𝗫. Cᴜᴇɴᴛᴀs Pᴇɴᴅɪᴇɴᴛᴇs

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𝟎𝟏𝟎. ┇🔱⚡️𝖯𝖾𝗇𝖽𝗂𝗇𝗀 𝖺𝖼𝖼𝗈𝗎𝗇𝗍𝗌

Una lancha guardacostas los recogió, pero estaban demasiado ocupados para retenerlos mucho tiempo o preguntarse cómo tres chicos vestidos con ropas de calle habían aparecido en medio de la bahía. Había que ocuparse de aquel desastre. Las radios estaban colapsadas con llamadas de socorro. Los dejaron en el embarcadero de Santa Mónica con unas toallas en los hombros y botellas de agua en las que se leía: 

«¡Soy aprendiz de guardacostas!» 

Luego se marcharon a toda prisa para salvar a más gente. Tenían la ropa empapada. Cuando la lancha guardacostas había aparecido. También Percy iba descalzo, pues le había dado sus zapatos a Grover. Mejor que los guardacostas se preguntaran por qué uno de ellos iba descalzo que por qué tenía pezuñas. Se desplomaron sobre la arena y observaron la ciudad en llamas, recortada contra el precioso amanecer. Se sentían como si acabaran de volver de entre los muertos; cosa que habían hecho literalmente. Helena seguía con el rayo maestro, quien no le pesaba nada en llevarlo gracias a ser hija de Zeus.

—No puedo creerlo —comentó Annabeth—. Hemos venido hasta aquí para...

—Fue una trampa —dijo Percy—. Una estrategia digna de Atenea.

—Eh —Le advirtió.

—Pero ¿es que no lo captas?—Bajó la mirada y se sosegó.

—Sí. Lo capto.

—¡Bueno, pues yo no! —se quejó Grover—. ¿Va a explicarme alguien...?

—Percy —dijo Helena—. Siento lo de tu madre. No te puedes imaginar cuánto dolor debes tener. — Lo abrazo, y el escondió la cara en el cuello de Helena

—La profecía tenía razón —añadió en un susurro—. «Irás al oeste, donde te enfrentarás al dios que se ha rebelado.» Pero no era Hades. Hades no deseaba una guerra entre los Tres Grandes. Alguien más ha planeado el  robo. Alguien ha robado el rayo maestro de Zeus y el yelmo de Hades, y me ha cargado a mí el mochuelo por ser hijo de Poseidón. Le echarán la culpa a Poseidón por ambas partes. Al atardecer de hoy, habrá una guerra en tres frentes. Y la habré provocado yo. — Se aferró a Helena quien le acariciaba el cabello

Grover meneó la cabeza, alucinado. Luego preguntó:

—¿Quién podría ser tan malvado? ¿Quién desearía una guerra tan letal?

—Veamos, déjame pensar —dijo el azabache, mirando alrededor.

Y ahí estaba Ares, esperándolos, enfundado en el guardapolvo de cuero negro con los lentes de sol, y un bate de béisbol de aluminio apoyado en el hombro. La moto rugía a su lado, el faro volvía rojiza la arena.

—Eh, chico, suelta a mi hermana.—Lo llamó Ares, al parecer complacido de verlo—. Deberías estar muerto.

Helena soltó a Percy, para ver furiosa a su hermano mayor.

—Me has engañado —le dijo—. Has robado el yelmo y el rayo maestro. —Ares sonrió.

—Bueno, a ver, yo no los he robado personalmente. ¿Los dioses toqueteando los símbolos de otros dioses? De eso nada. Pero tú no eres el único héroe en el mundo que se dedica a los recaditos. —Helena se puso roja de la ira

—¿A quién utilizaste? ¿A Clarisse? Estaba allí en el solsticio de invierno. —La idea pareció divertirle.

—No importa. Mira, chico, el asunto es que estás impidiendo los esfuerzos en pos de la guerra. Verás, tenías que haber muerto en el inframundo. Entonces el viejo Alga se hubiese enfurecido con Hades por matarte. Aliento de Muerto hubiera tenido el rayo maestro y Zeus estaría furioso con él. Pero Hades aún sigue buscando esto... —Se sacó del bolsillo un pasamontañas, del tipo que usan los ladrones de bancos, y lo colocó en medio del manillar de su moto, donde se transformó en un elaborado casco guerrero de bronce.

—El yelmo de oscuridad —dijo Grover, ahogando una exclamación.

—Exacto —repuso Ares—. A ver, ¿por dónde iba? Ah, sí, Hades se pondrá hecho un basilisco tanto con Zeus como con Poseidón, ya que no sabe cuál le robó el yelmo. Muy pronto habremos organizado un bonito y pequeño festival de golpes.—

—¡Pero si son nuestra familia! —protestó Helena — Siempre te e protegido de todos, ¿Y ahora quieres una maldita guerra? — Helena alegó con los puños cerrados

Ares se encogió de hombros.

—Los enfrentamientos dentro de una misma familia son los mejores, los más sangrientos. No hay como ver reñir a tu familia, es lo que digo siempre. — Helena de la furia le lanzó una bola de energía escarlata, el la logro esquivar y fue a parar a un carro lográndolo hacer desintegrarse por completo.

—Me diste la mochila en Denver —dijo Percy—. El rayo maestro ha estado aquí todo el tiempo.

—Sí y no —contestó Ares—. Quizá es demasiado complicado para tu pequeño cerebro mortal, pero debes saber que la mochila es la vaina del rayo maestro, sólo que un poco metamorfoseada. El rayo está conectado a ella, de manera parecida a esa espada tuya, mocoso. Siempre regresa a tu bolsillo, ¿no?— Helena estaba a punto de darle unos golpes pero Annabeth la detuvo —En cualquier caso —prosiguió Ares—, hice unos pequeños ajustes mágicos a la vaina para que el rayo sólo volviera a ella cuando llegaras al inframundo. De ese modo, si hubieses muerto por el camino no se habría perdido nada y yo seguiría en posesión del arma.

—Pero ¿por qué simplemente no conservaste el rayo maestro? —preguntó el azache—. ¿Para qué enviarlo a Hades

De repente Ares se quedó absorto y pareció estar escuchando una voz interior.

—¿Por qué no...? Claro... con ese poder de destrucción... —Seguía absorto.

Percy intercambio una mirada con Helena, pero de pronto Ares salió de su extraño trance—. Porque no quería problemas. Mejor que te atraparan a ti con las manos en la masa, llevando el cacharro.

—Mientes —hablo el de ojos verdes—. Enviar el rayo maestro al inframundo no fue idea tuya.

—¡Claro que sí! —De sus lentes de sol salieron hilillos de humo, como si estuvieran a punto de incendiarse.

