? - Percy abrió la boca para responder, pero Hades ya se había lanzado.

-Más demonios de seguridad -se lamentó-. Problemas de tráfico en el pabellón del juicio. Jornada doble para todo el personal... Antes era un dios rico, Percy Jackson. Controlo todos los metales preciosos bajo tierra. Pero ¡y los gastos! - Helena se sentía más cerca de su tío que de sus padres, en realidad

-Caronte quiere que le subas el sueldo -aprovechó para decirle, recibió un zape por parte de Helena

-¡No me hagas hablar de Caronte! -bramó Hades-. ¡Está imposible desde que descubrió los trajes italianos! Problemas en todas partes, y tengo que ocuparme de todos personalmente. ¡Sólo el tiempo que tardó en llegar desde palacio hasta las puertas me vuelve loco! Y los muertos no paran de llegar. No, diosecillo. ¡No necesito ayuda para conseguir súbditos! Yo no he pedido esta guerra. - Helena sentía pena por su tío siempre había sido marginado por los otros dioses

-Pero te has llevado el rayo maestro de Zeus. - Continuó Percy, recibiendo otro zape de Helena

-¡Mentiras! -Más temblores. Hades se levantó del trono y alcanzó una enorme estatura-. Tu padre puede que engañe a Zeus, chico, pero yo no soy tan tonto. Veo su plan. -

-¿Recuerdas mi teoría del yelmo Percy? - Susurró Helena

-¿Su plan?-

-Tú robaste el rayo durante el solsticio de invierno -dijo-. Tu padre pensó que podría mantenerte en secreto. Te condujo hasta la sala del trono en el Olimpo y te llevaste el rayo maestro y mi casco, parece que Helena es la única con cerebro de los dos. De no haber enviado a mi furia a descubrirte a la academia Yancy, Poseidón habría logrado ocultar su plan para empezar una guerra. Pero ahora te has visto obligado a salir a la luz. ¡Tú confesarás ser el ladrón del rayo, y yo recuperaré mi yelmo!

-Pero... tío-terció Helena con razón -. Señor Hades, tú yelmo de oscuridad también ha desaparecido ¿Verdad? - Helena le preguntó y este le asintió

-No te hagas la inocente, niña. Tú, la otra mocosa y el sátiro han estado ayudando a este héroe, han venido aquí para amenazarme en nombre de Poseidón, sin duda ha venido a traerme un ultimátum. ¿Cree Poseidón que puede chantajearme para que lo apoye?- Helena negó

-No ayudamos a Poseidón en nada, y no tenemos tu yelmo. - Se sinceró Helena tratando de tranquilizar la situación

-¡No! -replicó Percy-. ¡Poseidón no ha... no ha...!

-No he dicho nada de la desaparición del yelmo -gruñó Hades-, porque no albergaba ilusiones de que nadie en el Olimpo me ofreciera la menor justicia ni la menor ayuda. No puedo permitirme que se sepa que mi arma más poderosa y temida ha desaparecido. Así que te busqué, y cuando quedó claro que venías a mí para amenazarme, no te detuve. -

-¿No nos detuviste? Pero...

-Devuélveme mi casco ahora, o abriré la tierra y devolveré los muertos al mundo -amenazó Hades -. Convertiré sus tierras en una pesadilla. Y tú, Percy Jackson, tu esqueleto conducirá mi ejército fuera del Hades.

-No tenemos tu casco Tío, venimos en son de paz. - Suavizo sus palabras, cosa que hizo que Hades la viera

Consideraba como a una hija a Helena, Hades estaba a punto de dejarla hablar pero Percy empeoró las cosas.

-Eres tan idiota como Zeus -le dijo-. ¿Crees que te he robado? ¿Por eso enviaste a las Furias por mí? - Helena le dio un codazo sabía que odiaba que lo compararan con su hermano

-Por supuesto.

-¿Y los demás monstruos?-Hades torció el gesto.

-De eso no sé nada. No quería que tuvieras una muerte rápida: quería que te trajeran vivo ante mí para que sufrieras todas las torturas de los Campos de Castigo. ¿Por qué crees que te he permitido entrar en mi reino con tanta facilidad?