—Tú no ordenaste el robo —insistió

—. Alguien más envió a un héroe a robar los dos objetos. Entonces, cuando Zeus te envió en su busca, diste con el ladrón. Pero no se lo entregaste a nuestro Padre. Algo te convenció de que lo dejaras ir. Te quedaste los objetos hasta que otro héroe llegara y completara la entrega. La cosa del foso te está mangoneando. — Continuó Helena

—¡Soy el dios de la guerra! ¡Nadie me da órdenes! ¡No tengo sueños! —

Vacilaron los semidioses hijos de los tres grandes.

—¿Quién ha hablado de sueños? — Sonrió Helena con burla

Ares parecía agitado, pero intentó disimularlo con una sonrisa.

—Volvamos a lo nuestro, chico. Estás vivo y no permitiré que lleves ese rayo al Olimpo. Ya sabes, no puedo arriesgarme a que esos imbéciles testarudos te hagan caso. Así que tendré que matarte. Nada personal, claro. —

Chasqueó los dedos. La arena estalló a sus pies y de ella surgió un jabalí, aún más grande y amenazador que el que colgaba encima de la cabaña 5 del Campamento Mestizo. El animal pateó la arena y miró a Percy con ojos encendidos mientras esperaba la orden de matarlo. De inmediato se metió en el agua.

—Pelea tú mismo conmigo, Ares —lo desafío

Se río con cierta incomodidad.

—Sólo tienes un talento, mocoso: salir corriendo. Huiste de Quimera, dejándole el trabajo sucio a mi hermana. Huiste del inframundo, volviste a dejarle el trabajo sucio a mi hermana. No tienes lo que hace falta. — Helena sabía que quería provocar a Percy

—¿Asustado?

—Qué tonterías dices. —Pero los lentes habían comenzado a fundírsele por el calor que despedían sus ojos—. No me implico directamente. Lo siento, chico, no estás a mi nivel.

—¡Percy, corre! —exclamó Annabeth.

El jabalí gigante cargó con sus afilados colmillos. Helena vio como Percy destapó el bolígrafo y se apartó a un lado un segundo antes de que la bestia lo atropellase, al tiempo que le lanzaba un mandoble. El colmillo derecho del jabalí cayó a sus pies, mientras el desorientado animal chapoteaba en el agua.

—¡Ola! —gritó.

Una ola repentina surgió de ninguna parte y envolvió al jabalí, que soltó un mugido y se revolvió en vano. Al instante desapareció engullido por el mar. Se giró hacia Ares.

—¿Vas a pelear conmigo ahora? —le espetó —. ¿O vas a esconderte detrás de otro de tus cerditos?

Ares estaba morado de rabia.

—Ojo, mocoso. Podría convertirte en...

—... ¿una cucaracha o una lombriz? Sí, estoy seguro. Eso evitaría que patearan tu divino trasero, ¿verdad?  — Helena sonrió al ver como Percy dejaba de huir y enfrentaba sus miedos

Las llamas danzaban por encima de sus lentes.

—No te pases, niño. Estás acabando con mi paciencia y te convertiré en una mancha de grasa.

—Si ganas, conviérteme en lo que quieras y te llevas el rayo —propuso—. Si pierdes, el yelmo y el rayo serán míos y tú te apartas de mi camino.

Ares resopló con desdén y esgrimió su bate de béisbol.

—¿Cómo lo prefieres? ¿Combate clásico o moderno?

Le mostró su espada.

—Para estar muerto tienes mucha gracia —contestó—. Probemos con el clásico.

Entonces el bate se convirtió en una enorme espada cuya empuñadura era un cráneo de plata con un rubí en la boca.

—Percy, no lo hagas... —le advirtió Annabeth—. Es un dios.

—Es un cobarde —repusó a la rubia

Ella tragó saliva

—Por lo menos lleva esto, para que te dé suerte, y dale unos buenos puñetazos a mi hermano. —Se quitó el collar de Hera—. Reconciliación —añadió—. Zeus y Poseidón juntos. — Le dio un beso en la mejilla haciendo que el chico se ruborizara mucho, pero conseguío sonreír

—Gracias.

—Y toma este amuleto de la suerte —terció Grover, y le tendió una lata aplastada que llevaba en el bolsillo—. Los sátiros estamos contigo.

—Grover... no sé qué decir. —Le dio una palmada en el hombro.

Se metió la lata en el bolsillo trasero, Annabeth le dio el anillo de su padre y ambos niños chocaron puños.

—¿Ya has terminado de despedirte? —Ares avanzó hacia él.

El guardapolvo negro ondeaba tras él, su espada refulgía como el fuego al amanecer—. Llevo toda la eternidad luchando, mi fuerza es ilimitada y no puedo morir. ¿Tú que tienes? — Percy no respondió

Mantuvo los pies en el agua y se adentró poco hasta que le llegó a los tobillos. Un mandoble dirigido a su cabeza silbó en el aire, pero el ya no estaba allí. Su cuerpo pensaba por él. El agua lo hizo botar y se catapultó hacia su adversario, y cuando bajaba descargó su espada. Pero Ares era igual de rápido: se retorció y desvió con su empuñadura el golpe que debería haberle dado directamente en la cabeza.  Sonrió socarrón, Percy recordó a Helena ambos sonreían igual, Helena le daba fuerza.

—No está mal, no está mal.

Volvió a atacar y se vio obligado a volver a la orilla. Percy intentó regresar al agua, pero Ares le cortó el paso y lo atacó con tal fiereza que tuvo que concentrarse al máximo para no acabar hecho trizas. Seguía retrocediendo, alejándose del agua, su único territorio seguro. No encontraba ningún resquicio para atacar, pues su espada era más larga que Anaklusmos.

«Acércate —le había dicho Luke una vez en sus clases de esgrima—. Cuando tu espada sea más corta, acércate.»

Se metió en su campo de acción con una estocada, pero Ares estaba esperándolo. Le arrancó la espada de las manos con un brutal mandoble y le dio un golpe en el pecho. Salió despedido hacia atrás, ocho o diez metros. Le habría roto la espalda de no haber caído sobre la blanda arena de una duna.

—¡Percy! —chilló Helena—. ¡La policía!

Veía doble y sentía el pecho como si acabaran de atizarle con un ariete, pero consiguío ponerse en pie. No dejó de mirar a Ares por miedo a que le partiera en dos, pero con el rabillo del ojo vio luces rojas parpadear en el paseo marítimo. Se oyeron frenazos y portezuelas de coche.

—¡Están allí! —gritó alguien—. ¿Lo ve? 

Una voz malhumorada de policía:

—Parece ese niño de la tele... ¿Qué diantres...?

—Va armado —dijo otro policía—. Pide refuerzos.

Percy rodó a un lado mientras la espada de Ares levantaba arena. Corrío hacia su espada, la recogió y volvió a lanzar una estocada al rostro de Ares, quien volvió a desviarla. Parecía adivinar sus movimientos justo antes de que los ejecutara. Corrío hacia el agua, obligándolo a seguirlo.

—Admítelo, mocoso. —gruñó Ares—, no tienes ninguna posibilidad. Sólo estoy jugueteando contigo.

Sus sentidos estaban haciendo horas extra. Entendió entonces lo que Annabeth le había dicho sobre que el THDA lo mantenía vivo en la batalla. Estaba totalmente despierto, reparaba en el más mínimo detalle. Veía cómo se tensaba Ares e intuía de qué modo atacaría. Asimismo, en todo momento era consciente de que Helena, Annabeth y Grover se hallaban a diez metros a su izquierda. Un segundo coche de policía se acercaba con la sirena aullando. Los espectadores, gente que deambulaba por las calles a causa del terremoto, habían empezado a arremolinarse. Entre la multitud le pareció ver algunos que caminaban con los movimientos raros y trotones de los sátiros disfrazados. También distinguía las formas resplandecientes de los espíritus, como si los muertos hubieran salido del Hades para presenciar el combate. Escuchó un aleteo coriáceo por encima de su cabeza.

Más sirenas.

Se metió más en el agua, pero Ares era rápido. La punta de su espada le rasgó la manga y me arañó el antebrazo.

Una voz ordenó por un megáfono:

—¡Tiren las escopetas! ¡Tírenlas al suelo! ¡Ahora!

¿Escopetas?

Vio el arma de Ares, que parecía parpadear: a veces parecía una escopeta, a veces una espada. No sabía qué veían los humanos en sus manos, pero estaba seguro de que, fuera lo que fuese, no iba a ganarse muchas simpatías. Ares se giró para lanzar una mirada de odio a su público, lo que le dio un respiro. Había ya cinco coches de policía y una fila de agentes agachados detrás de ellos, apuntándoles con sus armas.

—¡Esto es un asunto privado! —aulló Ares—. ¡Lárguense!

Hizo un gesto con la mano y varias lenguas de fuego hicieron presa en los coches patrulla. Los agentes apenas tuvieron tiempo de cubrirse antes de que sus vehículos explotaran. La multitud de mirones se desperdigó al instante.

Ares estalló en carcajadas.

—Y ahora, héroe de quinta, vamos a añadirte a la barbacoa.

Atacó. Desvió su espada. Se acercó lo suficiente para alcanzarlo e intentar engañarlo con una finta, pero paró el golpe. Las olas lo golpeaban en la espalda. Ares estaba ya sumergido hasta las rodillas. Sentía el vaivén del mar, las olas crecer a medida que subía la marea, y de repente tuvo una idea.

«¡Retrocede y aguanta!», pensó, y el agua detrás de el así lo hizo. Estaba conteniendo la marea con su fuerza de voluntad, pero la presión aumentaba como la de una botella de champán agitada. Ares se adelantó, sonriendo y muy ufano de sí mismo. Bajó la espada fingiendo agotamiento.

«Espera, ya casi está», le dijo al mar. La presión ya parecía incontenible. Ares levantó su espada y en ese momento dejó ir la marea. Montado en una ola, salió despedido bruscamente por encima del dios. Un muro de dos metros de agua le dio de lleno y lo dejó maldiciendo y escupiendo algas. Aterrizó detrás de él y amango un golpe a su cabeza, como había hecho antes. Se dio la vuelta a tiempo de levantar la espada, pero esta vez estaba desorientado y no se anticipó a su truco. Cambió de dirección, saltó a un lado y hendió Anaklusmos por debajo del agua. La clavó la punta en el talón. El alarido que siguió convirtió el terremoto de Hades en un hecho sin relevancia. Hasta el mismo mar se apartó de Ares, dejando un círculo de arena mojada de quince metros de diámetro. Icor, la sangre dorada de los dioses, brotó como un manantial de la bota del dios de la guerra. Su expresión iba más allá del odio. Era dolor, desconcierto, imposibilidad de creer que lo habían herido.

Cojeó hacia el, murmurando antiguas maldiciones griegas, pero algo lo detuvo. Fue como si una nube ocultase el sol, pero peor. La luz se desvaneció, el sonido y el color se amortiguaron, y entonces una presencia fría y pesada cruzó la playa, ralentizando el tiempo y bajando la temperatura abruptamente. Le recorrió un escalofrío y sintió que en la vida no había esperanza, que luchar era inútil. La oscuridad se disipó. Ares parecía aturdido.

Los coches de policía ardían detrás de ellos. La multitud de curiosos había huido. Helena, Annabeth y Grover estaban en la playa, conmocionados, mientras el agua rodeaba de nuevo los pies de Ares y el icor dorado se disolvía en la marea. Ares bajó la espada.

—Tienes un enemigo, diosecillo —Le dijo—. Acabas de sellar tu destino. Cada vez que alces tu espada en la batalla, cada vez que confíes en salir victorioso, sentirás mi maldición. Cuidado, Perseus Jackson. Mucho cuidado.

Su cuerpo empezó a brillar.

—¡Percy, no mires! —gritó Helena

Apartó la cara mientras el dios Ares revelaba su auténtica forma inmortal. De algún modo supo que si miraba acabaría desintegrado en ceniza. El resplandor se extinguió. Volvió a mirar. Ares había desaparecido. La marea se apartó para revelar el yelmo de oscuridad de Hades. Lo recogió y se dirigió hacia sus amigos, pero antes de llegar escuchó un aleteo.

Tres ancianas con caras furibundas, sombreros de encaje y látigos fieros bajaron del cielo planeando y se posaron frente a él. La furia del medio, la que había sido la señora Dodds, dio un paso adelante. Enseñaba los dientes, pero por una vez no parecía amenazadora. Más bien parecía decepcionada, como si hubiera previsto comerlo aquella noche y luego hubiese decidido que podía resultar indigesto.

—Lo hemos visto todo —susurró—. Así pues, ¿de verdad no has sido tú?

Le lanzó el casco, que agarró al vuelo, sorprendida.

—Devuélvele eso al señor Hades —dijo—. Cuéntale la verdad. Dile que desconvoque la guerra.

Vaciló y la vio humedecerse los labios verdes y apergaminados con una lengua bífida.

—Vive bien, Percy Jackson. Conviértete en un auténtico héroe. Porque si no lo haces, si vuelves a caer en mis garras...

Estalló en carcajadas, saboreando la idea. Después las tres hermanas levantaron el vuelo hacia un cielo lleno de humo y desaparecieron.

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Grover y Annabeth lo miraban impactados, pero en cambio Helena corrió a abrazarlo feliz y dejarle, un enorme beso en la mejilla el acepto los cariños gustoso muy ruborizado.

—Percy... —dijo Grover—. Eso ha sido alucinante...

—Ha sido terrorífico —terció Annabeth.

—¡Ha sido increíble! —se obstinó Grover.

—¡Fue perfecto!. — Chilló Helena al separase de el

—¿Ustedes han sentido eso... fuera lo que fuese? —preguntó

Los tres asintieron, inquietos.