-¿Tanta facilidad?

-¡Devuélveme mi yelmo!

-Pero yo no lo tengo. He venido por el rayo maestro.

-¡Pero si ya lo tienes! -gritó Hades-. ¡Has venido aquí con él, pequeño insensato, pensando que
podrías amenazarme!

-¡No lo tengo!

-Abre la bolsa que lleva Helena, sabes que a ella no le afecta porque es hija de Zeus. Y por qué no sospecharía de ella. -

Helena rápidamente se descolgó la mochila y abrió la cremallera. Dentro había un cilindro de metal de medio metro, con pinchos a ambos lados, que zumbaba por la energía que contenía.

-Percy... Helena -dijo Annabeth-, ¿cómo...?

-N-no lo sé. No lo entiendo.

-Todos los héroes son iguales -apostilló Hades-. Su orgullo los vuelve necios... Mira que creer que podías traer semejante arma ante mí. No he pedido el rayo maestro de Zeus, pero, dado que está aquí, me lo entregarás. Estoy seguro de que se convertirá en una excelente herramienta de
negociación. Y ahora... mi yelmo. ¿Dónde está?

Helena estaba roja de la ira, sus manos desprendían su poder, estaba tan enojada con Ares.

-Señor Hades, espere -dijo-. Todo esto es un error.

-¿Un error? -rugió.

Los esqueletos apuntaron sus armas. Desde lo alto se oyó un aleteo, y las tres Furias descendieron para posarse sobre el respaldo del trono de su amo. La que tenía cara de la señora Dodds le sonrió, ansiosa, e hizo restallar su látigo.

-No se trata de ningún error -prosiguió Hades-. Sé por qué has venido; conozco el verdadero
motivo por el que has traído el rayo. Has venido a cambiarlo por ella.

 
De la mano de Hades surgió una bola de fuego. Explotó en los escalones frente a ellos, y allí estaba la madre de Percy, congelada en un resplandor dorado, como en el momento en que el Minotauro empezó a asfixiarla. Percy intento tocarla pero la luz estaba tan caliente como una hoguera.

-Sí -dijo Hades con satisfacción-. Yo me la llevé. Sabía, Percy Jackson, que al final vendrías a negociar conmigo. Devuélveme mi casco y puede que la deje marchar. Ya sabes que no está muerta. Aún no. Pero si no me complaces, eso puede cambiar.

-Ah, las perlas -prosiguió Hades, y se le heló la sangre-. Sí, mi hermano y sus truquitos. Tráemelas, Percy Jackson.

Percy obedeció en contra de su voluntad.

-Sólo cuatro-comentó Hades-. Qué pena. ¿Te das cuenta de que cada perla sólo protege a una persona? Intenta llevarte a tu madre, pues, diosecillo. ¿A cuál de tus amigos dejarás atrás para pasar la eternidad conmigo? Vamos, elige. O dame la mochila y acepta mis condiciones.

Miró a Annabeth y Grover. Sus rostros estaban sombríos, Helena le daba una sonrisa de calma dándole a entender que se ofrecía.

-Nos han engañado -les dijo-. Nos han tendido una trampa.

-Sí, pero ¿por qué? -preguntó Helena-. Y la voz del foso...

-Aún no lo sé -contesto—. Pero tengo intención de preguntarlo

-¡Decídete, chico! -le apremió Hades.

-Percy -Grover le puso una mano en el hombro-, no puedes darle el rayo

-Eso ya lo sé.

-Déjame aquí -dijo-. Usa la tercera perla para tu madre.

-¡No!

-Soy un sátiro -repuso Grover-. No tenemos almas como los humanos. Puede torturarme hasta que muera, pero no me tendrá para siempre. Me reencarnaré en una flor o en algo parecido. Es la mejor solución.

-No. -Annabeth sacó su cuchillo de bronce-. Vayan ustedes tres. Grover, tú debes proteger a Percy. Además, tienes que sacarte la licencia para buscar a Pan. Saca a su madre de aquí. Yo los cubriré. Tengo intención de caer luchando.