—Deben de haber sido las Furias —dijo Grover.

Observó a Helena, y cruzaron una mirada de comprensión. Supuso entonces qué había en el foso, qué había hablado desde la entrada del Tártaro, Helena quería investigar sobre éste. Le pidió la mochila a Helena y vio dentro. El rayo maestro seguía ahí. Vaya pequeñes para provocar casi la Tercera Guerra Mundial.

—Tenemos que volver a Nueva York —dijo el Azabache—. Esta noche.

—Eso es imposible —contestó Annabeth

—, a menos que vayamos... — Supuso la mexicana

—... volando —Completó Percy

Annabeth se le quedó mirando.

—¿Volando?... ¿Te refieres a ir en un avión, sabiendo que así te conviertes en un blanco fácil para Zeus si éste decide reventarte, y además transportando un arma más destructiva que una bomba nuclear?

—Sí —dijo—. Más o menos eso. Vamos.— Tomó de la mano a Helena ambos se sonrojaron



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Es curioso cómo los humanos ajustan la mente a su versión de la realidad. Quirón le había dicho hacía mucho. Como de costumbre, en su momento no apreció su sabiduría. Según los noticiarios de Los Ángeles, la explosión en la playa de Santa Mónica había sido provocada por un secuestrador loco al disparar con una escopeta contra un coche de policía. Los disparos habían acertado a una tubería de gas rota durante el terremoto. El secuestrador (alias Ares) era el mismo hombre que los había raptado a Percy, la chica misteriosa y a otros dos adolescentes
en Nueva York y los había arrastrado por todo el país en una aterradora odisea de diez días. Después de todo, el pobrecito Percy Jackson no era un criminal internacional. Había causado un buen revuelo en el autobús Greyhound de Nueva Jersey al intentar escapar de su captor (a posterior hubo testigos que aseguraron haber visto al hombre vestido de cuero en el autobús:

«¿Por qué no lo recordé antes?»).

El psicópata había provocado la explosión en el arco de San Luis; ningún chico habría podido hacer algo así. Una camarera de Denver había visto al hombre amenazar a sus secuestrados delante de su restaurante, había pedido a un amigo que tomara una foto y lo había notificado a la policía. Al final, el valiente Percy Jackson (empezaba a gustarle aquel chico) se había hecho con un arma de su captor en Los Ángeles y se había enfrentado a él en la playa. La policía había llegado a tiempo. Pero en la espectacular explosión cinco coches de policía habían resultado destruidos y el secuestrador había huido. No había habido bajas. Percy Jackson y sus tres amigos estaban a salvo bajo custodia policial. Fueron los periodistas quienes les proporcionaron la historia. Los semidioses se limitan a asentir, llorosos y cansados (lo cual no fue difícil), y representaron los papeles de víctimas ante las cámaras.

—Lo único que quiero —dijo Percy tragándose las lágrimas—, es volver con mi querido padrastro. Cada vez que lo veía en la tele llamándome delincuente juvenil, algo me decía que todo terminaría bien. Y sé que querrá recompensar a todas las personas de esta bonita ciudad de Los Ángeles con un electrodoméstico gratis de su tienda. Éste es su número de teléfono. —

La policía y los periodistas, conmovidos, recolectaron dinero para cuatro billetes en el siguiente vuelo a Nueva York. No tenían otra elección que volar, así que confío en que Zeus aflojara un poco, dadas las circunstancias, y se apiadara al llevar a su hija. Pero aun así le costó subir al avión a Jackson. El despegue fue una pesadilla. Las turbulencias daban más miedo que los dioses griegos. No soltó la mano de Helena hasta que aterrizaron sin problemas en La Guardia. La prensa local los esperaba fuera, pero consiguieron evitarlos gracias a Annabeth, que los engañó gritándoles con la gorra de los Yankees puesta:

«¡Están allí, junto al helado de yogur! ¡Vamos!»

Y después volvió con ellos a recogida de equipajes. Se separaron en la parada de taxis. Percy les dijo que volvieran al Campamento Mestizo e informaran a Quirón de lo que había pasado. Protestaron, y fue muy duro verlos marchar después de todo lo que habían pasado juntos, Helena se quedó junto a él dándole consuelo después de todo, era su padre el que quería iniciar una guerra. Ambos debían  afrontar en dúo aquella última parte de la misión. Si las cosas iban mal, si los dioses no le creían... quería que Annabeth y Grover sobrevivieran para contarle la verdad a Quirón, sabía que mantendría a Helena a salvo con su vida.

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Ambos subieron a un taxi y se encaminaron a Manhattan. Treinta minutos más tarde entraban en el vestíbulo del edificio Empire State. Debían de parecer unos niños de la calle, vestido con prendas ajadas y con el rostro arañado. Hacía por lo menos veinticuatro horas que no dormían. Se acercaron al guardia del mostrador y Percy le dijo:

—Queremos  ir al piso seiscientos.

Leía un grueso libro con un mago en la portada. La fantasía no era lo suyo, pero Helena estaba fascinada el libro debía de ser bueno, porque le costó lo suyo levantar la mirada.

—Ese piso no existe, niños.

—Necesito una audiencia con Zeus ahora. — Ordenó Helena impaciente

Le dedicó una sonrisa vacía.

—¿Una audiencia con quién?

—Ya me ha oído. — Replicó

Helena estaba a punto de decidir que aquel tipo no era más que un mortal normal y corriente, y que mejor se largaran antes de que llamara a los loqueros, cuando dijo:

—Sin cita no hay audiencia, niños. El señor Zeus no ve a nadie que no se haya anunciado. —

—Bueno, me parece que hará una excepción, yo soy Helena Gonzáles hija de Zeus y Hera. Él es Percy Jackson hijo de Poseidón, vamos Percy enséñale. — El azabache se quitó la mochila y la abrió.

El guardia miró dentro el cilindro de metal y, por un instante, no comprendió qué era. Después
palideció.

—¿Esa cosa no será...?

—Sí lo es, sí —le dijo el chico—. ¿Quiere que lo saque y...?

—¡No! ¡No! —Brincó de su asiento, buscó presuroso un pase detrás del mostrador y le tendió la
tarjeta—. Insértala en la ranura de seguridad. Asegúrate de que no haya nadie más contigo en el
ascensor, disculpe princesa por no reconocerla. — Hizo una reverencia respetuosa a la niña y esta asintió

Así lo hicieron. En cuanto se cerraron las puertas del ascensor, metió la tarjeta en la ranura. En la consola se iluminó un botón rojo que ponía «600». Lo apretó el chico y esperaron, y esperaron. Se oía música ambiental y al final «ding».

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Las puertas se abrieron. Salieron  y por poco le da un infarto al chico. Estaban de pie sobre una pequeña pasarela de piedra en medio del vacío. Debajo tenía Manhattan, a altura de avión. Delante, unos escalones de mármol serpenteaban alrededor de una nube hasta el cielo. Sus ojos siguieron la escalera hasta el final, y entonces no dio crédito a lo que vio.

—Impresionante ¿No? — Preguntó Helena al ver la cara de Percy y este asintió

Desde lo alto de las nubes se alzaba el pico truncado de una montaña, con la cumbre cubierta de nieve. Colgados de una ladera de la montaña había docenas de palacios en varios niveles. Una ciudad de mansiones: todas con pórticos de columnas, terrazas doradas y braseros de bronce en los que ardían mil fuegos. Los caminos subían enroscándose hasta el pico, donde el palacio más grande de todos refulgía recortado contra la nieve. En los precarios jardines colgantes florecían olivos y rosales.

—Esa es mi casa. — Apunto al castillo más grande — Vamos Aquaman. — Tomo la mano del chico para avanzar

Vislumbraron un mercadillo al aire libre lleno de tenderetes de colores, un anfiteatro de piedra en una ladera de la montaña, un hipódromo y un coliseo en la otra. Era una antigua ciudad griega, pero no estaba en ruinas. Era nueva, limpia y llena de colorido, como debía de haber sido Atenas dos mil quinientos años atrás. Pasaron al lado de unas ninfas del bosque que se reían y les tiraron olivas desde su jardín. Los vendedores del mercado les ofrecieron ambrosía, un nuevo escudo y una réplica genuina del Vellocino de Oro, en lana de brillantina, como anunciaba la HefestoTV. Las nueve musas afinaban sus instrumentos para dar un concierto en el parque mientras se congregaba una pequeña multitud: sátiros, náyades y un puñado de adolescentes guapos que debían de ser dioses y diosas menores. Helena acomodo su cabello y ropa, de todos ella se veía la más decente, y solo estaba algo arrugada. Nadie parecía preocupado por una guerra civil inminente. De hecho, todo el mundo parecía estar de fiesta. Varios se volvieron para verlos pasar y susurraron algo que no pudieron oír.

Subieron por la calle principal, hacia el gran palacio de la cumbre. Era una copia inversa del palacio del inframundo. Allí todo era negro y de bronce; aquí, blanco y con destellos argentados. Hades debía de haber construido su palacio a imitación de éste. No era bienvenido en el Olimpo salvo durante el solsticio de invierno, así que se había construido su propio Olimpo bajo tierra. A pesar de su último encontró, esa mala experiencia con él, lo cierto es que el tipo era alguien muy importante para Helena y sentía pena, a veces llegaba odiar a su padre. Que te negaran la entrada a aquel sitio parecía de lo más injusto. Amargaría a cualquiera, ella estaba en desacuerdo con muchas decisiones de su padre.

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Unos escalones conducían a un patio central. Tras él, la sala del trono. «Sala» no es exactamente la palabra adecuada. Aquel lugar hacía que la estación Grand Central de Nueva York pareciera un armario para escobas. Columnas descomunales se alzaban hasta un techo abovedado, en el que se desplazaban las constelaciones de oro. Doce tronos, construidos para seres del tamaño de Hades, estaban dispuestos en forma de U invertida, como las cabañas en el Campamento Mestizo. Una hoguera enorme ardía en el brasero central. Todos los tronos estaban vacíos salvo dos: el trono principal a la derecha, y el contiguo a su izquierda. No hacía falta que dijeran quiénes eran los dos dioses que estaban allí sentados, esperándolos a que se acercaran. Helena le sonrió dándole calma al chico , y este apretó su agarre. Los dioses se mostraban en su forma humana gigante, pero apenas podía mirarlos sin sentir un cosquilleo, mientras que Helena no se inmutaba con aquello. Como si el cuerpo de Percy fuera a arder en cualquier momento. Zeus, el señor de los dioses, lucía un traje azul marino de raya diplomática. El suyo era un trono sencillo de platino. Llevaba la barba bien recortada, rubia. Su rostro era orgulloso, hermoso y sombrío al mismo tiempo, y tenía los ojos de un gris lluvia, con vetas azules. Vio el gran parecido que tenía con Ares y Helena, los tres eran muy parecidos en realidad. A medida que se acercaban a él, el aire crepitó y despidió olor a ozono. Sin duda el dios sentado a su lado era su hermano, pero vestía de manera muy distinta.

Les recordó a uno de esos playeros permanentes de Cayo Hueso. Llevaba sandalias de cuero, pantalones cortos caqui y una camiseta de las Bahamas con estampado de cocos y loros. Estaba muy bronceado y sus manos se veían surcadas de cicatrices, como un viejo pescador. Tenía el pelo negro, como el de Percy. Su rostro poseía la misma mirada inquietante que siempre le habían señalado como rebelde a Jackson. Pero sus ojos, del verde del mar, también como los suyos, estaban rodeados de arrugas provocadas por el sol, lo que sugería que solía reír. Helena noto que eran idénticos, no podía negar que su tío era muy apuesto, aunque no lo viera de otra forma, a su hijo si lo veía con otros ojos, cada día le parecía más lindo Percy Jackson. El trono de Poseidón era una silla de pescador. El típico asiento giratorio de cuero negro con una funda acoplada para afirmar la caña. En lugar de una caña, la funda sostenía un tridente de bronce, cuyas puntas despedían una luminiscencia verdosa. Los dioses no se movían ni hablaban, pero había tensión en el aire, como si acabaran de discutir.

Se acercaron  al trono de pescador y Percy se arrodilló a sus pies, mientras que Helena hizo una pequeña reverencia.

—Padre. — Jackson no se atreví a levantar la cabeza.

—¿No deberías dirigirte primero al amo de la casa, chico? Eres tan descarado, hasta llevas de la mano a mi hija. — Éste mantuvo la cabeza gacha y espero.

—Paz, hermano —dijo por fin Poseidón

—. El muchacho respeta a su padre. Es lo correcto.

—¿Sigues reclamándolo, pues? —preguntó Zeus, amenazador—. ¿Reclamas a este hijo que
engendraste contra nuestro sagrado juramento?

—He admitido haber obrado mal. Ahora quisiera oírlo hablar.

—Ya le he perdonado la vida una vez —rezongó Zeus—. Atreverse a volar a través de mi reino...  ¡Bueno! Debería haberlo fulminado al instante por su insolencia... si no hubiera estado Ellie lo hubiera hecho

—¿Y arriesgarte a destruir tu propio rayo maestro? —replicó Poseidón con calma—. Escuchémoslo, hermano.

—Ellie. — Suavizo al ver a su pequeña

—Papá, tío. — Saludo a los dos los cuales, le dedicaron una sonrisa

Zeus refunfuñó un poco más y decidió:

—Escucharé. Después me pensaré si lo arrojo del Olimpo o no.

—Papá. — Alegó su hija al sentir como temblaba Percy

—Pareces vagabunda. — La señaló y está lo vio molesto

—Perseus —dijo Poseidón—. Mírame.