-Vamos Annabeth tiene razón. - Les sonrió - Sólo que no tiene que quedarse Annabeth, ella tiene que lograr ser una arquitecta reconocida, Grover tienes tu misión, Percy tienes que buscar a tu madre, yo me quedo no me asusta este tipo de cosas, moriré por lo que creo. - Percy negó rápidamente

-Ni hablar -respondió Grover-. Yo me quedo.

-Piénsatelo, pedazo de cabra -replicó Annabeth.

-No les hagas caso, yo me quedo chicos. - Afirmó la mexicana

-¡Basta ya! - Ordenó

-Sé qué hacer -dijo-. Tomen estas tres. -Les dio una perla a cada uno.

-Pero Percy... -protestó Helena

Se giró y miró a su madre.

-Lo siento -susurró -. Volveré. Encontraré un modo.

La mirada de suficiencia desapareció del rostro de Hades.

-¿Diosecillo...?

-Encontraré tú yelmo, tío -le dijo-. Te lo devolveré. No te olvides de aumentarle el sueldo a Caronte.

-No me desafíes...

-Y tampoco pasaría nada si jugaras un poco con Cerbero de vez en cuando. Le gustan las pelotas de plástico rojas. - Helena no entendía nada

-Percy Jackson, no vas a...

-¡Ahora, chicos! -gritó

-¡Destruirlos! -exclamó Hades.

El ejército de esqueletos abrió fuego, los fragmentos de perlas explotaron a sus pies con un estallido de luz verde y una ráfaga de aire fresco. Quedaron encerrados en una esfera lechosa que empezó a flotar por encima del suelo. Annabeth, Percy y Grover estaban justo detrás de Helena. Las lanzas y las balas emitían inofensivas chispas al rebotar contra las burbujas nacaradas mientras seguían elevándose. Hades aullaba con una furia que sacudió la fortaleza entera, y supo que no sería una noche tranquila en Los Ángeles.

-¡Mira arriba! -gritó Grover-. ¡Vamos a chocar!

Se acercaban a toda velocidad hacia las estalactitas, que supuso pincharían sus pompas y se ensartarían como brochetas.

-¿Cómo se controlan estas cosas? -preguntó Annabeth a voz en cuello.

-¡No creo que puedan controlarse! -se desgañito Percy

Gritaban a medida que las burbujas se estampaban contra el techo y... de pronto todo fue oscuridad. ¿Estaban muertos? No, aún tenía sensación de velocidad. Subían a través de la roca sólida con tanta facilidad como una burbuja en el agua. Cayeron en la cuenta de que ése era el poder de las perlas:

«Lo que es del mar, siempre regresará al mar.»

Por un instante no vieron nada fuera de las suaves paredes de sus esferas, hasta que sus perlas brotaron en el fondo del mar. Las otras, seguían el ritmo de la de Percy mientras ascendían hacia la superficie. Y de pronto... estallaron al irrumpir en la superficie, en medio de la bahía de Santa Mónica, derribando a un surfero de su tabla, que exclamó indignado a Percy:

-¡Eh, chico!

Agarro a Helena y tiró de ella hasta una boya de salvamento. Fue por sus otros dos amigos e hizo lo propio. Un tiburón de más de tres metros daba vueltas alrededor, muerto de curiosidad.

-¡Largo! -le ordenó

El escualo se volvió y se marchó a todo trapo.

❙ ꒦꒷🌿꒷꒦ ❙

El surfero gritó no sé qué de unos hongos duros y se largó, pataleando tan rápido como pudo. De algún modo, Percy sabía qué hora era: primera de la mañana del 21 de junio, el día del solsticio de verano. En la distancia, Los Ángeles estaba en llamas, columnas de humo se alzaban desde todos los barrios de la ciudad. Había habido un terremoto, y había sido culpa de Hades. Probablemente acababa de enviar a un ejército de muertos detrás de ellos. Pero de momento el inframundo era el menor de sus problemas. Tenían que llegar a la orilla. Tenían que devolverle el rayo maestro a Zeus en el Olimpo. Y sobre todo, tenía que mantener una conversación importante con el dios que los había engañado.

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