Él lo hizo, y su rostro no les indicó nada. No había ninguna señal de amor o aprobación, nada que lo animase. Era como mirar el océano: algunos días veías de qué humor estaba, aunque la mayoría resultaba ilegible y misterioso. Helena tuvo la impresión de que Poseidón no sabía realmente qué pensar de él. No sabía si estaba contento de tenerlo como hijo o no. Percy por lo tanto después de todo, tampoco él estaba muy seguro de él contrario, o eso pudo ver Helena.

—Dirígete al señor Zeus, chico —le ordenó Poseidón—. Cuéntale tu historia.

Antes de que pudieran hablar Zeus los vio con desagrado, ambos vieron al punto donde el veía, eran las manos que aún seguían juntas. Poseidón también veía el agarre, ambos se soltaron sonrojados igual que un tomate.

—No puedo permitir que en mi presencia, mi hija y el mocoso parezcan vagabundos. — Se sinceró y chasqueo los dedos

Helena ahora tenía un vestido blanco Chanel, de manga corta. Con unos zapatos con un poco de tacón negro, su cabello suelto y ondulado, estaba completamente limpia, sus pestañas rizadas con un poco de gloss. Percy tenía unos pantalones de mezclilla, y una camiseta azul sencilla, con unos Converse negros igual de limpio.

—Gracias papá. — Le sonrío al verse limpia

Así pues, el azabache contó todo lo ocurrido, con lujo de detalles. Luego sacó el cilindro de metal, que empezó a chispear en presencia del dios del cielo, y lo dejó a sus pies. Se produjo un largo silencio, sólo interrumpido por el crepitar de la hoguera.  Zeus abrió la palma de la mano. El rayo maestro voló hasta allí. Cuando cerró el puño, los extremos metálicos zumbaron por la electricidad hasta que sostuvo lo que parecía más un relámpago, una jabalina cargada de energía sonora que le erizó la nuca, pero la energía parecía más alterada al tener a Helena quien tenía los poderes de su padre.

—Presiento que el chico dice la verdad —murmuró Zeus—. Pero que Ares haya hecho algo así... es impropio de él, Helena y Ares siempre han sido unidos jamás permitiría, que le pasará algo a su hermana. — Pensó en sus hijos

—Es orgulloso e impulsivo —comentó Poseidón—. Le viene de familia.

—¿Disculpa? — Le dijeron los otros dos ofendidos, tenían la misma expresión haciendo reír a Poseidón no había duda que eran padre e hija

—¿Señor? —tercio Percy

Ambos respondieron al unísono:

—¿Sí?

—Ares no actuó solo. La idea se le ocurrió a otro, a otra cosa.

Jackson describió sus sueños y aquella sensación experimentada en la playa, aquel fugaz aliento maligno que pareció detener el mundo y evitó que Ares lo matará.

—En los sueños —proseguío Percy—, la voz me decía que llevara el rayo al inframundo. Ares sugirió que él también había soñado. Creo que estaba siendo utilizado, como yo, para desatar una guerra.

—¿Acusas a Hades, después de todo? —preguntó Zeus.

—No —contestó —. Quiero decir, señor Zeus, que he estado en presencia de Hades. La sensación de la playa fue diferente. Fue lo mismo que sentí cuando me acerqué al foso. Es la entrada al Tártaro, ¿no? Algo poderoso y malvado se está desperezando allí abajo... algo más antiguo que los dioses.

Poseidón y Zeus se miraron. Mantuvieron una discusión rápida e intensa en griego antiguo. Helena tembló al ver como hablaban de Crono, Poseidón hizo alguna sugerencia, pero Zeus cortó por lo sano. Poseidón intentó discutir. Molesto, Zeus levantó una mano.

—Asunto concluido —dijo—. Tengo que ir a purificar este relámpago en las aguas de Lemnos, para  limpiar la mancha humana del metal. —Se levantó y lo miró. Su expresión se suavizó ligeramente—. Me has hecho un buen servicio, chico. Pocos héroes habrían logrado tanto, Helena vienes conmigo. — Ordenó a su hija

—Tuve ayuda, señor —respondió —. Grover Underwood, Annabeth Chase y por supuesto Helena...

—Para mostrarte mi agradecimiento, te perdonaré la vida. No confío en ti, Perseus Jackson. No me  gusta lo que tu llegada supone para el futuro del Olimpo, pero, por el bien de la paz en la familia, te dejaré vivir.

—Esto... gracias, señor.

—Ni se te ocurra volver a volar. Que no te encuentre aquí cuando vuelva. De otro modo, probarás este rayo, Y será tu última sensación, espera a mi hija en el ascensor. — Ordenó — Ellie. — Llamó a su pequeña

—Te veo en la salida Percy, cuídate. — Lo abrazó con fuerza y este se sonrojó y aún más cuando esta, le dejo un beso en la mejilla quedo estático con una sonrisa boba. — Adiós tío. — Se despidió con una sonrisa de Poseidón

—Adiós Pequeña. — Le sonrío

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El trueno sacudió el palacio. Con un relámpago cegador, Zeus y Helena desaparecieron. Ambos llegaron a su casa, el gran palacio ahí se encontraron con Hera quien al ver a su hija sonrió orgullosa, ambos se hicieron de estatura mortal. Pero con todo lo demás de un Dios, lo cual no afectaba a Helena.

—¡Mamá!. — Corrió hacia ella

—¡Ellie!¡Mi bebé! — Ambas se abrazaron

Hera dejo besos en la coronilla de la cabeza de su hija, y la abrazaba soltando suspiros de alivio al tener a su hija sana y salva.

—No sabes lo tan orgullosa que me haces, Ellie. — Acarició las mejillas de su hija con cariño

—Hiciste un buen trabajo, arreglándotelas tu sola Helena. — Interrumpió su padre — Pelear contra una Quimera, seguramente la acabarías si el mocoso de Poseidón no te hubiera sacado de ahí. — Se acercó a su hija para darle un gran abrazo

Suspiro y repitió la acción de su esposa, aunque ambos fueran idiotas y narcisistas. Amaban a sus tres hijos, Helena era la más pequeña su bebé.

—Me siento orgulloso de ti Ellie. — Confesó el rey de los dioses, quería a todos sus hijos, a su manera, a su extraña manera

Los tres fueron al jardín de su hogar, en este estaba Hebe su hermana.

—Hermanita. — Sonrió y la abrazó

Después de hablar por unos minutos, los tres primeros se quedaron en el Kiosco.

—Helena es sobre tus poderes... — Habló Zeus

Quien le explicó que al ser hija de Dioses tendría esos dones, pero que no era nada relevante. Pero que tendría que entrenarse con él personalmente, Artemisa le enseñaría a cazar, Apolo a usar mejor el arco, Ares y Heracles con su entrenamiento cuerpo a cuerpo, y Hera algunas maniobras sobre este de todas las diosas era la mejor en combate, hasta había hecho llorar a Artemisa en la guerra de troya.

—Es hora de que me vaya. — Suspiró tomando su cupcake de red velvett

—Cuídate princesa. — Abrazó a su hija Zeus

— Te veremos mañana tesoro. — Imito a su esposo la diosa

—Recuerda que tus poderes no son un juego, y tienes que aprender a controlarlos. — Recordó su madre con una sonrisa

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Helena y Percy se encontraron en las escaleras, mientras que Helena tenía una gran sonrisa Percy no tenía expresión alguna.

—¿Todo bien héroe del Olimpo? — Interrogó la chica con una sonrisa

—No lo soy, en todo caso serias tu Helena. — La chica se sonrojó

Este tomo su mano y regresaron por donde habían llegado, caminando por la ciudad de los dioses, las conversaciones se detuvieron. Las musas interrumpieron su concierto. Todos, personas, sátiros y náyades, se volvieron hacia ellos con expresiones de respeto y gratitud, y cuando pasaron junto a ellos se inclinaron como si ellos fuera unos héroes de verdad.

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Quince minutos más tarde, aún en trance, ya estaban de vuelta en las calles de Manhattan. Fueron a un taxi hasta el apartamento de la madre de Percy, llamó al timbre y allí estaba:

La preciosa madre de Percy, con aroma a menta y regaliz, cuyo cansancio y preocupación desaparecieron de su rostro al verlo.

—¡Percy! Oh, gracias al cielo. Oh, mi niño.

Le dio un fuerte abrazo, después vio a una figura detrás de él.

—Buenas tardes Señora Jackson. — Sonrió y saludo de forma educada. — Mi nombre es Helena Gonzáles, un gusto conocerla. — Extendió su mano con una sonrisa amable

Sally la vio con una sonrisa enorme, ignoro la mano de la niña y le dio un gran abrazo, como si la conociera de toda la vida. Helena se sorprendió pero lo acepto, después de todo era una madre contenta de tener a su hijo a salvo

—Gracias por mantener a mi hijo a salvo, Helena. — Agradeció con sinceridad

—No hay de qué, en realidad su hijo es todo un héroe. — Percy se ruborizo al escuchar eso

Se encontraban en el pasillo, mientras ella sollozaba y le acariciaba el pelo a su hijo. Percy también tenía los ojos llorosos. Temblaba de emoción, tan aliviado se sentía. Les dijo que sencillamente había aparecido en el apartamento aquella mañana y Gabe casi se había desmayado del susto. No recordaba nada desde el Minotauro, y no podía creerse lo que le había
contado Gabe: que Percy era un criminal buscado, que había viajado por todo el país y había estropeado monumentos nacionales de incalculable valor. Se había vuelto loca de preocupación todo el día porque no había oído las noticias. Gabe la había obligado a ir a trabajar, puesto que tenía un sueldo que ganar.

Helena en esos minutos que contó Sally ya odiaba a Gabe, era un machista y misógino y no dudaba que homofóbico. Los chicos contaron la historia, intentando suavizarla para que pareciera menos horrible de lo que en realidad había sido, pero no era tarea fácil. Estaban a punto de llegar a la pelea con Ares cuando la voz de Gabe los interrumpió desde el salón.

—¡Eh, Sally! ¿Ese pastel de carne está listo o qué? — Cerró los ojos.

—No va a alegrarse de verte, Percy. La tienda ha recibido hoy medio millón de llamadas desde Los Ángeles... Algo sobre unos electrodomésticos gratis. — Confesó —

—Ah, sí. Sobre eso...

Consiguió lanzarles una sonrisita.

—No lo enfades más, ¿bien? Vamos, pasen. — Helena entró primero

Vio lo pequeño que era el lugar, se veía descuidado le llegó un olor desagradable, supuso que era ese tal Gabe.  La basura llegaba a los tobillos en la alfombra. El sofá había sido retapizado con latas de cerveza y de las pantallas de las lámparas colgaban calcetines sucios y ropa interior, Helena no había estado en un lugar tan sucio, Percy tomó su mano y la puso detrás de el conocía como Gabe se expresaba de las muchachas, de manera tan morbosa, misógina y machista. Gabe y tres de sus amigotes jugaban al póquer en la mesa. Cuando Gabe lo vio, se le cayó el puro y la cara se le congestionó.

—¿Cómo... cómo tienes la desfachatez de aparecer aquí, pequeña sabandija? Creía que la policía...

—No es un fugitivo —intervino su madre sonriendo—. ¿No es maravilloso, Gabe?

Los miró boquiabierto. Estaba claro que la  vuelta a casa no le parecía tan maravillosa, pasó la mirada a la niña se relamió sus asquerosos labios y la vio con morbosidad, Sally se puso delante de la pequeña cubriéndolo, mientras que Percy no dudaba en atacar si este le decía algo.

—Ya es bastante malo que tuviera que devolver el dinero de tu seguro de vida, Sally —gruñó—. Dame el teléfono. Voy a llamar a la policía.

—¡Gabe, no!

Él arqueó las cejas.

—¿Dices que no? ¿Crees que voy a aguantar a este monstruo en ciernes en mi casa? Aún puedo presentar cargos contra él por destrozarme el Cámaro.

—Pero...

Levantó la mano y Sally se estremeció. Helena se dio cuenta de que otra de las cosas que hacía el esperpento, era ser un abusador doméstico, estaba dispuesta a darle su merecido y mandarlo con su tío Hades. Percy se puso delante de su madre y su Helena. La ira empezó a expandirse en su pecho. Se acercó a Gabe, sacando instintivamente su bolígrafo del bolsillo.

Él se echó a reír.

—¿Qué, idiota? ¿Vas a escribirme encima? Si me tocas, irás a la cárcel para siempre, ¿te enteras?

Helena sabía defenderse, sabía que aquellos hombres no serían problemas para ella sola, puso detrás de ella a Sally protegiéndola.

—Vamos ya, Gabe —lo interrumpió su amigo Eddie—. Sólo es un niño.

Gabe lo fulminó con la mirada e imitó con voz de falsete:

—Sólo es un niño.

Sus otros amigos rieron como idiotas.

—Está bien. Seré amable. —Gabe les enseñó unos dientes manchados de tabaco y añadió—: Tienes cinco minutos para recoger tus cosas y largarte. Si no, llamaré a la policía.

—¡Gabe, por favor! —suplicó su madre.

—Prefirió huir de casa —repuso él—.

Sally tomó del brazo a Percy.

—Por favor, Percy. Vamos. Iremos a tu cuarto, acompaños Helena querida. — Está asintió no muy convencida

Detrás de ella escuchó como todos menos ese tal Eddie, se expresaban de manera desagradable del cuerpo de la mexicana y sobre su rostro.

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La habitación estaba abarrotada de la basura de Gabe: baterías de coche estropeadas, trastes y chismes de toda índole, e incluso un ramo de flores medio podridas que alguien le había enviado tras ver su entrevista con Barbara Walters.

—Gabe sólo está un poco disgustado, cariño —Le dijo su madre—. Hablaré con él más tarde. Estoy segura de que funcionará.

—Mamá, nunca funcionará. No mientras él siga aquí.

Ella se frotó las manos, nerviosa.

—Mira... te llevaré a mi trabajo el resto del verano. En otoño a lo mejor encontramos otro internado...

—Déjalo ya, mamá.

Bajó la mirada.

—Lo intento, Percy. Sólo... que necesito algo de tiempo.

De pronto apareció un paquete en su cama. Helena por lo menos, habría jurado que un instante antes no estaba allí. Era una caja de cartón del tamaño de una pelota de baloncesto. La dirección estaba escrita con la caligrafía de Percy:

Los Dioses
Monte Olimpo
Planta 600
Edificio Empire State
Nueva York, NY
Con mis mejores deseos, PERCY JACKSON

Encima, escrita con la letra clara de un hombre, Helena leyó la dirección de el apartamento y las palabras:

«devolver AL remitente.»

De repente comprendió lo que Poseidón le había dicho en el Olimpo: un
paquete y una decisión. «Hagas lo que hagas, debes saber que eres hijo mío. Eres un auténtico hijo del dios del mar.»

Miró a su madre, y después a Helena sabía perfectamente que era la cabeza de Medusa.

—Mamá, ¿quieres que desaparezca Gabe?

—Percy, no es tan fácil. Yo...

—Mamá, contesta. Ese cretino te ha golpeado. ¿Quieres que desaparezca o no?

Vaciló, y después asintió levemente.

—Sí, Percy. Quiero, e intento reunir todo mi valor para decírselo. Pero eso no puedes hacerlo tú por mí. No puedes resolver mis problemas.

Éste vio la caja.

—Señora no es por entrometerme, pero ese hombre y sus amigos no merecen nada bueno. — Percy le dio la razón — Tengo grandes contactos con el inframundo, mi tío es el que gobierna ahí, puedo decirle que les dedique toda la eternidad a los Campos de Castigo. — Sugirió y Percy apoyo la idea

—¿Linda eres hija? — Sally la vio sorprendida

—Soy hija de Zeus, señora Jackson. — Le sonrío amigable

Y esta estaba por arrodillarse pero Helena la detuvo, y negó con amabilidad.

—No es necesario señora. — Agradeció la niña

—Puedo hacerlo, podemos hacerlo —le dije a su madre—. Una miradita dentro de esta caja y no volverá a molestarte, Helena mueve sus contactos y listo tiene lo que se merece. — Completó Percy

Su madre miró el paquete y lo comprendió.

—No, Percy —dijo apartándose—. No puedes, Helena cielo agradezco tu ayuda pero la debo rechazar. — Negó con suavidad

—Poseidón te llamó reina —le dijo Percy y Helena vio pícara a Sally—. Me contó que no había conocido a una mujer como tú en mil años.

—Percy... —musitó ruborizándose.

—Mereces algo mejor que esto, mamá. Deberías ir a la universidad, obtener tu título. Podrías escribir tu novela, conocer a un buen hombre, vivir en una casa bonita. Ya no tienes que protegerme quedándote con Gabe. Deja que me deshaga de él.

Se secó una lágrima de la mejilla.

—Hablas igual que tu padre —dijo—. Una vez me ofreció detener la marea y construirme un palacio en el fondo del mar. Creía que podía resolver mis problemas con un simple ademán.

—¿Y qué hay de malo en eso?

Sus ojos multicolores parecieron indagar en su interior.

—Creo que lo sabes, Percy. Te pareces lo bastante a mí para entenderlo. Si mi vida tiene que significar algo, debo vivirla por mí misma. No puedo dejar que un dios, mi hijo, o una princesa se ocupen de mí... Tengo que encontrar yo sola el sentido de mi existencia. Tu misión me lo ha recordado.

Escucharon el sonido de las fichas de póquer e improperios, y el canal deportivo ESPN en el televisor del salón.

—Dejaré la caja aquí —dijo el Azabache—. Si él te amenaza...

Ella asintió con aire triste.

—¿A dónde piensas ir, Percy?

—A la colina Mestiza.

—¿Para verano... o para siempre?

—Supongo que eso depende.

Se miraron y tuvo la sensación de que habían alcanzado un acuerdo. Ya verían cómo estaban las cosas al final del verano. Le besó en la frente y abrazo a Helena esta se sonrojó ante las acciones de la mayor, se sentía muy querida.

—Serás un héroe, Percy. El mayor héroe de todos. Y no tengo dudas de que tu igual Helena.

Volvieron a mirar la habitación e supusieron que ya no volvería a verla. Después fueron con Sally hasta la puerta principal.

—¿Te marchas tan pronto, idiota? —Le gritó Gabe por detrás—. ¡Hasta nunca! ¡Adiós Reinita, espero verte más seguido!. — Se dirigió a Helena la cual lo vio ofendida

Percy gruñó, Helena lo tomó de la mano intentándolo tranquilizar, aunque ella quisiera matarlo. Sabía que Sally Jackson, tendría el control de la situación.

—¡Sally! —gritó él—. ¿Qué pasa con ese pastel de carne?

Una mirada de ira refulgió en los ojos de Sally y pensaron que, después de todo, quizá sí estaba dejándola en buenas manos. Las suyas propias, y de eso estaba segura Helena.

—El pastel de carne llega en un minuto, cariño —le contestó—. Pastel de carne con sorpresa.

Los vio y les guiñó un ojo. Lo último que vieron cuando la puerta se cerraba fue a Sally observando a Gabe, como si evaluara qué tal quedaría como estatua de jardín

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Los chicos bajaron del apartamento, y se dirigieron a un teléfono público, Hera le había dado dinero a su hija para que llamara a su madre mortal y así lo hizo.

—Diga. — Helena soltó lagrimas al escuchar el nombre de su madre

—Mamá. — Logró decir, escuchó un sollozo de su madre

—Mi niña, Helena ¿Estás bien? ¿Dónde estás? — Helena le contó donde estaban

Minutos después llego un carro del año, justo en el que Percy y ella se habían visto por primera vez. Eiza se bajó del auto a toda prisa, logrando correr hacia su hija, traía tacones y ropa muy cara. Percy reconoció a la joven, era una actriz y su madre era su mayor fan. Ambas se abrazaron con una sonrisa, se habían extrañado.

—Mamá, él es Percy Jackson. — Ambos se presentaron con un estrechón de manos

—Hola mucho gusto. — Le sonrío dándole la mano y el chico acepto respetuoso

Se dirigieron al apartamento de la chica, en todo el camino le contó lo que había pasado durante el camino.

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Al llegar Percy vio todo con sorpresa era un lugar realmente lujoso, ahí ellos comieron lasagna. después de comer los chicos se dirigieron al campamento Mestizo.

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